De Farah, «menina de rua» y emperatriz de las calles. 1977.

 

 
 
A los once años, Farah escapó de la casa de su padre por primera vez. 
Después de ser violentada por su hermano siete años mayor que ella, salió de la casa familiar una noche, y se dirigió directamente allá donde sabía que vivían las ranas, sin saber que el diminuto rey Zarigüeya vivía allí, dirigiendo todo aquel reino con dorada mano.
 
 Se alongó en la baranda del puente y escuchó el croar de sus animales favoritos, para así hacer que la luz del día llegase antes. 
Una vez hubo amanecido y con el estómago completamente vacío, decidió pedir limosna y tomar el ferry, que la llevaría a la isla vecina, la isla de su amada tía, una señora que parecía la emperatriz de las ranas, de eterno periódico en las manos, cigarro inglés humeando en los labios y pronta discusión, que versaba casi siempre sobre política.
 
 Decidió confiar en ella al verla igual a su padre, interesada en los periódicos y la política. Era una oronda matrona, que dirigía su familia con mano de acero, dada la desdibujada figura del marido, siempre borracho y dado a trabajar poco.
 
Una vez hubo conseguido las monedas para pagar el ticket del barco, las cambió, comió un “kadillo”, en voz darisha o dialecto marroquí, con las monedas que le sobraron y se dirigió al puerto. Los muelles bullían de actividad y se podían distinguir, al menos en el oído de la niña-aventurera-triste, Farah, el sonido de muchos idiomas diferentes, que iban del ruso al árabe, sobresaliendo las palabras asiáticas por su fuerte sonido. 
Compró el billete sin problemas, vestida con la blusa negra de su abuela, con lunares blancos y pantalón de espuma negro, y se dispuso a embarcar.
Cuando abordó la nave se dispuso a investigarla, subiendo y bajando todas las escalerillas, visitando una tras otra todas las cubiertas y situarse, para saber más tarde, una vez emprendida la travesía, donde daría más fuerte el viento.
 
Se asomó a la borda de la cubierta y respiró profundamente, para poder asimilar, aquel verbo que nunca le salía de su cabeza de niña brillante perseguida por la maldad innata del hermano, todos los sucesos que se agolpaban en su cabeza en menos de cuatro horas.
 
La nave partió y ella se revolvía nerviosa de un lado a otro, sin saber muy bien que haría cuando el barco llegase a su destino. Una vez arribó a la ciudad de su tía, comenzó a deambular por las calles intentando disimular su niñez, contoneándose de una manera muy provocativa y aterrorizada por la miríada de marineros de todas las nacionalidades, hombres de mala vida y prostitutas que hacían la calle en la zona aledaña al puerto.
 
Se paró delante de un camello gigante, propiedad de un fotógrafo que sacaba instantáneas a la gente que se subía constantemente a su lomo de cartón piedra forrado con una piel sintética, en una angarilla para dos personas de madera repujada.
Inmediatamente la abordó un muchacho que trabajaba con el fotógrafo y que se puso a conversar con ella. Al instante se hicieron amigos, admirada ella por los ojos azules del precioso muchacho, y él disuelta su mirada en los verdes ojos de Farah, la niña aventurera, mirándola como hipnotizado en un gesto que ella ya conocía en los ojos de su hermano maligno. 
 
Una mirada libidinosa, calculadora, atrozmente materialista, que ella no sabía aún si era buena o mala, al contar con la experiencia de una mujer de ocho años de edad, exactamente la edad de Aïsha, la mujer favorita del Profeta Muhammad cuando se casó con este.
Aconsejada por el aprendiz de fotógrafo, de diecinueve años de edad y piel dorada como la vainilla, alquiló un cuarto en una pensión de mala muerte, donde le asignaron una especie de armario en el que las paredes no llegaban al techo, y se podía oír todo el movimiento de los cuartos- palomares que se agolpaban en el último piso, allá dónde el dueño de la pensión metía toda clase de gentes conflictivas, y adonde la niña pelirroja y pecosa fue a parar, confundiéndose con la morralla para intentar pasar desapercibida.
 
Después de instalar sus escasas pertenencias en el cuarto-corral de aves, Farah salió a la calle, vestida aún con su blusa negra de lunares blancos, y fue directa a la plaza en la que estaba el portentoso camello, un ser mágico embrujado por la bruja Khandija que la había puesto en manos del príncipe de la piel de vainilla. Habló con el muchacho y él le suplicó que esperase a que acabara su trabajo para salir juntos y comer alguna cosa. Se ofreció a invitarla a la cena y durante el transcurso de la incipiente velada ella tomó cerveza, igual que el hombre de ojos azules, para sentirse a la altura de las circunstancias. 
Acabaron de comer y él insistió en acompañarla a su cuarto para garantizar que fuera un lugar adecuado para ella, pero Farah empezó a sospechar cuando vio que el muchacho hacía provisión de más cerveza y le dijo que la beberían juntos en su cuarto.
Subieron la angosta escalera y una vez dentro del cuarto y cerrada la puerta, él la besó. 
Desmañadamente la desvistió, despojándola de la blusa de su abuela, amada por Farah y muerta hacía pocos meses, y la poseyó sin más. 
Balbuceó una despedida, aconsejándole que se cambiase de hotel pues allí no estaría segura y Farah quedó sola, aterrorizada escuchando como el ritmo de las voces aumentaba y empezaba una escandalera estridente, propia de la diosa Cibeles que debería comandar aquel lupanar-palomar-corral, y con la luz apagada se tapó con la sola sábana, disponiéndose a pasar la noche en blanco, mareada por el efecto de la cerveza…
 
 
Texto original de Farah Azcona Cubas. Todos los derechos reservados, Prohibida la reproducción de extractos del texto o fotografía originales de la autora.

Farah, los Peleles y sus dependencias.

Farah pensó que deseaba desembarazarse de aquel pretendido amor de pelele. Ella dependía del estado de ánimo de él y a su vez, él dependía de las ganas y el dinero necesario para acceder a la marihuana. Cuando el dinero no se lo daba su mamá o su trabajo, se enfadaba, sabiendo el rechazo frontal que ella sentía por las dependencias de cualquier tipo.

Poco a poco se enredaban en aquella tela de araña viciosa, que se les escapaba de las manos hasta que ella le insultaba, él se ofendía y ella quedaba triste solitaria y llorando a solas con sirenas, ondinas y salamandras.

La reciente partida de Ricc había sido un golpe bajo para ella. Esperaba que se quedase con ella a la hora de presentar su difícil trabajo, ni siquiera como consorte, más bien como asidero en las noches de risas y abrazos que ambos adoraban.

Se sintió traicionada y cada vez más se le quitaban las ganas de seguir envolviéndose en aquella historia unidireccional, cuyos ideales eran la dependencia y el “pelelismo”.

Pensó en el cuadro de Francisco de Goya, en el que una turba festiva, femenina, zarandea a un muchacho llamado El Pelele sobre una manta. También se le da el nombre de “mantear”, y sintió como los brazos juguetones de dios se entretenían en zarandear a los dos peleles, Farah y Ricc, en la manta del universo, convertida para gloria de Al Láh en tela de araña emponzoñada.

Farah habló a Al Láh. Pidió consejo, en un mundo en el que su verdadero sostén, su padre, ya no estaba. Seguramente estaría sentado a la derecha del Trono, agarrando, con sus manos preciosas, el otro lado de la manta, deseando que Farah cayese, pues él mejor que nadie, sabía cuan alto se remontaba Farah, su niña vestida de negro, después de cualquier caída…

"De cuando Farah se convirtió en Ondina, para salvar su corazón."



Había decidido ir a ver a la Sirena, Iemanjá, para que la envolviese

con sus siete faldas y la protegiese con su espada victoriosa de aquel daño tan profundo que sentía en su corazón. Lloró todo el camino en un autobús urbano que la transportaba a través del litoral de su vida. Recordó el amor juvenil, enroscada su figura con la de otra sirena de ojos verdes sobre una piedra tan grande que podría ser su casa.

Recordó los baños de mar en compañía de sus amigas de adolescencia en los que se mecieron en los brazos de marineros soviéticos, tan borrachos que sólo podían abrazarlas y besarlas con aliento de alcohol dulce.
Cuando llegó a la playa dorada y se bajó del autobús rápidamente se quitó sus “All Star” color rojo y dejó aparecer sus uñas pintadas con esmalte rojo que fueron saludadas por el aire, la arena saharáhui y atravesó en diagonal, hasta alcanzar la orilla para terminar de desnudarse. Estaba decidida a lanzarse al agua del Océano después de dejar que siete olas acariciaran sus pequeños pies. Dejó sus bolsas en la arena y corrió hacia la orilla con su velo de la India, hizo el ritual, saludando a Iemanjá, y se lanzó al agua nadando con fuerza hasta que se alejó dentro del mar. Sintió como la fuerza le sanaba el alma y se dispuso a salir para cubrirse con su velo, secarse e irse, no sabía bien a dónde…
Contempló las ruinas del viejo castillo, vencido por las sirenas, ondinas y demás criaturas marinas, partido en dos pedazos, como su corazón.
No decidió vengarse de nadie y terminó de vestirse cada vez más sosegada, en el espigón, cerca del pequeño pueblito. No quiso reconocer más lugares en los que hubiese estado con el amado y se dirigió rápida a tomar el autobús que la llevaría a su casa.
Pasó el viaje hablando con unas chicas de Roma, que estaban organizando con ella su próximo trabajo, y se bajó antes de llegar a su casa para saludar a la princesa Salomé, que permanecía sentada bajo su parasol bellamente ataviada de azul oscuro con pañuelo turquesa al cuello. Saboreó la elegante sonrisa de la princesa y partió camino de casa, no sin antes visitar el gato de piedra, que se había escondido del amor que no se mojaba, por más de diez días.
Continuó caminando, saludando a guerreros de bronce de la más fina factura hasta que llegó a su casa, para descubrir desconsolada un mensaje del amor ofendido que le reclamaba haberle expulsado de su casa…
Le anunció la partida de su antepasada y ella sintió la intuición de los dos amores unida, al menos en la muerte.
Desconsolada lloraba, sin poder dar crédito a lo que leía y permaneció el resto del día concentrada en si misma. Hizo la oración del mediodía y más tarde se alivió limpiando la cocina, fue a clase y cuando llegó, tarde por la noche, la llamó el tonto Simón desde la calle. Ella se asomó para decirle que subiera, convirtiéndose esta fórmula en habitual. Él se despidió rápido pues se marchaba a caminar y la rechazó cuando ella quiso acompañarlo…
Espantó la soledad con puñados de sal, que lanzó desde su terraza, y se dispuso a dormir, escuchando un disco de Rita Lee, que cantaba “el inicio, el fin y el medio…” para “suspender los Jardines de Babilonia, declarando ser libre y aguantar lo que viniera…”

Farah, el tonto Simón y la negra flor.


Había pasado los diez últimos días como en volandas. Sólo su encuentro con el tonto Simón la había devuelto a la realidad. De un golpe, contra la lamparilla china de la mesa de noche. De su párpado brotó un chorro de sangre, que no fue capaz de deshacer su abrazo con Simón. Apuró el último sorbo de café de su taza y se dispuso a encender un cigarrillo, mientras pasaban por su cabeza todos los minutos vividos en los diez días precedentes, agolpándose. Se le añadieron las sensaciones al entendimiento: olores a mar, arena mojada en los dedos de los pies, el esmalte rojo de sus uñas saliendo entre la arena, mientras intentaba asimilarlo todo. El mar helado de invierno la había saludado diciéndole: ¡Cuanto tiempo sin verte por aquí querida Farah!
Riccardo no la quiso acompañar al baño de mar, y se quedó mirándola desde la ribera, sentado en su toalla azul turquesa.
Soñó con que ese momento fuese eterno pues ya intuía la triste y tumultuosa separación que vendría días después.
Se fundió con las paredes derruidas del antiguo castillo para saber como se sentía una cuando el sentido de su vida se pierde. Fue una tarde de muchas sonrisas, ligera y con la luz del atardecer dorada, haciendo que todo tomase aquel color áureo.
Farah decidió esa mañana, mientras recordaba el pasado que parecía muy lejano, siendo tan próximo, que tomaría de nuevo a su loba Habiba junto a sus pocas pertenencias y buscaría otro lugar del desierto, dónde él no pudiera encontrarla jamás.
Se puso su cola de gata, sus uñas de leona, pintadas de esmalte rojo, y subió por la Rambla, en dirección a su casa, donde se sentiría segura, a salvo de aquel amor que hería hasta lo mas hondo de su alma. La distancia que Riccardo había tomado, regresando en una aeronave, a su mundo de mamá y spaghetti al dente, la mañana anterior, no la hacía sentirse más segura. Sabía, que él continuaría martirizándola desde la distancia, hasta con la soledad que pretendía imponerle. Pero Farah ya tenía planes para esa noche. Se iría con sus amigas a tejer otra red. Una red de pinturas, músicas, actores y alegría que sería, como siempre, inaccesible para el pobre Riccardo, anclado para siempre en el vestido de su madre, negro mediterráneo, ya que se había erigido en su defensor mas fiero, abandonando a la única mujer capaz de amarlo salvajemente.

Farah y el fin del mundo.

Se dejó arrullar por la voz de Carmen Miranda, teñida de obsoleto agudo de vitrola de discos, y prestó atención a la letra del samba. Decía que “habían garantizado y anunciado que el mundo se iba a acabar…” y pensó en como había suspendido su vida por mor de aquel rapaz de pelusas atontadas. Se sintió ridícula, y con la certeza de que había hablado de más, seguramente para desagrado de las sirenas que aborrecen a los charlatanes de voz de pato.

Se había sentido como un fusil ametrallador las ultimas dos semanas. Ráfagas de fuego cruzado cada seis segundos, arrasando cualquier cosa que se cruzara en su mira. Esta vez había sido el rapaz de pelusas atontadas, proyecto de hombre-amor-de-ovillo-de-hilo, pero percibió que jamás se había parado antes de disparar, ni siquiera para apuntar y no errar el disparo.

Tomó esa decisión inconscientemente hacía muchísimos años, infancia violentada de niña de la calle. Por eso sentía el peso de la opresión, como si hubiese vivido doscientos años. Ajada, según la charleta de tres gays, críticos de arte, al referirse a una soprano y recriminados al instante por Farah, quien argumentó que la calificaban de “ajada” por ser mujer, ya que aun tenor hombre no le cabía el adjetivo, triste, por no poder usar revólver como Madame Satán de Cecille B. de Mille, al estar prohibido en Europa, y llorosa en los anocheceres, por volver a su soledad extrañándola.

Se reconoció en la voz de Carmen Miranda y se arrepintió, como ella en aquel samba de gramófono, de haber creído las voces que anunciaban y garantizaban que el mundo acabaría si no se hubiese entregado a aquel muchacho, eterno Peter Pan. Pobrecito, pensó Farah al recordarlo, jamás conocería la belleza de la puesta de sol en cualquier ciudad litoral de Brasil, al menos no en su majestuosa compañía, comparada a la de la emperatriz Leopoldina de Bragança…

Jamás recorrería los bellísimos jardines de Teresópolis con ella de la mano, pues, Farah descubrió que, el muchacho proyecto de hombre-amor-de-ovillo-de-hilo, que se ponía un capirote de castigo voluntariamente para besarla en público, jamás estaría a la altura exigida por el matrimonio islámico que su padre, por muy comunista que hubiera sido, exigiría a Farah para dejarla abandonar su casa.

Sonrió para si misma al ver en su mente la imagen del pelo blanco de su padre, ausente ya hacía siete años, desde que la deshacedora de todas la dulzuras lo reclamara para desconsuelo de Farah. Una lágrima sin consuelo brotó de sus ojos dejándola ciega, como a Oduwá

Farah, el guitarrista y la ciencia ficción.

Se sintió muy mal al despertar aquel lunes. El recuerdo del fraude, llamado Riccardo, la acompañaba doquiera que fuese. La tarde anterior su fantasma flotaba a su alrededor mientras hacia un largo paseo con su loba Habiba. Llevaba en la memoria de su cuerpo el abrazo del guitarrista Róm que en la noche del sábado le agradeció así sus ganas de danzar, de estar viva en un plano muy alto de la felicidad. En silencio se midieron y se encontraron. Farah conversó mucho con sus amigos esa noche, y allá apareció «El Greco» con su cara de inverosimilitud y su parquedad oratoria. Ella le despachó, cortésmente pero sin ambages.

Recibió un mensaje en su teléfono móvil. Era de Riccardo, abortando la despedida que tendrían el próximo miércoles, antes de que él tomase su aeronave. Farah no supo que pensar, y reaccionó contándolo a todo el que quiso escucharlo, nerviosa.

Cuando pasó la noche, en la que echó mucho de menos a Riccardo al lado suyo en la cama, se puso al teclado y escribió un mensaje para él muy hiriente y dándole un adiós final, cosa que había hecho tantas veces antes…

Él le respondió que tenía ganas de verla aún, y ella dijo que debería ser él quién la llamase o buscase. Seguía muy triste y lloraba en la casa de su padre, empeorada la situación al su padre haber muerto, siete años antes. Haber hablado con su hermana no le ayudó en nada, todo se redujo a una conversación superficial, y a una marca de límites cuando hablaron de su hijo.

Se sentía sola, pero no en la soledad feliz que ella estaba acostumbrada a vivir. La falta del ser cálido, divertido y bellísimo que había compartido su lecho por más de diez días se había llevado su felicidad y su paz del espíritu. Ni siquiera el baño ritual para celebrar el cumpleaños de Muhammad, el Profeta, la calmó. Tampoco hicieron efecto en ella la liberación de Egipto y la incipiente revuelta en Argelia.

Necesitaba algo más. Más fuerte, bronco, que la devolviese a su cultura árabe y la salvase. Nacía en ella la idea, afirmada por Helena, su nueva amiga, de ser Cyborg. Mitad máquina, mitad mujer, mitad hombre y cruzar así el Atlántico a reunirse con los indios guaraníes, en Paraguay…

De como Farah abandona a su esposo para calzarse las ropas de amazona.

Él le había dicho que tenía cara de amargada en aquella foto. Le dolió por la inconsciencia del muchacho del amor de ovillo de hilo, al no poder ver en su cara, reflejada, la amargura de que él no estuviese a la altura de su amor. Ella calzaría las ropas de amazona para combatir la injusticia, aferrándose a Palas Atenea, y desenvainaría su espada a lomos de un caballo, mientras el viento agitaba el penacho negro de su casco. De nuevo puso su cuenta a cero, para comenzar a olvidar a aquel muchacho que la hería y la ignoraba, cosa que le dolía en lo más profundo de su corazón. Así mismo, con el corazón raído en jirones sanguinolentos, que jadeaban en el centro de su pecho, iría a Germania para reunirse con el hermoso leñador. Al fin un hombre a la altura de las circunstancias, capaz de criar ovejas, cortar troncos de árboles y cocinar con fervor femenino para agasajarla, sentada ella en la mesa, pensaba Farah. Se había ofrecido a pagar las monedas de oro para comprar su caballo a efectos del largo viaje. Se dispuso interiormente a prepararse contra aquella guerra sin descanso que volvería a ser su vida, tras aquella pequeña pausa de cuatro años que representaba aquel amor enredado y de mal gusto. Ella no había escatimado en aventuras sexuales aquí y allá, mientras Ulises andaba “haciendo el gilipollas”, en sus propias palabras. Se sentía pues muy satisfecha de si misma pero con el regusto amargo que le dejaba la poca importancia que le daba aquel hombre ovillo de hilo a su partida. Farah sabía, por ser loba vieja que sigue siempre un rastro, que él recordaría aquel momento y lamentaría no haberse dado cuenta, o fingirlo para no comprometerse, que es lo mismo.

Ella se despertó muy temprano ese día y se zambulló de cabeza en la voz grave de Cassia Eller que cantaba “quién sabe la vida es no soñar…”

 

Texto y foto originales de Farah Azcona, bajo licencia de «Creative Commons»