Farah, la carne urgente y la danza caníbal.

Continuaba Farah perseguida por el deseo, de la carne urgente, armada con su yelmo de Planeta Tierra, adornado con dos plumas de faisán.

Que si eres encantadora, que si me enseñas una foto tuya, que si mándamela, que si tienes cámara, que si vengo esta noche, que si vengo mañana… Y ya, llegado aquel punto le resultaba ridículo, a una verdadera antropófaga rebelde como ella, tanto canibalismo de Hiper-mercado.

Armada con ropas de Ogúm contempló la noche del Viernes en Babilón, en la que todo se compra y se vende, en la que si no bebes, fumas marihuana o tomas coca, o sabe Al-Láh que más tomarán, eres aburrida, anecdótica o cuando no, motivo de mofa y de chanza.


No deseó más palabrería sobre un sexo libidinoso, adornado con bonitas palabras, del que podía sostenerse en pie, o del de la mano al culo directamente, para no pensar, saturado de Hashísh, eso decían ellos ya que ella los veía fumar una mezcla de aglomerado de madera con peste a “Valvuline” de motor de motocicleta, y con un corte de heroína para tener un mínimo de efecto. 

Acostumbrada por su cultura beduina al olor del verdadero Hashísh, que daba náuseas a quién no gusta de él, sabía a la perfección que todo aquello era un soberano embuste. De Su Majestad allá por el Continente.

El nauseabundo olor  marihuana conmovió su cerebro, y bailó sin otra cosa que hacer, porque así mantenía lejos a aquella horda de desarrapados, tristes, humillados y en manos de cualquier cosa que ofreciera lo inmediato. 

Bailó en secreto la Danza Caníbal, en la que se decía desde tiempos remotos: “Mírame o te devoro” como los niños de la calle de Salvador da Bahía, con el cuerpo, la actitud y los movimientos, mezcla de danza egipcia, samba, jazz que se misturaban en un extraño cóctel globalizado, como Farah, Babilón y los Neo-caníbales inconscientes.

De Farah frente al muro de lo Oscuro.

Se enfrentó desde por la mañana, con el muro de la incomprensión, la usura, la mala gestión y la violencia. Era un muro, contra el que Farah solía chocar a menudo. Una mujer educada para vivir sola en el Reino de los Garamantes, una amazona, dispuesta a sacrificar uno de sus senos para afinar la puntería con el arco y la flecha.

No eran buenos tiempos para la Cortesía, aquella señora que su padre le mostró, al decir buenos días, buenas tardes, por favor…

Hoy todo se tomaba sin más, con frescura, sin modo, ni forma.

Sufría al verse imposibilitada de reunirse con su amado, allá por las montañas del norte, para ella inalcanzables en aquel momento.

Contemplaba todos los días aquel muro, lleno de verdín debido al frío y las lágrimas nocturnas del desierto y lo comparó con su aguerrido andar por la vida, sin miedo, a veces con extrema violencia, a veces con la sonrisa de una niña, aquella niña abandonada por el amor, que decidió no volverse a poner nunca más en las manos de aquella fantasía fraudulenta, con grandes costes para ella.

Se retiró a sus aposentos, encaló, lavó y perfumó, para que su espíritu estuviese a la altura del Yumuha, la reunión de los musulmanes, que celebraría en compañía de la Ciencia, pues no existe nada más grato a Al Láh que esto. Prescindió de toda compañía humana y se elevó en el estudio de la antropología femenina, intentando lograr entender por qué ella, era diferente.

De Farah, el amor, la decepción y el crimen.

Encendiendo un cigarrillo, recordó su amor de adolescencia. Cayó en los brazos de un vagabundo que la dejó esperando con dieciocho años, en un cruce de caminos, diciéndole que se encontrarían al anochecer, cuando él regresara con agua y provisiones. Nunca más volvió a verle…
El dolor se acumuló en su corazón de niña y entró en un huracán de desamor, que la enloqueció. Abandonada así, sin una palabra, ni siquiera te odio.
Siguió rodando por el desierto en brazos de la angustia, la decepción y el abandono, llena de amor y preocupada al mismo tiempo por la suerte del “desaparecido”. El huracán la llevó a un trance muy maléfico, atacada por todo tipo de Genios y malhechores, hasta que vestida con un caftán de algodón de rayas verdes y blancas, conoció a Sameer, un joven de otro campamento, que la enamoró con sus sueños de futuro. La embelesaba su conversación, de como quería marchar al extranjero a estudiar medicina…
Sameer fue a Europa, estudió y volvió, y ella radiante de felicidad, fue al campamento de su familia, para encontrarlo preparando su matrimonio, con una mujer fea, estúpida y rica. Huyó en lo más negro de la noche, y amarga, se destripó por el desierto, cayendo en manos de uno y otro, hasta la extenuación. Su familia, muy preocupada por su suerte, nada podía hacer por ella. No admitía consejos y escapaba siempre a lomos de su dromedario blanco, a todo galope. Recorrió todo el desierto, familiarizándose con la puesta de sol, para ella la muerte ansiada, ante tanta infelicidad.
A partir de ahí, rara vez confió en ningún humano, nunca más.
 Gustaba de ataviarse a la puesta de sol, y mirar como el disco se ponía, allá por Al-Magreb… Colocaba sus mejores joyas, vestidos y babuchas, para sumirse en el llanto, hasta que la saludaban las estrellas, y Al Láh le respondía con el signo de una estrella fugaz. Nunca se sintió sola, en compañía del Clemente, el Misericordioso, y sólo Él la consolaba, en su llanto sin final.
Cansó de esperar, y deseó abandonar para siempre aquellas tierras, cruzar el mar, como había hecho Sameer, ahora divorciado, con una hija y pobre como las ratas, además de ser un mediocre doctor en el que nadie confiaba. Abandonar para siempre el mar de arena de sus lágrimas, y deseó matar, asesinar. No podía quedar impune tanta maldad, gratuita, con una niña de apenas dieciocho años, a la que fracturaron el corazón, sin escayola posible.
Procuraba consolarse con Habiba, su fiel loba, Maïmouna su tortuga sabia, y seguir el rumbo de los cernícalos, ahora desaparecidos y sin marcarle el rumbo de su camino.
Debido a este suceso, fue a vivir en una casa muy grande de la ciudad, abandonando a su dromedario, en manos de su hermano más pequeño, para huir de la envidia. ¡Hasta sus cuentos habían despreciado los muy ingratos! Un criado del campamento había dicho: ¡No la escuchéis, sus cuentos son viejos y se repiten! Cuan abominable es la maldad del Ser.
Mudó todos sus planes, y su Qibla se volvió loca, en un torbellino que no podía parar de hacer girar su cabeza. Se sintió realmente enferma de desamor, consolada por su querida amiga Noor, que la había obsequiado con unos vestidos preciosos, animándola a emprender el viaje a través del mar.

Farah, el frío de la mañana y la soledad de la noche.

Despertó sola, aterida, en la tienda vacía. El muchacho-bonito, guerrero capaz, feliz al fin en su rostro. Había aparecido por sorpresa a su vida tres años después. El tiempo, en el desierto, es así pueden pasar diez años sin que no hayas hecho otra cosa que dar vueltas sobre y en ti misma, cabalgando mucho en el océano de dunas, interminable, dotado de vida propia. Los caminos desparecen, después de una fuerte noche de viento y tormenta desapacible. Y aparecen lugares y objetos que llevaban enterrados cientos, quizás miles de años, esperando a tu pie descalzo o a tu sandalia bordada.
Hablaron mucho y se sintieron los dos muy felices de reencontrarse, existía un invisible hilo de honestidad entre ellos que hacía que sus vidas hicieran círculos interminables, para acabar juntos de nuevo, esta vez hablando, desnudos en el lecho.
Volvieron a fingir que no deseaban ningún compromiso, odiando la soledad los dos, en silencio.
El debería volver a cabalgar hasta su destino a la mañana siguiente y ni siquiera pasaron la noche juntos, durmiendo abrazados al calor del hogar, desnudos, contemplándose, a su gusto.
Farah despertó aterida de frío en la gélida mañana del desierto, en el que llevaba casi una semana entera lloviendo. Sintió la soledad rasgar su día y deseó pasarlo entero soñando, durmiendo profundamente, por la soledad de la noche, que tanto mal hace al alma, y por la angustiante situación de haberse convertido en una especie de puerto de recalada de hombre solos, sin querer nada con nadie. Comenzó a pensar que debía levantar su tienda, lo cual lleva un tiempo, cargar todo a lomos de su camello, y emprender otra vez, el camino, acompañada de sus fieles animales que la hacían sentirse tan amada, que acabarían por convertirse en hijas de una madre más grande, gigante, como Tin-Hinan, para no sentirse solas…. ¡Ardua tarea la de las emociones humanas!


Fotografía Efrén Díaz Hernández.