Él le había dicho que tenía cara de amargada en aquella foto. Le dolió por la inconsciencia del muchacho del amor de ovillo de hilo, al no poder ver en su cara, reflejada, la amargura de que él no estuviese a la altura de su amor. Ella calzaría las ropas de amazona para combatir la injusticia, aferrándose a Palas Atenea, y desenvainaría su espada a lomos de un caballo, mientras el viento agitaba el penacho negro de su casco. De nuevo puso su cuenta a cero, para comenzar a olvidar a aquel muchacho que la hería y la ignoraba, cosa que le dolía en lo más profundo de su corazón. Así mismo, con el corazón raído en jirones sanguinolentos, que jadeaban en el centro de su pecho, iría a Germania para reunirse con el hermoso leñador. Al fin un hombre a la altura de las circunstancias, capaz de criar ovejas, cortar troncos de árboles y cocinar con fervor femenino para agasajarla, sentada ella en la mesa, pensaba Farah. Se había ofrecido a pagar las monedas de oro para comprar su caballo a efectos del largo viaje. Se dispuso interiormente a prepararse contra aquella guerra sin descanso que volvería a ser su vida, tras aquella pequeña pausa de cuatro años que representaba aquel amor enredado y de mal gusto. Ella no había escatimado en aventuras sexuales aquí y allá, mientras Ulises andaba “haciendo el gilipollas”, en sus propias palabras. Se sentía pues muy satisfecha de si misma pero con el regusto amargo que le dejaba la poca importancia que le daba aquel hombre ovillo de hilo a su partida. Farah sabía, por ser loba vieja que sigue siempre un rastro, que él recordaría aquel momento y lamentaría no haberse dado cuenta, o fingirlo para no comprometerse, que es lo mismo.
Ella se despertó muy temprano ese día y se zambulló de cabeza en la voz grave de Cassia Eller que cantaba “quién sabe la vida es no soñar…”
Texto y foto originales de Farah Azcona, bajo licencia de «Creative Commons»