Se sintió insultada, en su alma de noble guerrera, por la cobardía de vivir sin honor.
Emplumó sus orejas, a la manera Guaraní, tatuó su barbilla, según la tradición Touareg, y se dispuso a despedazar la cobardía con sus propios dientes, si
fuese necesario.
Un animal salvaje, desconocido, furioso, brotó de lo más hondo de su ser, ante la deshonra continuada. Añoró sus tierras, “las tierras malas”, que nadie quiso, y que ella amaba con pasión.
El recuerdo de aquella tierra roja, venturosa y feliz que le había devuelto la felicidad y la fiereza, la acarició. Pensaba que ya todo estaba perdido, cuando llegó
allí, de la mano de su compañero, de mil lágrimas derramadas, melancólicos los dos por un mundo que ya no existía.
Deseó volver a recorrer aquellos páramos que la hicieron feliz. Aquel desierto amado, arenoso en los Jables, y pedregoso en la Hamada. Su mente tenía
grabada cada cima de cada montaña, cada sendero, cada gavia.
Sin amor, sólo deseaba ser mecida por el rumor del mar y la música del viento. Caminaría sin descanso, para siempre, en un eterno peregrinar. Como golondrina de
África, volaría de nuevo a aquellas tierras, jamás abandonadas, sólo por un instante, el mismo instante en que fue desafiada, de manera brutal. Se juró no soportar más aquel despropósito de ignorancia, y tornó a ser salvaje, nómada mezcla de navegantes portugueses, cristianos nuevos del Reino de Navarra.
Su sangre africana se mezcló con sus orejas emplumadas, a la moda guaraní, tupí, y emprendió el camino para no regresar jamás.