Ella, los hermanos y las calles.

Solía caminar sola, de noche, ansiando encontrar alguna cosa olvidada.
 Caminó de madrugada en ciudades diferentes, distintos continentes. 
Lenguas extranjeras, gentes coloridas, grisáceos rostros europeos. Hábitos norteafricanos, café con leche francés, te londinense. Cigarrillos italianos, bebidas francesas. Radios en todas las lenguas, la acompañaron en su periplo. Músicas, hoy pasadas de moda, habían alegrado su vida pretérita.

Conocer a los hermanos le devolvió el amor por lo nuevo, lo raro, lo extranjero. Hombres agradables, afables en el trato, cosa difícil por aquellos pagos. Sus sonrisas y rostros eran diferentes. Uno encantador y seductor, el otro tierno, infantil y melancólico. El vapor del narguile de uno de ellos animaba la conversación que iba de lo erudito a lo irrisorio, en un brillante ejercicio mental que les vino bien a los tres. 
Uno de los hermanos preguntó si era Filóloga. Ella respondió que gitana, escondiendo su Filoxénia griega, su amor por lo novedoso, sin importarle de donde viniese.

Recordó, más tarde, insomne en su lecho, el amor de horas antes. Cuatro horas de felicidad la había situado en su vértice, de nuevo. Y añoró sus calles.

Calles brasileñas, londinenses, parisinas y romanas. Calles majoreras y grancanarias. Palmeras, gomeras y herreñas.Calles de Arrecife de Lanzarote, Olinda Pernambuco. Barcelona, Madrid Guipúzcoa y Córdoba. Málaga, Algeciras. Tánger y Agadir.

Siempre, el eterno martilleo de sus tacones, incansables, a la saga de su instinto, esta vez con zapatos de madera, con sonido de leño musical, uñas de los pies con esmalte rosa, recorriendo las calles.