Farah, clones y subclones

Amanecía en la ciudad perfumada con olor a basura radioactiva, mientras una mujer tosía corriendo en dirección a la panadería. 

Tres clones uniformados con gafas falsificadas en China se dirigían a sus puestos de trabajo, sin toser, ya que ellos habían sido tratados con el gas experimental “Presidente Kennedy”.
 Debían apresurarse a ganar el ajuste antes de la próxima “Gran Crisis Económica” anunciada para las 3. 45 de ese día. 

Tres ancianas humanas se disponían a hacer su caminata mañanera, aderezadas con sus máscaras anti-gas de la Seguridad Social y paraguas chinos, para la lluvia de nucleones que esparcían un brillo extraño en la mirada a quién los recibiese. Un coche carísimo pasó por la calle llevando a un dirigente de la clase política de los Herederos a su puesto en el Politburó.

Farah enfundó sus manos en la bata de levantar de pajaritos y apuró una bocanada de humo de su cigarrillo de vitaminas para sentir la vida entrando en sus pulmones. Miró desde la ventana el cuadro fantasmagórico que ofrecía la ciudad sin sol, invadida por fin la atmósfera de gases pestilentes, proporcionados por el presidente a cambio de unas ingentes comisiones.

 Pensó en la imposibilidad de su relación con aquel clon de gafas Dolce&Gabbana que no ganaba ni para comprarle su dosis de cigarrillos vitamínicos, y apartó una nube de moscas que aparecieron zumbando en busca de un poblado marginal. 

Recordó a la Reina hablando en la televisión, hacía mucho tiempo, peinada con mucha laca, de la gran plaga que les azotaría…”Un mundo lleno de tos y malos olores…” había predicho ella, mientras los hombres reían ante la ocurrencia, repetida antes de las noticias deportivas. 

La Reina había sido depuesta por el presidente, el del bigote ralo y melenita, sí aquel de los abdominales fuertes, antes de establecer la esclavitud de los clones y la imposibilidad de relacionarse libremente con los humanos. 

Todos aquellos muchachos y muchachas de nombres inciertos como Vanesa o Jonathan, condenados a ser tratados con el gas directamente en sus pulmones, simplemente por el producto interior bruto y la “salvación del país”.

Hubo una frontera donde antes no había existido más que incomprensión simple y una diferencia de clase social. También estas habían sido abolidas por el presidente declarándose la separación definitiva entre humanos y clones.

Farah se dispuso a enfundarse su traje de funcionaria, obligada a usarlo desde que había sido condenada a trabajos forzados, por haberse manifestado a favor de que los clones pudieran estudiar la ESO, y cumplir su interminable jornada en el vertedero infecto en el que vivían y trabajaban los semi-clones, traídos a la fuerza en unos barquichuelos a través del océano.

La suerte de estos era aún más aciaga; incluso prohibidos de hablar con los clones nacionales… Su vida ahora se limitaba a observar las condiciones de vida de los extranjeros que poblaban el vertedero, en régimen de alquiler, suministrando datos a la investigación que el Parlamento había ordenado realizar ante el ingente despilfarro de fondos para dotar a las barcazas, que les traían de Pánica, de agua y un poco de sombra para soportar los 30 días de navegación atlántica con olas de más de 6 metros de altura.


Debía darse prisa o llegaría otra vez tarde, por haberse quedado hasta altas horas hablando, y besándose, con aquel clon tan mágico que le traía añoranzas de sus veinte años.

 Había decidido no seguir adelante con aquella relación, no quería aumentar su condena si la descubrían nuevamente luchando por franquear aquella barrera impuesta entre humanos y semi-humanos. 

Lo que la había decidido a romper aquella bonita historia de amor era la mirada brillante del muchacho al retirar sus gafas falsificadas. Brillaba con el brillo de quién no usa paraguas para protegerse de los nucleones y, eso, no podía superarlo. Estaba en contra de sus ideales y principios más íntimos, aunque hubiera luchado porque tuvieran el bachillerato… 

Además -pensó para si misma- ¿que encanto podía tener un hombre que no tose?