Farah pensó que deseaba desembarazarse de aquel pretendido amor de pelele. Ella dependía del estado de ánimo de él y a su vez, él dependía de las ganas y el dinero necesario para acceder a la marihuana. Cuando el dinero no se lo daba su mamá o su trabajo, se enfadaba, sabiendo el rechazo frontal que ella sentía por las dependencias de cualquier tipo.
Poco a poco se enredaban en aquella tela de araña viciosa, que se les escapaba de las manos hasta que ella le insultaba, él se ofendía y ella quedaba triste solitaria y llorando a solas con sirenas, ondinas y salamandras.
La reciente partida de Ricc había sido un golpe bajo para ella. Esperaba que se quedase con ella a la hora de presentar su difícil trabajo, ni siquiera como consorte, más bien como asidero en las noches de risas y abrazos que ambos adoraban.
Se sintió traicionada y cada vez más se le quitaban las ganas de seguir envolviéndose en aquella historia unidireccional, cuyos ideales eran la dependencia y el “pelelismo”.
Pensó en el cuadro de Francisco de Goya, en el que una turba festiva, femenina, zarandea a un muchacho llamado El Pelele sobre una manta. También se le da el nombre de “mantear”, y sintió como los brazos juguetones de dios se entretenían en zarandear a los dos peleles, Farah y Ricc, en la manta del universo, convertida para gloria de Al Láh en tela de araña emponzoñada.
Farah habló a Al Láh. Pidió consejo, en un mundo en el que su verdadero sostén, su padre, ya no estaba. Seguramente estaría sentado a la derecha del Trono, agarrando, con sus manos preciosas, el otro lado de la manta, deseando que Farah cayese, pues él mejor que nadie, sabía cuan alto se remontaba Farah, su niña vestida de negro, después de cualquier caída…