
Asomada a la terraza, Farah contempló el filo de la noche, que cortaba la silueta de las montañas con un cuchillo negro. Drogada por la voz de Fayrouz
para escapar de la tristeza, cayó de lleno en el abismo de la amargura, y pensó.
Pensaba que su vida se había puesto al mismo borde de la noche desde que era una niña, huyendo de casa, siendo una niña politizada y rebelde donde las hubiera, y que por eso, ahora sentía como el filo del cuchillo de la noche cortaba su corazón en pequeños pedazos delimitados por la sombra. La sombra, acariciada sin saberlo, que era su misma sangre derramada aquí y allá, por arbitrarios mamarrachos que la habían despojado casi por entero de su alegría en los últimos meses.
Deseó armarse, como beduina que era, y recoger el manto de su abuela, como decía Mahmud Darwish
el poeta palestino, lleno de telas de araña, tejida por siglos de opresión, sangre y muerte. Amó como sólo saben hacerlo las beduinas, con una fiereza rayana en la locura y ahora se encontraba estafada, sola, con la única compañía de lobos y cernícalos.
Debería abandonar, una vez más, el sendero conocido, que se borraba entre la arena del desierto urbano, y no volver a visitar nunca más los lugares en los que había acuchillado su amor, perpetrando la masacre que ahora asolaba su corazón, en compañía de su amado, sola, sin el calor de su abrazo en las noches heladas del desierto.
Pensó en el lunes siguiente, en el corre-corre del precio del petróleo, la ira desatada en falsos musulmanes por los mercados financieros, para reflotarse, colonizándolos, caricaturas de árabe, obsesionados por ser como América.
¿Dónde huiría? ¿Dónde podría recomponer los pedazos en sombra de su corazón ensangrentado? ¿Dónde su nacionalidad, su manto raído por las humillaciones que habían sufrido las mujeres desde los tiempos de su abuela por amor?
Se preguntó con odio dónde había nacido el tal amor que era como la democracia, y como la ogresa magrebí Haguza
, “todo el mundo habla de ello, pero nadie sabe quien es…”
Enjugó un torrente de lágrimas y se felicitó por ser sensible, amar y ser beduina, en el fondo una mujer que no necesita a casi nadie, que puede cambiarlo casi todo por la arena, unos trapos raídos y una banda de lobos y cernícalos. Allá marcharía Farah, paseando su sombra, que oscurecería toda la luz del planeta por preguntona, rebelde y apasionada, enfilando un nuevo sendero, conocido solo por ella, guiada por las patas de la loba Habiba y por la vista y las alas de todos los cernícalos del mundo.
Texto y fotografía originales de Jesús Azcona Cubas.