LA LUZ DE VENUS


Despertó a un día que aún era noche, viendo como, lentamente la claridad se abría paso ayudada por la luz de Venus, radiante y clara. El desconcierto de la injusticia con el que había soñado no la abandonaba. En su sueño todos la acusaban, pero eran los acusados quienes la habían denunciado, como le informó una bella policía, no menos cruel por su belleza, hacia el final de su viaje onírico. Con voz eficiente y de autosuficiencia le dijo que a la única persona que habrían de juzgar, vistas las declaraciones de los demás, era a ella, y que después podría marcharse. Se sintió como en una cualquiera de las dictaduras que habían acompañado su infancia, en manos de unos verdugos, que lo eran por snobismo y ansia de poder, que para ella serían las personas más inferiores del país. Siempre pasaba esto, los menos cualificados se convierten en custodios de gente que se expresa claramente, que dice lo que siente sin miedo a las consecuencias.
Decidió servirse un café en su taza favorita, de color rojo vino, para alejar así el conjuro de los agentes del Estado que la habían detenido por estar en contra de aquella mujer, estúpida, con una forma de vida engreída que ella conocía muy bien. Las diferenciaba el solo hecho de que Farah había sabido conmoverse y restar viva en aquel maremagnum de árboles resecos y retorcidos.
Decidió hablar mal de ella y ponerse en su contra por esto: su incapacidad de evolucionar y su prepotencia ante los demás. El simple pensamiento la llevaría a juicio y ella se acusó de querer decidir las vidas ajenas, sin revólveres ni secuestros, con el arma de la palabra. Jamás habrían sospechado del poder de las palabras de Farah si no hubiesen conocido su contundencia, su capacidad de llegar a todo el mundo y su facilidad para encontrar las justas, las que describieran mejor la situación. Había sido educada en una gran majestad, obsesión de su padre que le había traído más de un conflicto, al chocar de frente con la autoridad, sea cual fuere en aquel momento
Lo súbito de su despertar, a la noche que quería ser día, le daba una sensación clandestina, de soledad amarga e incomprendida y recordó el edificio de su pesadilla, descarnado y envejecido. Una planta tras otra iba descendiendo vertiginosamente por aquellos pisos deprimentes, habitados por gentes grises que vivían con miedo del poder arbitrario que gobernaba todo el país. Observó que los pisos habían sido marcados con carteles escritos a mano, burdas escrituras para burdos investigadores, incapaces de seguir el olfato más humano y señalar a quién lo merece, como si se tratase de un tosco juego infantil, convertido en cruel al ser jugado por adultos. Pensó en las noches que le esperaban en la celda a la espera de ser juzgada y decidió despertarse, corriendo hacia su amada terraza para contemplar el espectáculo luminoso de Venus y comprender físicamente que todo había sido un mal sueño. Comprendió entonces que habría gente que no podría despertar y que su pesadilla era el destino irremediable de muchas, muchas personas en aquel momento.

De Farah, las máquinas y hélices


Ensombrecida, bajó el rostro y pensó en la tristeza que la invadía hacía días. Días en los que al fin pudo llorar, pensando que resultaba cierto que, a veces, hay cosas irrecuperables. Una vida llena de tumultos, risas nerviosas y muchos, quizás demasiados, tropiezos. Pensó que en algunos momentos, los tropezones la habían hecho palidecer del susto y se confortó al oír una querida voz interior que le decía “Calma querida Farah, otro en tu lugar no sé como habría reaccionado…”
Deseó de nuevo cambiar de país, de idioma, de olor, pero ya sabía que eso resultaba imposible. Un triste ombligo la ataba a una vida pequeña, limitada y por fin, humana. Celebraba con aquella melancolía haber dejado de ser inmortal, haberse transformado y dejar de ser infinita. Había dejado de ser la heroína de su antigua novela, para llorar como humana lo que no había sabido batallar como máquina.
Las máquinas se reproducen, se casan, tienen pisitos hipotecados, viajan con sus esposas funcionarias a lugares exóticos, soñando que no son turistas en un mundo mecánico que lo devora todo. El cielo sabía que ella había intentado ser una máquina más, pero tristemente jamás lo había logrado. Se sentía, ahora, sombría, conmovida e incapaz de hablar normalmente con nadie que no fuese de su intimidad, y pensó que era una víctima del conflicto bélico entre las máquinas y los humanos.
Sin el menor atisbo de autocompasión lió un cigarrillo sin aditivos y esperó la lluvia anunciada. Amable compañera, llena de gotas, de lágrimas por los olvidados en la voraz rueda hegeliana que lo muele todo. Observó con atención el paisaje que se dibujaba en el interior de su cabeza: un desierto surcado por hélices eólicas gigantescas, y pensó en el futuro con terror. Un terror sordo del que sentirían envidia las víctimas de un holocausto nuclear. Ni las bombas más dañinas podrían significar nada al lado de aquella rueda que todo lo muele, que todo lo absorbe y lo vomita convertido en un producto perfecto, automático, sin vida.
Recordó a Ana Karennina y deseó que existiera un amor así, capaz de arrastrarla al abismo. Un sentimiento brutal, que eliminara de un solo golpe todos los pisitos y viajes conyugales al exilio del amor. Pensó en su baño caliente y se dispuso a él, taciturna, cabizbaja y ensombrecida, tal y como andaba en aquellos días de Agosto.

LA SOMBRA


Una sombra la acompañaba siempre. Lo percibió en la cueva de su amiga, mientras comían y bebían vino hasta que oscureció. La penumbra de la noche recién nacida descubrió que una sombra rondaba a Farah. Bajando desde la cueva hasta el camino que le llevaría al pueblo cercano escuchó crujir un búho y sintió que aquella sombra resultaba ensordecedora, como un grito en la noche.
Más tarde fue descubriendo toda la violencia que acompañaba aquella oscuridad que se había desplegado en su vida sin apenas ser percibida, sin anunciarse y sin grandes rumores. Una violencia que llega desde la infancia, cuando tienes miedo a la mismísima oscuridad y nadie hace nada por alejarla. Se explicaba ahora su amor por la luz tenue de una vela que acompañaba sus noches desde la soledad de la cocina. Una pequeña llama parpadeando como un ojo que vigilaba su sueño, cuando nadie lo hacía. Creía no haber necesitado jamás semejante compañía ella que se creía tan valiente, que había desafiado a la vida en multitud de ocasiones.
Lo mismo había surcado el océano en la sola compañía de su amor, que se había aventurado en agrestes campos poblados por víboras ponzoñosas, sin jamás percibir la sombra del miedo. Se sentía, llegada aquella hora, tan surcada por la violencia de la vida que una muesca, como lo rayado de un disco de vinilo, atravesaba su vida de norte a sur. Nunca sería la misma desde aquella noche, que llegó por sorpresa a la caverna, arrebatando la dulce compañía del vino y la amistad, sometiéndola al grito desgarrado de una lechuza nocturna, para siempre, sin remedio.
Violencia de haber enloquecido de amor hasta no saber quién era. De dejarse arrastrar en noches desenfrenadas de alcohol y fumando sus eternos porros de aromático hashish, que enturbiaban su cabeza hasta el punto de dormirse en cualquier rincón, sin saber ni siquiera dónde estaba, hasta despertar, unas veces en su cama y otras en una cama ajena, sin reconocer la compañía que dormitaba a su lado.
Fue así como llegó a entregarse al ritmo violento de la vida, sin siquiera percibirlo. Observó que lo violento acompañaba su cuerpo frágil desde la infancia y recordó el crujido de la coruja como si la acompañase desde hacía siglos.
Deseaba concentrar en aquel grito de ave nocturna todo el mal que había recibido, de un lado y de otro, del bien y del mal, para sumirla en lo sombrío en lo que ahora se adentraba, como antes lo había hecho en el océano, de olas fuertes como el abrazo masculino.
Percibió como la sombra la había reducido a un ser taciturno, solitario y poco comunicativo. Andaba a trompicones entre la maleza humana, agarrándose a cualquier flor que encontrara en su camino, como si le fuera la vida en ello. Recordó los golpes en su cara, que habían dolido anunciando la desaparición de su padre. Un fuerte golpe en su oído hizo brotar la sangre de su interior, dejando a Farah aturdida y sin sentido en el suelo de aquel bar estúpido. La maldad la había golpeado para devolverla a la realidad del mundo, uno en el que la mano cálida de su padre no la guiaría más hacia las alturas.
Escuchó la increíble voz de Fayruz que ahora sabía, leyendo el dulce cuento de Darina, había adornado lo más violento de la guerra del Líbano. Comprendió entonces por que se sentía bien en compañía de la dulce voz que cantaba en árabe. Anunciaba la sombra de la violencia oculta en lo interior de su corazón, pregonando a los cuatro vientos poemas de amor desesperados, incomprensibles para todos los que no hubieron vivido una violencia tal, capaz de ensombrecer el corazón del más valiente guerrero.

Farah ensimismada

 

El sabor del mar le devolvió a la realidad con una ola acariciando su cara. Tenía facilidad para ensimismarse, desde niña, lo que le había traído muchos disgustos a su vida. El olor a algas y piedras del fondo marino la consolaron de aquel encuentro matinal que la había puesto de mal humor.

Sintió vergüenza ajena cuando la encargada del supermercado le dijo a aquel muchacho que abriera la mochila nada más entrar. Aquello era en lo que se había convertido su amor de juventud: un remedo de hombre que robaba tomate frito para cambiar por droga. Así quiso adornar ella el brote de animalidad que sintió en aquel muchacho acorralado por la vida, que no había tenido la fortuna que Farah tenía, al enfadarse constantemente consigo misma por casi cualquier cosa. Seguramente ella, ensimismada en la similitud de las estanterías llenas de productos en casi cualquier país del mundo, no había percibido que el chico entraba.

El rehuyó su mirada desde que la atisbó a lo lejos y se escurrió en la primera esquina evitando el encuentro. Ella entró malhumorada, porque él era la prueba de los pensamientos que rondaban su cabeza en esos días.

¿Dónde estaban aquellos que habían dicho amarla tanto? ¿Dónde habrían quedado aquellas horas de abrazos íntimos y alborozado placer de estar vivos?

No pudo más que esbozar una sonrisa imperceptible, más bien hecha hacia su interior, que le dio ánimos para enfrascarse en una compra de la que olvidaría lo más urgente como habitualmente hacía.

El ensimismamiento le hacía perder horas y horas en agradable compañía de si misma, en la que no escatimaba esfuerzos para intentar explicarse casi todo lo que veía, pero aquello la superó.

La conexión entre la huida enrarecida del muchacho, registrada su bolsa de tristes recuerdos, vacía, y sus pensamientos de todos aquellos días pasados la puso de mal humor. No dejaba de sentir el fraude que representa vivir en las condiciones que marca el status, la posición económica y la desgracia que esto representa para miles de humanos a diario.

Se sintió afortunada en las migajas de su vida, que le permitía ir a comprar en vez de sustraer, y que igualmente la habían hecho aparecer como sospechosa en el mismo supermercado, días atrás, ante un guarda de seguridad que al responder a su saludo confiado le recordó que la norma (para gente sospechosa como ella) era guardar la bolsa en la taquilla. Indignada salió sin comprar nada.

Pensó en la similitud entre la situación del muchacho y la suya propia, separadas por un delgado hilo ensimismado de dignidad, que solo ella percibía, ¿o también él cuando bajaba la vista ante su encuentro con Farah?

Ella había pensado muchísimo en este hombre años atrás, en cuanto le había decepcionado y las ilusiones estúpidas que un día llegó a tener por él y su torpe clase de amor. Años de pensar en él, en silencio sin una respuesta hasta que el tiempo lo trajo de nuevo a su playa, y pudo darse cuenta de lo absurdo de su ilusión por un hombre tan cobarde, tan infantil que ni podía comprometerse consigo mismo.
Después de dos breves encuentros más, su relación quedó totalmente resquebrajada, hasta el punto de tropezarse en el tren meses atrás, cruzar una breve mirada y ser condenado por ella al ángulo muerto de su ojo. Sintió que los dos murieron en aquel fugaz encuentro de sus ojos, buscados con ansia por ella en un beso del pasado.

Ninguno de los dos sería el mismo después de negarse nuevamente el uno al otro, por imposibles. Él emprendió su caída en el abismo, y ella su veloz ascenso a las cumbres del ensimismamiento que da la dignidad de hacerse mayor.

 

Fotografía original de la autora, «Escalera interior del Edificio de Bellas Artes», Gran Vía-Madrid. Arquitecto Antonio Palacios.