Se sintió “bloque”, dirigiéndose desde el bloque de apartamentos en el que vive, hasta el bloque en el que vive su madre. A diario, monótonamente, cotidiana desidia.
Intentó empeorarlo viendo una película de Ferzan Ospetek, dramático en grado sumo, para llorar.
Imágenes de mujeres ucranianas bombardeadas. Pensó en ella misma y su madre cuidando de su padre con Alzheimer, diez años atrás, durante la Invasión de Irak. Pensó en lo desvalidas que se sintieron las dos pensando que podían ser ellas dos con su padre, en medio de aquel bombardeo interminable con misiles repletos de uranio empobrecido.
Volvía a sentirse así con las mujeres de Ucrania clavadas en su retina, muy adentro de su cerebro.
Pensó en los ancianos, niñas y mujeres, jóvenes y viejas. Atrapadas en medio del bombardeo, sin luz, agua ni comida.
Se sintió afortunada en su vida. Un amor pendenciero, un amor romántico-proletario-comunista. Un amor depravado plagado de juguetes sexuales.
El asesinato de Mohammed Lamin Haidala, hermano, en Layoune. Sáhara lleno de sangre. Tortura y sufrimiento.
Su ascensor, en su bloque sube lento, baja más lento aún. En el bloque de su madre sube veloz, baja más veloz. De un bloque lento a un bloque veloz. De un amor bloque a un amor silencioso y doloroso.
Fingió que nada le dolía, para poder llorar, por una muerte ficticia, cinematográfica.
No asistió a la muerte de ninguna de sus amistades. Tampoco a la de su propio hermano o su amado padre. El terror le hacía huir de la muerte, a seis mil trescientos veinte kilómetros por hora.
Recordó su cuerpo tirado en aquella cama de hospital y como sintió sueño. Más tarde le explicaron que “eso era morirse”. Diabólico hospital repleto de gente maligna. Tubos, aparatos, agujas y dolor. Tanto dolor que nunca había dicho nada hasta hoy. Terror de perder la capacidad de decidir por sí misma.
Y pensó en el cyber-amor-lejano, que tanto daño le hacía… Mientras se sentía aliviada por las lágrimas