Decisiones, gravedad y peso.

El rapapolvo que se había llevado de su madre por publicar la vida de su Tía y de su Bisabuela, que ni siquiera pertenecían a su linaje, por mucho que las conociera, la incitó a sospechar en la influencia en la opinión de su madre, de alguien próximo, que no tenía por que leer algo si no le apetecía.
Le molestó gravemente la intromisión en su literatura, con mayúscula, de prejuicios conservadores que no creía capaces de valorar tamaña obra, y se sintió halagada por el amor incondicional de su loba que se subió con ella al sofá y la besó con cariño, como una hija besa a su madre.
A veces el exceso de celo en el amor de una madre por una hija hace que, éstas se confundan a la hora de tomar decisiones, y escojan el rumbo equivocado.
Ella no se sentía equivocada en nada pues desde que fue púber decidió no tener hijos cosa que la alegraba profundamente, ya que había sido una decisión libre.
Andando los años tuvo que criar muchos hijos de madres en apuros o simplemente irresponsables y no echó en falta no tener hijos propios.
Amaba contemplar una amapola gigante y el aroma del patchouly, cosa extraña en aquella época, que llevaba toda la tarde observando en los anuncios de la televisión, con fruición de socióloga, describiendo problemas y sin tener la obligación de resolverlos. Los niños presumían en los anuncios comerciales de tener mucho que enseñarles a los mayores, de sentirse libres a la hora de tomar decisiones sin haber alcanzado la pubertad, de una independencia falsa que les daba el Capitalismo, en nombre del consumo y de la producción industrial de masas.
 Se le quitó un gran peso de encima, y atesoró con cariño los buenos momentos vividos al lado de sus amantes, a la manera de su tía, reconociéndose en ella, y en su abuela, comadrona de profesión en unos tiempos en los que no existían los antibióticos, ni la penicilina y en los que no había tiempo para prestarle a los psicóticos.
Se sintió aliviada al saberse fuera de la sociedad de clases, descrita por Marx hasta la saciedad, y se alegró, al reconocerse en sub-clase, según los Neo-marxistas. Era tan pobre y estaba tan apartada del pastel económico, que ni siquiera formaba parte de una clase, y por tanto quedaba fuera de la Lucha.

Del corazón de piedra y de la avioneta al desierto.

Andaba animada, haciendo planes, hasta que se topó con el colmo de su desgracia. Deseaba ir sola, en una avioneta al Sáhara y quedarse allí una semana, para poder pensar con claridad, en todas las decisiones que la habían tomado al asalto desde el pasado febrero, obligándola a actuar, a poner un parche aquí, coser con sutura allá.
No se sentía víctima para nada, e incomprendida tampoco, solo deseó que su corazón se convirtiera en piedra. Deseó alejarse de sus amigos, de su familia, y pasó quince días sola, encerrada en su casa, con la única compañía de la red, que a veces la saturaba, y de su loba fiel, pues los cernícalos aprovechaban el buen tiempo para anidar.
No podía evitar sentir aquel dolor tan grande que le partía el corazón en mil pedazos, hasta que se le quedó hecho una piedra de hielo.
Deseaba estar viva y desear, también sentir, pero pensó si le compensaba todo aquel maltrato, que ella misma permitía y buscaba.
Colocó henna en su cabello, cuerpo y manos, preparándose para el final de Ramadán y pensó, con quién podría compartir la fiesta del Aïd-Al- Kabir. Llegó a la conclusión de que la pasaría sola, como siempre, y asumió para siempre lo que pensó una vez en Alagoas-Brasil: “demasiado puta para las putas, y demasiada señora para las señoras”.
A partir de ahí, deseó estar sola para siempre, evitar cualquier tipo de compañía, e incluso retirarse de su propia familia.
Se topó de repente con un dolor espantoso que no quería compartir con nadie y que sólo deseaba conservar con ella, para saber para siempre lo malvada que es la Humanidad, y la Vida en cualquiera de sus aspectos.

Los vampiros malolientes, que deseaban aumentar su sufrimiento.

Una noche escuchó una conversación entre un hombre y una mujer, y el hombre le pareció muy atractivo, casi magnético.
No pudo evitar entrometerse en el debate, que versaba sobre la salud, dadas las miradas que el hombre le lanzaba, llenas de fuego, y dijo: “Hay que saber leer entre líneas”, sólo eso, eliminando de un plumazo a la interlocutora del hombre.
Pasaron los días, y lo volvió a encontrar, como por casualidad, más tarde supo que no era así y que todo pertenecía a un plan urdido por el hombre, al que al final de la noche eterna descubrió como un joven, envejecido y maloliente.
Cuando la tuvo desnuda y rendida a su masculinidad, le sacó un contrato de teléfono, y ella se desilusionó de tal manera, que vino a llorar una semana después. 
Fingió no darse cuenta de que estaba siendo utilizada por un mentiroso compulsivo, que sólo hablaba de filósofos misóginos europeos, y ella, en contrapartida y para zanjar tal despliegue falso de intelectualidad, le dijo que sólo le interesaban los clásicos rusos, como Pushkin, Tólstoi y toda la miríada de buenas obras que su familia había puesto a su alcance, mientras era una niña.
Había sido educada como una niña pesimista, una buena rusa, que seguía al dedillo el refrán soviético, que decía que “un pesimista es un hombre bien informado”.
Pasaron los días y él continuaba mintiéndole, y diciéndole que deseaba volver a encontrarse con ella en la intimidad, pero esto era ya imposible, por la trama descubierta entre brumas de endorfinas, que nublaban su mente al entregarse a aquel amante, lujurioso y desesperado.
Al final ella armó una verdadera estrategia de contra-choque digna de Josef Stalin, y desarmó todo lo pactado con respecto al contrato supuesto, diciéndole a él que confiaba en él al 3500%…
El vampiro abandonó su casa a la una de la madrugada diciéndole que “tenía que trabajar….”
Lloró a la mañana siguiente, por no poder abandonar su estrategia bélica, y tener que continuar siendo desconfiada y maligna, cosa que aborrecía.
El vampiro maloliente, tuvo la osadía de llamarla, para decirle una serie de excusas balbuceantes, que ella no se tragó, Le hizo probar de su propia medicina y añadió a la conversación, para finalizarla: “ no me llames más, por favor”…

De la Justicia y la conturbación.


Tuve una tía, que ya ha muerto, que en su juventud fue llamada puta, allá por los años 40, cogió un adoquín de la calle y le sacó un ojo al tipo que se lo había dicho. He llegado a la conclusión, hablando con mi madre de que soy idéntica a ella, salvaje, indómita pero sobre todo LIBRE.
Fue condenada a un año de cárcel franquista, una mujer, por sacarle el ojo a aquel hombre podrido y cobarde, y lo cumplió.
Pasaron los años, y fue denunciada por abortista, en una época en la que los anticonceptivos estaban prohibidos, y hallados en su casa los instrumentos para realizar aquellas prácticas “ilegales”. De nuevo fue condenada y pasó de nuevo un tiempo en la cárcel.
Jamás la vi dudar de su libertad y tenía un amante, al que llamábamos en mi familia “Landrú”, pues tenía un mostacho de gitano e iba lleno de joyas. Fue la pareja más estable que tuvo, pero él era casado y así vivieron su vida. Recuerdo que el amante de mi tía tenía una moto muy bonita, y que me sonreía con sinceridad, pues veía en mi inocencia al escucharle un verdadero interés por sus palabras, sin juicios, tendría yo unos nueve o diez años. Recuerdo haberle preguntado por una extraña moneda que llevaba colgada al cuello y me explicó que era una ficha de un casino de Niza, metálica y que su valor era muy alto.
Jamás vi a mi tía afectada por los sucesos violentos que la obligaron a defender su independencia y pasar esta vida tan azarosa, nunca se conturbó, pues sabía que la verdadera Justicia, la de la libertad y la solidaridad, estaba de su lado y fue feliz.
Cuando murió, su casa, para mi era un misterio, y heredé el San Antonio de Padova que habían traído mis abuelas de Madeira, al emigrar y establecerse en mi ciudad. También una silla en forma de camello, que su hermano trajo de El Cairo, y en la que me gustaba sentarme cuando era niña e iba a visitarla.
Ella fue mala con su madre, le robó dinero, y escapó con ese capital a Barcelona a vivir la vida, mientras su hermano agonizaba en un hospital de tuberculosis, Su abuela Carolina fue partera allá por el principio del siglo XX y asistía los partos a lomos de un burro para trasladarse a un lugar al que hoy se llega en automóvil en diez minutos. He conocido a mujeres de cerca de ochenta años que me han dicho que mi bisabuela portuguesa las trajo al mundo y me siento orgullosa de venir de esa estirpe de mujeres libres solidarias y llanas. Mi bisabuela se negó siempre a hablar español y siempre hablaba portugués, como si todo el mundo la entendiese. Yo y mi sobrino mayor somos los únicos que hablamos esa lengua hoy día…

De los sueños, el mal humor y la tristeza.

Escuchaba el Taqsim Bayati mientras pensaba en el extraño día que le había tocado vivir.
Había soñado con un hombre árabe y estaban los dos en una ciudad de Marruecos, probablemente Agadir, y hablaban y caminaban. La situación era de una familiaridad rayana al matrimonio, y se sintió muy bien a su lado. Era un hombre más bajo que ella de estatura, con una voz grave que le hablaba en idioma Chlou, Vestido con aquellos pantalones clásicos que tanto le gustaban a los hombres árabes y camisa de botones. Ella caminaba a su lado y sintió la felicidad presente, Se había dormido comiendo almendras tostadas y se despertó en un reguero de almendras sin comer, y triste porque sólo fuera un sueño. Quería sentir a ese hombre a su lado al despertar y hacer te para los dos…
Se miró al espejo, y vio sus ojos sin desmaquillar pintados de turquesa y marrón. Contempló sus cabellos de henna revueltos por la cama. Observó su tatuaje en la barbilla, y se sintió apesadumbrada, y hasta abrumada, por el peso de su feminidad tan poderosa, que hacía que necesitara tener a ese hombre por la mañana en el baño con ella, ducharse juntos….
Tomó café y te y no lograba despertarse y llamo a su amiga, heredera de los que degollaron al tirano Hernán Peraza, que inmediatamente, a través del sonido de su voz, le transmitió la calma necesaria para afrontar todo aquel peso.
Cocinó, lavó, estudió y aún así, sentía el peso de la falta de aquel hombre de sus sueños, en su vida, en su casa, en aquel mismo instante.
Fue sincera consigo misma y se dirigió al baño, ¡nada
como un buen Hamam para sacar todo lo malo…!
Escuchó la música dedicada a Hathor la diosa-vaca con un disco solar entre los cuernos, y se sintió mejor al lavar su cabello y enjabonar su cuerpo con jabón de argán.
Fumó un cigarrillo después del baño y se dirigió a su triste vida en espera de dormirse y soñar de nuevo….

De cuando Farah encontró el traje de astronauta, y se preparó para el largo viaje.

Farah preguntó al director del templo por la aproximación de Saraswaty y Tara a su vida, y él le respondió amablemente que lo miraría, y le daría una respuesta. 

Dobló la esquina y allí estaba, su traje de astronauta en una vitrina, como si se vendiese, y ella decidió comprárselo para partir de una vida de dolor profundo hacia el espacio cósmico de la felicidad.

Muchos quedarían atrás definitivamente pues no habría viaje de retorno, y se despidió agriamente de recriminadoras, sucios y mezquinos, como asegurándose de que así su viaje sería un éxito total.

 A la mañana siguiente acudió al Programa Espacial y contempló en la lista como había sido aceptada para realizar el viaje sin retorno que tanto ansiaba. Sería la primera cosmonauta musulmana y feminista que llegase al planeta de la Felicidad y así lo pensó, sonriendo para si misma, para luego decírselo al director de viva voz…

Pasó la mañana entre brumas. No es fácil partir para tan larga travesía después de tantos años de arduo entrenamiento, levantándose en las madrugadas frías para seguir fielmente su propósito, inculcado desde la infancia por su padre, al mostrarle la foto de la Comandante “Valia”, Valentina Tereshkova, convertida en la primera mujer cosmonauta.

Su padre le dijo: “un día quiero que seas la primera musulmana que vaya al espacio, y que vivas en la Libertad que yo te he dado, para siempre, de ser lo que desees”, y ella lloró abrazándolo, pues era la única persona que había comprendido su sueño, apoyándola en todo. 
Contempló el hiyab negro de encaje que le había dado para poner debajo de su casco espacial y lloró de emoción, ante la partida que su padre ya no podría contemplar. 
Él viajaría con ella, a través del velo bordado que le había comprado en una tienda muy cara, teniendo que soportar los gritos de su madre cuando llegó y lo mostró a Farah, cogiéndola entre sus brazos….

texto y foto originales de Farah Azcona Cubas.

El Hiyab desciende sobre Medina Mujeres – 15/04/2002 0:00 – Autor: Fátima Mernissi – Fuente: webislam

El Islam, militarmente maltrecho y contestado por los civiles medinenses, sacrificará a las mujeres esclavas para proteger a las aristócratas. Cuando las mujeres, de toda condición, comenzaron a ser acosadas en las calles y perseguidas por hombres que las sometían a la humillante práctica del ta’arrud, literalmente «cruzarse en el camino de una mujer para incitarla a fornicar», a cometer la zina, el problema del Profeta ya no era liberar a las mujeres de las cadenas de la violencia preislámica, sino sencillamente garantizar la seguridad de sus propias esposas y de las de los demás musulmanes, en una ciudad desenfrenada y hostil.
Para resolverlo, comenzó informándose de las causas inmediatas del fenómeno y procedió a una investigación, siguiendo su método habitual: enviar emisarios que se informen entre los que así actúan. Que expliquen su comportamiento: «Sólo practicamos el ta’arrud con las mujeres que creemos esclavas» (1), especulando sobre la confusión de la identidad de las mujeres que abordaban. Por ello, Alá reveló la aleya 59 de la azora 33 en la que aconseja a las mujeres del Profeta que, con el fin de que se las reconozca, desplieguen por encima de ellas sus yalabib (yudnaina alayhinna min yalabibi‑hinna). Así pues, no se trataba de un nuevo elemento de la vestimenta, sino de una manera nueva de ponerse el antiguo, de distinguirse mediante ese gesto. (2) Según el diccionario Lisân al‑’arab, el yilbab es un concepto muy vago, que puede designar muchas prendas de vestir, de la simple camisa (qamis) a un tejido, pasando por una especie de sobretodo (milhafah). En una de las definiciones de este diccionario, el yilbab se describe como una tela muy amplia que lleva la mujer, en otra, como una tela que la mujer utiliza para cubrirse la cabeza y el pecho.
Que las esclavas fueran reducidas a la prostitución es un hecho establecido por el propio Corán, espejo de la vida social y de las prácticas preislámicas. La aleya 33 de la azora 24 (an‑Nur, «La luz») que aborda el problema de la zina, el desenfreno moral, constata la existencia de una prostitución organizada en Medina. «No forcéis a vuestras esclavas a prostituirse (al‑baga ) para obtener bienes de la vida de este mundo cuando ellas quieran ser honestas.» (3) Al-lâh aconseja a quienes se entregan a esa clase de comercio «redactar un contrato de emancipación para vuestros esclavos que lo deseen». (4) La Isaba, la colección de biografías de los primeros musulmanes, nos da detalles sobre la vida de Umaima y Musaika, dos esclavas de Abdalâh b. Ubayy, «a las que forzaba a prostituirse, y que fueron a quejarse al Enviado de Al-lâh [nos dice b. Hayyarl. Para responder a su queja, Al-lâh reveló la siguiente aleya: “No forcéis a vuestras esclavas a prostituirse…” ». (5)
Abdal-lâh b. Ubayy es el hipócrita de la tribu de los Jazraj que hizo correr las calumnias sobre Aixa y Saflian, el joven que la había llevado al campamento cuando el asunto del collar. Estaba acostumbrado a ejercer la violencia y la coacción sobre sus esclavas: «Abdal-lâh b. Ubayy pegaba a Musaika para forzarla a que se le entregase,. con la esperanza de preflarla y disponer después del hijo que naciera de esa unión.» Ibn Hayyar insiste sobre el hecho de que «los bienes de la vida de este mundo» que Abdal-lâh b. Ubayy buscaba a través de Musaika eran, por encima del placer sexual, el hijo esclavo que podría nacer. (6) Como Musaika era musulmana, Al-lâh tuvo que intervenir a través de esas aleyas que condenaban a la vez la prostitución y la violencia contra las mujeres esclavas. Musaika «se negaba a prestarse al acto que la forzaba a cumplir Abdal-lâh ». Así se comprende por qué ese hombre se ensañaba tanto contra Muhámmad y era uno de los jefes más virulentos de la oposición medinense. Las ideas de Muhámmad sobre la concesión a las mujeres de los mismos derechos que a los hombres privaban a los Abdal-lâh-s b. Ubayy de importantes recursos financieros procedentes de la esclavitud de las mujeres. El Islam sólo podía constituir una ruptura con relación a las costumbres de la época politeísta si lograba romper las prerrogativas de la aristocracia tribal y se oponía a la esclavitud de ambos sexos, logrando que la noción de individuo en su calidad de creyente fuera no sólo lógica, sino necesaria.
Esa nación de iguales, la Umma musulmana, no podía emerger sin condenar la esclavitud, y especialmente la esclavitud de las mujeres, en la que se producían abusos manifiestos. Pero había una razón mucho más pragmática que llevaba al Islam a cambiar la condición social de la mujer esclava. La familia musulmana constituía una novedad en la medida en que imponía restricciones a la gran libertad sexual que existía antes. Resulta francamente difícil comprenderlo, ya que la familia musulmana nos parece, en la actualidad, una célula particularmente permisiva con el hombre, marido polígamo y poseedor de ese milagroso derecho de repudiar sin pensárselo dos veces a su mujer, que no tiene más que pronunciar las palabras «te repudio» para que el juez consigne por escrito su deseo. Pero el hombre preislámico tenía una sexualidad tan permisiva que las dos reglas musulmanas, la de idda (período de viudedad que se impone a la mujer divorciada o viuda para que no vuelva a casarse antes de un número determinado de meses) y la de la paternidad, que establece el parentesco del hijo con el genitor, parecían unas restricciones enormes. Aunque el conocimiento sobre el período preislámico deja mucho que desear, podemos avanzar que prácticamente toda mujer que no fuera aristócrata, ni contara con una tribu que pudiera rescatarla en caso de guerra y, en la vida cotidiana, con la protección de un marido que utilizara el sable con destreza, era una mujer en perpetuo peligro. Peligro de ser capturada, peligro de ta’arrud, peligro de ser sometida por su raptor a esclavitud. El Islam no podía instaurar la familia musulmana patriarcal, en la que la regla mínima es saber quién es el padre de la criatura, sin tener en cuenta la suerte de las esclavas. Insisto en ello porque estimo que el haber recurrido al hiyab como método de control de la sexualidad y de protección de una cierta categoría de mujeres en perjuicio de otra, pone de manifiesto esa mentalidad y permite que se perpetúe, que continúe.
Si el hiyab es una respuesta a la agresión sexual, al ta’arrud, es a la vez su propio espejo, condensa y refleja esa agresión al reconocer que el cuerpo femenino es ‘awra, literalmente «desnudez», cuerpo vulnerable y sin defensa. El hiyab de las mujeres, tal como lo definió Medina en plena guerra civil, es de hecho el reconocimiento de que la calle es un espacio donde la zina está permitida. El término ta’arrud contiene la idea de violencia, presión y coacción: «A las esclavas [cuenta b. Saad] que estaban en Medina, las provocaban los insensatos, que las abordaban en la vía pública y las agredían. En aquellos días, a la mujer libre que salía a la calle, y cuyas ropas no se distinguían de las de la esclava, la confundían con ella y sufría el mismo trato.» (7) B. Saad es uno de los pocos historiadores de los primeros siglos en el que encontramos una cierta distancia con relación a la materia sobre la que trata y un intento de síntesis. Distingue más allá del incidente en el que el hiyab fue revelado, la boda de Zaynab, las causas profundas que condujeron al legislador, el propio Alá, a recurrir a una solución tal.
No puede comprenderse la decisión de recurrir al hiyab si no se entiende lo que representaba zina, esa sexualidad «ilícita» contra la que luchaba el Islam, y si no se vuelve a la época preislámica y a sus leyes. Bujari enumera cuatro tipos de matrimonio preislámico. «El primero se hacía como el matrimonio actual: el hombre dirigía su petición al tutor de la mujer o a su padre, le asignaba una dote y consumaba después el matrimonio. La segunda clase tenía lugar de la manera siguiente: el hombre decía a su mujer: ‘Cuando te purifiques de tu menstruación, manda que le digan a fulano que quieres cohabitar con él’. El marido entonces se aislaba de su mujer y no la tocaba hasta que no mostrara síntomas de embarazo resultado de la cohabitación con ese hombre [ … ]. La tercera clase de matrimonio se practicaba así: un grupo de individuos, un máximo de diez, tenían relaciones con una misma mujer. Cuando la mujer quedaba encinta y paría, una vez pasados unos días después del parto, mandaba llamar a esos individuos, y ninguno podía eximirse de acudir. Luego, cuando estaban todos reunidos con ella, les decía lo siguiente: ‘Ya sabéis que es lo que ha resultado de vuestras relaciones conmigo, acabo de tener un hijo. Y esta criatura es hijo tuyo, oh fulano, ponle el nombre que quieras’ [ … ]. La cuarta clase de matrimonio se practicaba así: muchos individuos tenían relaciones con la misma mujer, que no se negaba a ninguno de los que se presentaban. Estas prostitutas colgaban en su puerta una bandera que les servía de enseña. Todo el que lo deseara podía entrar. Cuando una de ellas quedaba encinta y paría, todos sus clientes se reunían en su casa. Se convocaba a los fisonomistas, que atribuían el hijo a aquel que juzgaban que era el padre.» (8) Bujari emplea el término matrimonio sin que sepamos si lo opone al de unión y no proporciona ninguna indicación sobre la importancia social de esos matrimonios ni sobre el origen social de las interesadas, aunque las dos últimas categorías sin duda tienen que ver con la prostitución. Por ejemplo, ¿la relación de Abdal-lâh b. Ubayy con Musaika era considerada «matrimonio»? Muchas preguntas permanecen todavía sin respuesta, por lo que las futuras investigaciones deberían aclararlas para que el Islam vuelva a ser lo que aspiraba en un principio: una experiencia que quiere ser científica, es decir, arraigada en lo real, en la que el conocimiento desempeña un papel importante. Cierto es que la investigación científica es muy molesta para el Islam oficial, pues algunos jefes de Estado musulmanes prefirieron gravar con impuestos la prostitución en lugar de prohibirla y perseguirla, con gran estupor de los alfaquíes. Tal fue el caso de la dinastía fatimí, por ejemplo. (9)
El Islam, como sistema coherente de valores que rigen el comportamiento de una persona y una sociedad, y todo el proyecto igualitario de Muhámmad reposaban de hecho sobre un detalle que muchos de sus discípulos, con Omar a la cabeza, consideraban secundario: la emergencia de la voluntad de la mujer como instancia con la que tenía que contar la organización de la sociedad. Para Omar, la solución era sencilla: «Omar ansiaba (mahibbatab shadidah) que se instituyera el hiyab para las mujeres. Decía continuamente al Profeta: ‘Enviado de Al-lâh, recibes en tu casa a cualquiera, a honestos y a perversos. ¿Por qué no ordenas el hiyab para las Madres de los Creyentes?’» (10) El Profeta se empeñaba, a pesar de todos los ataques, en no ceder al hiyab, pues no tenía la misma problemática que Omar. Éste era valiente, justo, honesto, desinteresado y piadoso, pero no compartía con Muhámmad la creencia en virtudes tales como la dulzura y la no violencia, como práctica y teoría, elementos claves del nuevo mensaje, de la nueva religión. Como práctica, se trataba de urbanidad y cortesía en la vida cotidiana. Como teoría, de la emergencia de un individuo sede de la voluntad sagrada, que convierte en ilegítima la violencia y en superflua la vigilancia. Muhámmad insistía en la cortesía. El mismo era muy tímido (haya ); varias aleyas nos dan noticia de ese aspecto de su carácter, que, ante la ausencia de delicadeza de los hombres de su entorno, lo forzará a adoptar el hiyab. Tener el domicilio abierto al mundo, consideraba, no significa necesariamente que lo invadan. El hiyab suponía todo lo contrario de lo que había deseado poner en marcha, era precisamente la encarnación de la ausencia de control interno, el velo de la voluntad soberana, fuente de discernimiento y orden en la sociedad. Omar no podía comprenderlo, nunca había reflexionado en el principio de individuo sobre el que insiste la nueva religión. Pensaba que la única manera de restablecer el orden era poner barreras y ocultar a las mujeres, esos objetos de deseo. Para desgracia del Islam igualitario, el conflicto y el debate que suscitaba tuvieron lugar al final de la vida del Profeta, cuando ya era mayor, militarmente malparado y discutido en la ciudad en la que él hubiera querido realizar todas sus aspiraciones. Omar, para quien la barrera era la única forma de contener la violencia, reaccionaba como la horda, que constituía el pilar de la ética de la Arabia de la ignorancia (al‑yahiliya). Pese a su amor por el Profeta y Al-lâh, al que servirá con una integridad que será la admiración de todos, no podía visualizar el sueño del Profeta. Luchador y guerrero, como la mayoría de los hombres de acción, no se paraba a reflexionar sobre el impacto de cada gesto ni en las reacciones que podía producir en el enemigo. Se cuentan numerosos ejemplos en los que el Profeta, cuando consultaba a su entorno antes de tomar una decisión, el primero que hablaba era Omar y daba una opinión tan ridícula y peligrosa, desde el punto de vista estratégico, que el Profeta se contentaba con dirigirse hacia los otros discípulos para pedirles que continuasen reflexionando y considerando el conjunto de puntos de vista. Así, en la batalla de Honain, Omar aconsejó matar a los prisioneros, mientras que el Profeta, que veía más allá, pensaba en utilizarlos como arma de persuasión para forzar al enemigo a convertirse y a adoptar el Islam de religión.
El Islam de Muhámmad destierra la idea de vigilancia, de sistema policial de control, así es como se explica la ausencia de clero y el estímulo para que todos los musulmanes se las apañen solos para comprender el texto. La responsabilidad individual interviene para equilibrar el peso del control aristocrático, haciéndolo finalmente inútil, en una Umma de creyentes, cuya conducta obedece a reglas precisas e interiorizadas. Reconocer a la mujer una voluntad inalienable entraba, pues, en esa estrategia de responsabilidad global. Abdalá b. Ubayy sabía muy bien que no podría seguir forzando a sus esclavas si Aixa y Um Salma continuaban reivindicando la liberación de las mujeres y ellas mismas circulaban libremente por las calles, símbolos de la libertad y la autonomía que reivindicaban para todas. Abdal-lâh b. Ubayy estaba en lo cierto: si la voluntad de la mujer se imponía, dejaría de ser un objeto sexual privado al que se rapta, cambia, roba, vende o compra. Para impedirlo había que agredir a las mujeres del Profeta y demostrar que éstas no podían escapar al destino femenino inmemorial, el de un ser privado de discernimiento y voluntad, un objeto sobre el que se ejerce la voluntad de otro.
La filosofía del velo que preconizaba Omar era clara: cuando se pidió a los hipócritas, que agredían a la mujeres, que se explicaran, dieron como justificación que «las habían tomado por esclavas», y «Al-lâh ordenó a las mujeres cambiar su vestimenta (zayyahunna) para distinguirla de la de las esclavas, alargando el yilbab». (11) Era necesario encontrar un medio de separar a las esclavas, que podían ser puestas en situación de zina, de las mujeres libres, esposas de aristócratas y de hombres poderosos con quienes tales actitudes estaban prohibidas. Las mujeres libres «se hacían reconocer para que no las agrediesen. Era mejor para ellas que las reconocieran. La mujer se cubría el rostro con un velo, y sólo dejaba un ojo al aire». (12) La aleya descenderá enseguida del cielo y velará a las mujeres libres. «¡Oh, Profeta!, dile a tus esposas, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se ciñan bien sus velos (yalabib). Será el medio más sencillo de que las reconozcan y no las ofendan.» (13)
En la batalla entre el sueño de Muhámmad en una sociedad donde las mujeres puedan circular libremente en la ciudad, pues el control social será la fe musulmana que disciplina el deseo, y las costumbres de los hipócritas, que sólo imaginan a la mujer como objeto de violencia y concupiscencia, vencerá esta última visión. El velo es el triunfo de los hipócritas: las esclavas seguirán siendo violentadas y agredidas en las calles. Desde entonces, el hiyab separará la población femenina musulmana en dos categorías: las mujeres libres, contra quienes está prohibida la violencia, y las mujeres esclavas, contra quienes está permitido el ta’arrud. En la lógica del hiyab, la ley de la violencia tribal reemplaza a la razón del creyente, que el Al-lâh musulmán considera indispensable para discernir el bien del mal. El Islam se afirma como la religión de los ayat, que habitualmente se traduce por aleyas, pero que literalmente quieren decir «signos», en el sentido semiótico del término. El Corán es un conjunto de signos que han de descodificarse por el ‘aql, la razón, una razón que responsabiliza al individuo y lo hace soberano de sí mismo. Para que Al-lâh pudiera existir como instancia de poder, de ley y de control social, era preciso que la instancia que garantizaba antes esas funciones, a saber, el poder tribal, desapareciera. El hiyab restablecía la idea de que la calle estaba bajo control del safih, el insensato, aquel que no controla sus deseos, que necesita un jefe tribal para neutralizarlo.
El Profeta, en las circunstancias de crisis militar de Medina de los años 5, 6 y 7, no tenía mucha elección para enfrentarse a la inseguridad de la ciudad: o asumir, aceptar y vivir esa inseguridad, esperando que la nueva fuente de poder, Al-lâh y su religión, arraigara en las mentalidades, o reactivar la tribu como sistema de policía de la ciudad. (14) En la primera opción, había que vivir la inseguridad, esperando que Al-lâh manifestase su poder por medio de una victoria militar. En la segunda, la tribu garantizaba la seguridad inmediatamente, pero Al-lâh y su comunidad desaparecerían para siempre, al menos en su perspectiva originaria. El mensaje de Muhámmad, su sueño de una comunidad donde se respeta al individuo, que tiene derechos, no porque pertenece a una tribu, sino sencillamente porque es capaz de creer que existe un lazo entre él y Al-lâh, dependía del papel que la tribu estaba llamada a desempeñar en esa fase transitoria. El poder tribal era el peligro, tolerarlo bajo cualquier forma, como medio de control, constituía un grave compromiso para el ideal musulmán de un ser humano ‘aq¡l, sensato, que se autocontrolara.
La solución de Omar, la del hiyab‑cortina que oculta a las mujeres, en lugar de cambiar las mentalidades y forzar «a los que tienen una enfermedad en el corazón» a actuar de manera diferente, va a ocultar la dimensión del Islam, como civilización y reflexión sobre el individuo y su papel en la sociedad. Reflexión que en sus comienzos hizo de Dar al‑Islam (la tierra del Islam) una experiencia pionera en materia de libertad individual y democracia, pero el hiyab cayó sobre Medina y truncó la memoria de ese impulso de libertad. Quince siglos después, será la violencia colonial la que, paradójicamente, fuerce a los Estados musulmanes a reconsiderar el tema de los derechos del individuo y de la mujer. Todo debate sobre la democracia pasa por ella y por ese ridículo pedacito de tela, a menudo de delicada muselina, que los integristas reivindican en nuestros días como la esencia misma de la identidad musulmana.


Notas
(1) B. Saad, at‑Tabaqat, op. cit., vol. VIII, p. 176. Para este capítulo sólo daré las referencias exactas en b. Saad, pero existen más o menos las mismas en Tabari, Bujari y todos los demás cuando abordan la cuestión de la azora del Hiyab y sus aleyas. Cito únicamente a b. Saad por la sencilla razón de que me gusta. Me gusta cómo se aproxima al texto, su estilo, su finura, su sensibilidad y su detallismo. Más allá del hombre de ciencia, tiene la prestancia de un hombre que no despreciaba su feminidad, cosa que no puedo decir de los demás. Pero, para quedarme con la conciencia tranquila, daré una única vez las referencias sobre el Hiyab en las otras fuentes clásicas utilizadas en este trabajo: Tabari, Taflir, vol. XXII, p. 45 y ss.; Bujari, Sahih, vol. III, p. 254 y ss.
(2) B. Saad, ibídem.
(3) El Corán aleya 33 de la azora 23, que, recuerdo, es medinense, traduc. de Masson, p. 463.
(4) Ibídem.
(5) B. Hayyar, al‑lsaba, cp. cit., vol. vil, p. 517; para la biografia de Unaima (nº 10869); vol. VIII, p. 119; para la biografía de Musaiba (nº 11756), cuyo verdadero nombre era Mu’ada.
6) B. Hayyar, ídem, vol. VIII, pp. 120 y 121, biografia nº 11756.
(7) B. Saad, al‑Tabaqat, cp. cit., vol. VIII, pp. 176 y 177.
8) Bujari, Sahih, op. cit., vol. III, p. 248; traduc. francesa de Houdas, p. 566. Ya me propuse comentar este texto en Beyond the Veil, un ensayo sobre la sexualidad durante los primeros decenios del Islam. Este trabajo fue publicado con el título de Sexe, Idéologie, Islam, en Éditions Tierce, París, 1983. Pero en aquel momento no hice la pregunta clave sobre este texto: ¿qué origen social tenían las mujeres que practicaban esos tipos de matrimonio? Sería necesario poder examinar minuciosa y sistemáticamente las biografias de los primeros musulmanes, sobre los que poseemos una voluminosa literatura que, hasta la fecha, ha sido objeto de muy pocos análisis.
(9) Véase el análisis que, sobre las costumbres sexuales en el siglo IV de la hégira y especialmente el desarrollo de prácticas referidas a eunucos, pederastia e institucionalización de la prostitución, hace Adam Metz en el capítulo «Éticas y costumbres» de su Al‑hadar al‑islamîya fî al‑qarn ‘arabî’ al‑hichriy (La civilización musulmana, durante el siglo IV de la hégira), traducción árabe, Maktabat al‑Janyi, El Cairo, s/d, vol. II, pp. 157 a 208.
(10) Nisaburi, Tafsir garaib al Quran, op. cit., vol. XXII, p. 9.
(11) B. Saad, at‑Tabaqat, op. cit., vol. VIII, p. 177.
(12) Ibidem.
(13) El Corán, aleya 59 de la azora 33, traduc. de Blachere, p. 453
(14) Véase el excelente texto de Ignace Goldziher, «The ‘arab Tribus and Islam», en Muslim Studies, S.M. Stern Aldine, Publishing Co., Chicago, 1966, p. 40 y ss.
* (El harén político, ed. del Oriente y del Mediterráneo, capítulo X, pp. 203-212)

De Farah en Siwa, esperando a su amado navegante negro.

Después de la tamaña desilusión por el taimado recurso que la había hecho rendirse a los pies, una vez más, del hombre equivocado, Farah recibió noticias de que el barco de su amado había llegado a Alejandría, y que él llegaría al día siguiente al Oasis, dónde ella le esperaba en su jaima negra, para evitar los rigores del terrible sol de aquel Ramadán caluroso.

El hombre-taimado había usado todo tipo de artimañas para seducir a Farah, yaciendo incluso con ella en el lecho, con unos fines repugnantes, que ella jamás pudo imaginar.
Un caravanero burdo, sin experiencia en el trato comercial, la Ley de las mujeres Touareg y la resistencia férrea de Farah ante cualquier engaño, por muy bien armado que estuviese, de nuevo la habían convertido en una mujer libre, amazigh. 
Su experiencia como viuda, sola, cabalgando a lomos de su camella blanca y en la compañía de su fiel loba Habiba, guiadas únicamente por el instinto de saberse las tres, animales sin pretensiones, magníficos ejemplares, muestra de la increíble fuerza de la Creación.
Dejó atrás pretendidos insultos y burlas, ante su indómito carácter, tachándola de masculina, o de no saber en realidad quién era, proferidos por la Princesa del Caftán azul, que había cometido el mismo error que la mujer de Josafat, en la Surah de José, cortándose las manos al encandilarse por la visión de un hombre, árabe y bello, pero que no se vendía barato. Había hecho muy bien el hombre al abandonarla en el medio de la noche sahariana, para irse con su amante que le pagaba bien y que le ofrecía conversaciones filosóficas, y sobre todo, todo el dinero que él deseaba…

Igualmente dejó atrás al hombre-taimado, que sería castigado por Al Láh por urdir, tramar y engañarla con promesas que no pensaba cumplir. Su castigo sería «tener un collar», como dice el Qurán, «de aquello que más había codiciado».
Entendió, en ese momento, que él jamás entendería su férrea conducta con respecto al trato con usureros, estafadores y ladrones, terriblemente castigado por la Sharia, pero ella le perdonó y le abandonó a su suerte, en su ignorancia de la que jamás saldría, no de la mano de Farah, como ella limpiamente le había ofrecido.
Se sintió mucho mejor cuando supo que su amado Negus, llegaría al amanecer, y vendría a visitarla a su tienda, con aquella sonrisa preciosa, debajo de aquel bigote imponente, que demostraba que era un verdadero hombre del país del Punt.
Farah deseó dormirse, y dio gracias a Al Láh por sobrevivir un día más, en aquel salvajismo, depredador, acompañada de sus dos amigas más queridas: su loba Habiba y su camella blanca, a quién había llamado Fawzia, en honor a la bella muchacha de cuello esbelto que le dio sopa Harira, nada más llegar ella a Foum-el Draá, huyendo del hundimiento de la Atlántida.

De Farah rendida a los pies del amor…

Cuando vio a aquel hombre por primera vez, y contempló como le sonreía con los ojos, nunca pudo imaginar que acabarían deseándose tanto, sólo por cruzar tres frases, en las que ella eclipsó por completo a su acompañante femenina. A los pocos días ella llegó a la casa de sus hermanas, y allí estaba él esperándola, dispuesto para atrapar la gacela.

Ella se sintió estúpidamente diciendo si a todo lo que él pedía, y acabaron en su cama, de la que salieron solo para bañarse mutuamente y desearse más y más. El sueño del amor más virginal que ella había conocido en toda su vida, acabó a las veinticuatro horas, y empezó una especie de tropiezos con los genios, que les impedían acercarse, comunicarse durante más de unos dos días, que a ella le parecieron tres mil. Observaba su cara, su sonrisa y su rotunda nariz que le hacían amarle profundamente. Cenaron juntos la primera noche de Ramadán y él se tuvo que marchar a trabajar de improviso, quedando Farah desconsolada y aliviada al mismo tiempo. Ella aún no sabía que pensar sobre sus intenciones, pero cuando él la interrogó acerca de su confianza en él, ella dijo que al mil cuatrocientos por cien…
Continuaron una pequeña batalla, para ella conseguir que se quedase con ella y él para irse a su trabajo, que acabó perdiendo ella. Hubo un instante violento, en el que todo podía haber finalizado, pero parecía que el mes sagrado les impedía hacerse daño y darse sólo bienes.
Sólo le restaba rendirse a los pies del Amor de nuevo…