Desierto, amado desierto.

Amaneció en su tienda verde, y la adecentó y limpió cuanto pudo. Todo se iba normalizando. Su loba Habiba era la primera que se había adaptado, comiendo y durmiendo a pierna suelta. A decir verdad, desde que se bajaron del camello que surcó el aire las dos respiraron con soltura, contemplando el cielo azul y la luz del atardecer, más tarde.
Se dio cuenta de que había dejado en Siwa, su oasis preferido, todas sus pertenencias más queridas, y esperó que una harka de gente de su tribu, se las fuese llevando, poco a poco, hasta abarrotar su tienda verde, pero en realidad no echó nada en falta, ya que le gustaba adaptarse a las nuevas condiciones, con buena disposición. Cuando falta algo, ya llegará.
Granos de arena llenarían su vida, cielos estrellados y noches al raso, ante la inminente llegada del calor, en el que dormitaría con su loba Habiba, en el crepitar de la brasa de la hoguera.
Al final, no sentía nada que la atase ni la condicionase por fin. No tenía expectativas, en cuanto a nada, y sólo deseaba ponerse en marcha para dinamizar aquella tribu, que le ofrecía su cariño y su hospitalidad, deseando que fuese una más entre ellos.
Paseó por la playa de su infancia y recorrió su amado pueblo, ahora con una fuente de caballitos de mar, que se convirtió de inmediato en su lugar favorito.
Al día siguiente comería pescado recién cogido, y sería otro día de paz en aquella tienda verde y blanca, con bancos rojos, en la que dormitarían en el silencio, ella y la loba, en espera de nuevas noticias.

Antropófagas.

Escudriñó su vida en busca de algo con lo que alimentar su tristeza, y no encontró nada. Sentía un apetito voraz por decepcionarse, encontrarse con personas cobardes, que no miran a los ojos de la gente, que lo personalizan todo, y se dan por aludidas ante todo. Pero se encontró absolutamente sola, con la única y sola compañía de sus coetáneas Tupinambás.
Deseó sentirse triste por el abuso de los hombres ante cualquier rasgo de feminidad, por el trabajo forzado al que se sentía sometida, al lavar interminablemente platos y recoger basuras que hombres, muy hombres, y hombres-no tan hombres, le habían condenado a sufrir en las últimas semanas, y pensó en su cuadro colgado, terminado y lanzado a la venta, llamado “antropófagas”, que seguramente no sería rentable, dada la incomprensión y el abuso al que estaban sometidas las mujeres alrededor de todo el planeta, incluso por las propias mujeres, llamadas madres, hermanas y amigas.
Flaco favor se hacían los “hombres devaluados”, de otro de sus cuadros, siempre mirándose el ombligo, y tan ciegos que veían en ella un espejismo, un revulsivo, y a veces el objeto de su envidia, por su valentía, su buen hacer y su honestidad.
Decidióse pues, a comer la pierna de alguien o el cerebro plagado de ideas de María Zambrano, Clarice Lispector o Alejandra Pizarnik, y tomar una comida que le durase tres o cuatro años alejada del mundo, mientras recordaba la letra de una vieja canción de juventud que cantaba “En que estarán convertidos mis viejos zapatos….”

De como “O Rei do Paletinho” destruyó su corazón.

Después de aquella sublime noche de amor, se sintió destruida por las palabras “Do rei”, que la había puesto en su sitio.
Se sintió como una ciega, a la que de un bofetón le hubieran devuelto la vista.
Después del clásico “quiero que seas mía”, dicho en el fragor de la batalla del amor incandescente, ella hasta llegó a creer que existía algo especial entre ellos.
Pasó el día arrobada en dulces pensamientos, hasta que decidió llamarle por teléfono, y él le dijo que las mujeres le perseguían pero que ella era especial. Especial, en aquel lenguaje masculino, tosco y duro, significaba que, ella era la puta, y las demás, literalmente, “mujeres de las que no le convenía deshacerse” con lo cual la posicionó como su concubina favorita.
Sintió asco de su alma, y su corazón estalló en millones de pedazos de asteroide de amor. Una vez más, de nuevo, otra vez, enfrentada a aquella competición absurda de la que ella anunció a “O rei”, que se retiraba, ya que las touaregs no competimos, está prohibido, y mucho más en materia de hombres.
La heredera de Tin-Hinan, que saltó de la Atlántida para vivir en el desierto, no era elegida. Ella, y todas las mujeres de su pueblo eran las que elegían, y eso era muy difícil, imposible de entender para un muchacho que estaba inmerso en aquella carrera frenética de competir por algo.
Maldijo la hora en la que decidió abandonar su celibato, dedicada a Hathor, en su oasis de Siwa, para recibir de nuevo al navegante negro.