Había decidido ir a ver a la Sirena, Iemanjá, para que la envolviese
con sus siete faldas y la protegiese con su espada victoriosa de aquel daño tan profundo que sentía en su corazón. Lloró todo el camino en un autobús urbano que la transportaba a través del litoral de su vida. Recordó el amor juvenil, enroscada su figura con la de otra sirena de ojos verdes sobre una piedra tan grande que podría ser su casa.
Recordó los baños de mar en compañía de sus amigas de adolescencia en los que se mecieron en los brazos de marineros soviéticos, tan borrachos que sólo podían abrazarlas y besarlas con aliento de alcohol dulce.
Cuando llegó a la playa dorada y se bajó del autobús rápidamente se quitó sus “All Star” color rojo y dejó aparecer sus uñas pintadas con esmalte rojo que fueron saludadas por el aire, la arena saharáhui y atravesó en diagonal, hasta alcanzar la orilla para terminar de desnudarse. Estaba decidida a lanzarse al agua del Océano después de dejar que siete olas acariciaran sus pequeños pies. Dejó sus bolsas en la arena y corrió hacia la orilla con su velo de la India, hizo el ritual, saludando a Iemanjá, y se lanzó al agua nadando con fuerza hasta que se alejó dentro del mar. Sintió como la fuerza le sanaba el alma y se dispuso a salir para cubrirse con su velo, secarse e irse, no sabía bien a dónde…
Contempló las ruinas del viejo castillo, vencido por las sirenas, ondinas y demás criaturas marinas, partido en dos pedazos, como su corazón.
No decidió vengarse de nadie y terminó de vestirse cada vez más sosegada, en el espigón, cerca del pequeño pueblito. No quiso reconocer más lugares en los que hubiese estado con el amado y se dirigió rápida a tomar el autobús que la llevaría a su casa.
Pasó el viaje hablando con unas chicas de Roma, que estaban organizando con ella su próximo trabajo, y se bajó antes de llegar a su casa para saludar a la princesa Salomé, que permanecía sentada bajo su parasol bellamente ataviada de azul oscuro con pañuelo turquesa al cuello. Saboreó la elegante sonrisa de la princesa y partió camino de casa, no sin antes visitar el gato de piedra, que se había escondido del amor que no se mojaba, por más de diez días.
Continuó caminando, saludando a guerreros de bronce de la más fina factura hasta que llegó a su casa, para descubrir desconsolada un mensaje del amor ofendido que le reclamaba haberle expulsado de su casa…
Le anunció la partida de su antepasada y ella sintió la intuición de los dos amores unida, al menos en la muerte.
Desconsolada lloraba, sin poder dar crédito a lo que leía y permaneció el resto del día concentrada en si misma. Hizo la oración del mediodía y más tarde se alivió limpiando la cocina, fue a clase y cuando llegó, tarde por la noche, la llamó el tonto Simón desde la calle. Ella se asomó para decirle que subiera, convirtiéndose esta fórmula en habitual. Él se despidió rápido pues se marchaba a caminar y la rechazó cuando ella quiso acompañarlo…
Espantó la soledad con puñados de sal, que lanzó desde su terraza, y se dispuso a dormir, escuchando un disco de Rita Lee, que cantaba “el inicio, el fin y el medio…” para “suspender los Jardines de Babilonia, declarando ser libre y aguantar lo que viniera…”
con sus siete faldas y la protegiese con su espada victoriosa de aquel daño tan profundo que sentía en su corazón. Lloró todo el camino en un autobús urbano que la transportaba a través del litoral de su vida. Recordó el amor juvenil, enroscada su figura con la de otra sirena de ojos verdes sobre una piedra tan grande que podría ser su casa.
Si Farah sufre, sufrimos todos.
Me gustaMe gusta
Si Farah sufre, sufrimos todos.
Me gustaMe gusta