De Farah, "menina de rua" y emperatriz de las calles

 

 
 
A los once años, Farah escapó de la casa de su padre por primera vez. 
Después de ser violentada por su hermano siete años mayor que ella, salió de la casa familiar una noche, y se dirigió directamente allá donde sabía que vivían las ranas, sin saber que el diminuto rey Zarigüeya vivía allí, dirigiendo todo aquel reino con dorada mano.
 
 Se alongó en la baranda del puente y escuchó el croar de sus animales favoritos, para así hacer que la luz del día llegase antes. 
Una vez hubo amanecido y con el estómago completamente vacío, decidió pedir limosna y tomar el ferry, que la llevaría a la isla vecina, la isla de su amada tía, una señora que parecía la emperatriz de las ranas, de eterno periódico en las manos, cigarro inglés humeando en los labios y pronta discusión, que versaba casi siempre sobre política.
 
 Decidió confiar en ella al verla igual a su padre, interesada en los periódicos y la política. Era una oronda matrona, que dirigía su familia con mano de acero, dada la desdibujada figura del marido, siempre borracho y dado a trabajar poco.
 
Una vez hubo conseguido las monedas para pagar el ticket del barco, las cambió, comió un “kadillo”, en voz darisha o dialecto marroquí, con las monedas que le sobraron y se dirigió al puerto. Los muelles bullían de actividad y se podían distinguir, al menos en el oído de la niña-aventurera-triste, Farah, el sonido de muchos idiomas diferentes, que iban del ruso al árabe, sobresaliendo las palabras asiáticas por su fuerte sonido. 
Compró el billete sin problemas, vestida con la blusa negra de su abuela, con lunares blancos y pantalón de espuma negro, y se dispuso a embarcar.
Cuando abordó la nave se dispuso a investigarla, subiendo y bajando todas las escalerillas, visitando una tras otra todas las cubiertas y situarse, para saber más tarde, una vez emprendida la travesía, donde daría más fuerte el viento.
 
Se asomó a la borda de la cubierta y respiró profundamente, para poder asimilar, aquel verbo que nunca le salía de su cabeza de niña brillante perseguida por la maldad innata del hermano, todos los sucesos que se agolpaban en su cabeza en menos de cuatro horas.
 
La nave partió y ella se revolvía nerviosa de un lado a otro, sin saber muy bien que haría cuando el barco llegase a su destino. Una vez arribó a la ciudad de su tía, comenzó a deambular por las calles intentando disimular su niñez, contoneándose de una manera muy provocativa y aterrorizada por la miríada de marineros de todas las nacionalidades, hombres de mala vida y prostitutas que hacían la calle en la zona aledaña al puerto.
 
Se paró delante de un camello gigante, propiedad de un fotógrafo que sacaba instantáneas a la gente que se subía constantemente a su lomo de cartón piedra forrado con una piel sintética, en una angarilla para dos personas de madera repujada.
Inmediatamente la abordó un muchacho que trabajaba con el fotógrafo y que se puso a conversar con ella. Al instante se hicieron amigos, admirada ella por los ojos azules del precioso muchacho, y él disuelta su mirada en los verdes ojos de Farah, la niña aventurera, mirándola como hipnotizado en un gesto que ella ya conocía en los ojos de su hermano maligno. 
 
Una mirada libidinosa, calculadora, atrozmente materialista, que ella no sabía aún si era buena o mala, al contar con la experiencia de una mujer de ocho años de edad, exactamente la edad de Aïsha, la mujer favorita del Profeta Muhammad cuando se casó con este.
Aconsejada por el aprendiz de fotógrafo, de diecinueve años de edad y piel dorada como la vainilla, alquiló un cuarto en una pensión de mala muerte, donde le asignaron una especie de armario en el que las paredes no llegaban al techo, y se podía oír todo el movimiento de los cuartos- palomares que se agolpaban en el último piso, allá dónde el dueño de la pensión metía toda clase de gentes conflictivas, y adonde la niña pelirroja y pecosa fue a parar, confundiéndose con la morralla para intentar pasar desapercibida.
 
Después de instalar sus escasas pertenencias en el cuarto-corral de aves, Farah salió a la calle, vestida aún con su blusa negra de lunares blancos, y fue directa a la plaza en la que estaba el portentoso camello, un ser mágico embrujado por la bruja Khandija que la había puesto en manos del príncipe de la piel de vainilla. Habló con el muchacho y él le suplicó que esperase a que acabara su trabajo para salir juntos y comer alguna cosa. Se ofreció a invitarla a la cena y durante el transcurso de la incipiente velada ella tomó cerveza, igual que el hombre de ojos azules, para sentirse a la altura de las circunstancias. 
Acabaron de comer y él insistió en acompañarla a su cuarto para garantizar que fuera un lugar adecuado para ella, pero Farah empezó a sospechar cuando vio que el muchacho hacía provisión de más cerveza y le dijo que la beberían juntos en su cuarto.
Subieron la angosta escalera y una vez dentro del cuarto y cerrada la puerta, él la besó. 
Desmañadamente la desvistió, despojándola de la blusa de su abuela, amada por Farah y muerta hacía pocos meses, y la poseyó sin más. 
Balbuceó una despedida, aconsejándole que se cambiase de hotel pues allí no estaría segura y Farah quedó sola, aterrorizada escuchando como el ritmo de las voces aumentaba y empezaba una escandalera estridente, propia de la diosa Cibeles que debería comandar aquel lupanar-palomar-corral, y con la luz apagada se tapó con la sola sábana, disponiéndose a pasar la noche en blanco, mareada por el efecto de la cerveza…
 
 
Texto original de Farah Azcona Cubas. Todos los derechos reservados, Prohibida la reproducción de extractos del texto o fotografía originales de la autora.

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