De Farah, por fin en su propia piel.


Al final, había hipado mentalmente un par de veces para salir del amor de los mequetrefes y luego se enfundó su propia piel, retirando las de Antígona y Penélope, no sin antes agradecerles lo mucho que la habían ayudado.

Se sintió bien de nuevo al volverse a sentir a si misma, saboreando la mujer libre, autónoma y decidida que era, y en silencio lo agradeció a su padre, caído en la batalla contra aquella máquina que lo muele todo, que es la vida.

Perdió las ganas de enfrentarse en guerras contra jequesas y bolsos habladores para ganar en independencia, creatividad y diligencia, lo cual devino en una gran sucesión de cosas que se pusieron en marcha, una vez supo que jamás se conformaría con el amor imberbe de aquellos mequetrefes.

 

Sabía que se lo pondrían difícil, todos los saboteadores habituales, pero esta vez era diferente, ya podía ponerles cara, voz y hasta nombre. Abandonó a cada mamarracho que había tenido de amante y por cada uno que abandonaba le salía una escama nueva en la piel, de un color multicolor como un arco iris.

Se estaba convirtiendo en una bella ofidia adulta, capaz de amar con tal intensidad que la llevaría a las más altas cimas de la sabiduría y la comprensión. Nunca más necesitó recurrir a los horóscopos, y ellos al verla lloraban, por haberse quedado en el paro.

Realmente se sentía bien en su nueva piel. Se sentía aliviada de abandonar tragedias que deberían vivir los que las causaban y ella se desembarazó del peso grave del amor, para vivir como siempre había vivido: absolutamente libre y desapegada de los afectos engañosos, que no la dejaban explorar el mundo como a ella le gustaba, sin interferencias. Tomó su espada, su cola de crin de caballo y se alzó, dando el famoso grito que hace huir a los muertos para devolverlos a sus tumbas definitivamente.

Pensó en su vestido rojo, de cosmonauta, hecho con hilo de cobre y plata, y deseó vestirlo para enfrentar, una vez más la nimiedad de la guerra diaria, que la entristecía sobremanera. Sólo la consolaba el recuerdo de haber sido muy amada, de haber tenido varias oportunidades de saciar su sed de compañía, una sed que a veces la había hecho abrir la boca a la orilla del océano, para beberlo de un golpe.

Pero comprobó que cuando uno sacia su sed de esta manera, también traga piedras y algas del fondo, amén de troncos arrastrados por las corrientes y algún cadáver de ahogado, que ha bailado la danza de la muerte durante meses en el fondo.

Se dispuso a enfrentar un nuevo día, animada por sus nuevas herramientas, ¡que ocurrencia! una cola de crin de caballo… Y se sintió animada por la presencia de su espada, un florín curvado a la manera otomana con el que degollaría a cuanto mequetrefe se acercara a su vida…

Aviones…

 

Aviones, cruzan el desierto urbano de Occidente.

 

Camino por avenidas calientes con

 

olores digestivos.

 

Árboles macaronésicos dan sombra a árabes pos-

modernos.

 

Muchachas virginales a la espera de ser

«informadas»…

 

Muchachas viejas, trabajadoras que comparten la

risa con miedo del horario.

 

 

Noticias animan el desierto nordestino.

 

Sirenas aúllan tu nombre.

 

Motores rockeros se agregan al tumulto.

 

Policías de paisano juegan un amistoso contra

 

inmigrantes ilegales.

 

Pierden los inmigrantes por palos y puñaladas,

 

Lunas «jilal» y «jalal», y alcoholismo de indio de

 

las reservas.

 

Poema e Ilustración de Farah Azcona Cubas,

escrito en Maceió-Alagoas, Brasil, 1999.

De Farah, hilando para sortear el destino.

Retornó a su oficio de aguja e hilo y cosió el lienzo de su diván. Pensaba, así, eludir la borrasca de la muchedumbre que se cernía sobre los dictadores árabes, pero una vez más era tarde: ya se había manifestado a favor de la turba que gritaba Libertad hablando con su amiga Maruja.

Agotada por la velada de la noche anterior, un cúmulo de groserías, vampiros antiguos muy ajados y muy poca música, había sorteado como había podido el devenir de la noche y despertó con un dolor de cabeza terrible. La pesadumbre de haber perdido su autonomía en pos de un hombre que la ignoraba, la irritaba sobremanera.

Pasó la mañana de un humor de fascistas y se desquitó en la peluquería de sus amigas, donde la pusieron al teléfono para que espantase definitivamente a uno de esos comerciales acosadores.

Una vez hubo cosido el lienzo, negro, verde, rojo y blanco, un diseño oriental que perpetraba los colores de Afganistán en silencio, se sintió transformada en Penélope, capaz de resistir la hipocresía y el agravio de la multitud, en espera del regreso de su amado Ulises, a quién no podía poner rostro dado el largo tiempo que habían permanecido separados. Aún así el amor le brotaba de lo más hondo de las tripas y temió que anidara en su vientre la serpiente de los celos o la del desamor.

Saltó de júbilo al comprobar en la televisión panorámica de su madre la llegada del Año Nuevo chino que prometía iluminar, con una sonrisa de gato fumador, la perspectiva de la corrupción de las fuerzas del orden de Rusia, que perpetraban en pleno aeropuerto de Moscú la más insospechadas tropelías contra los viajeros del Cáucaso y otras regiones remotas de Asia. Todo quedaría en promesas, pensó Farah mientras saboreaba una bebida de guaraná; ya estaba acostumbrada a la desidia instalada en los humanos. En el fondo prefería la tozudez de pavos y gallinas que revoloteaban en su jardín, a falta de un paisaje desértico que la consolase.

Pensó en la soledad infinita, compañera de cerros y marismas, mientras ansiaba la llegada de su amado Ulises, fiel compañero, que la ayudaría en la ascensión de una roca de 2.700 metros, llenando la cañada de risas, besos y algún furtivo amasijo de carnes entre las arenas y piedras de la meseta anterior a la maravillosa montaña, en cuya cima jamás se separarían, firmando en el silencio del cielo su unión milenaria.

Farah, los esclavos y la Luna.

Alagoas

 

Observó como las nubes de tormenta pasaban veloces, dejando ver un pequeño fulgor de la Luna que se retiraba para vencerla el Sol en su batalla diaria.

Otro día comenzaría y los humanos, humanóides y demás antropomorfos que se creen humanos, irían a cumplir su función de esclavo de los poderosos.

Recordó como un hombre hacía de bestia arrastrando tras de si un carro lleno hasta los topes de mercancías, en el Comercio de Maceió, y al expresar su sorpresa, su amiga Claudinha le explicó que estaba incluso contento.

Comenzó a recordar en la conversación mantenida, no sabía ya si meses o años antes, con Malika cuando ella le dijo que había seres que sintiéndose humanos, no lo son. Ella los llamó extraterrestres pero Farah pensó rápidamente en los antropomorfos, aquellos antecesores del hombre que estaban a caballo entre los dos estados.

En Agadir observó atentamente al jardinero de su mansión de rica europea, que costaba dos tristes monedas para ella, y lo vio esconderse a la hora del almuerzo. Seguramente comería un “Kadillo”, nombre marroquí para los bocadillos, de atún en conserva con huevo duro, viviendo en una ciudad que tiene uno de los puertos pesqueros más importantes del país.

Recordó dulcemente el discurso del hombre que observa los pájaros, su feroz combate contra el Estado y la sociedad establecida que le habían hecho amarle desde el primer minuto que lo conoció. 

Pensó en la tristeza de otro día más conviviendo con este sufrimiento causado por un sistema que usa el crimen, la especulación y el miedo como armas de sometimiento.

En las muchachas cansadas al final de un día agotador de pie doblando camisetas de cualquier tienda. Los repartidores de mercancías, sometidos a la indomable presión de conducir un carruaje a gasolina, el oro líquido de los ricos, aquellos ricos tan civilizados y democráticos que habían matado a cinco millones de niños iraquíes durante el bloqueo a Saddam Husseín, por existir la norma de que las amoxyclinas eran susceptibles de convertirse en armas químicas.

Mientras, en Amazónia y en la tundra de Mongolia los mismos seres vivirían libres y respirando un aire tóxico que los millonarios empresarios les mandaban de regalo, para ver si morían de una vez y se cumplía el sueño de Winston Churchil de “acabar con el problema indígena”.

Se dispuso a lavar su cabello, y sentir el agua correr por su cuerpo, para así poder superar el asco que sentía al ser humana y no poder hacer nada por evitar toda aquella barbarie.

 

Farah, Muhammad y el automóvil.

Farah llevaba pensando varios días en que Muhammad llevaba mucho tiempo sin ir a clase. Esa noche, a la hora cierta, él llegó con su barba rubia de vikingo del norte de África, y la saludó. Preguntó algunas cosas de la clase, exámenes y demás detalles nimios, comparados con la intensidad de la mirada de ambos, como midiéndose. Ella le dijo que le daría su dirección de correo y así podrían hablar con calma sobre lo que le hiciese falta.

Al iniciarse la hora de clase se estableció un debate sobre el film de Roberto Benigni, “La vita é bella”, y Farah, como siempre la primera, de manera vehemente expresó cuantos claroscuros hay en los humanos y como la historia que narra queda suspendida entre los ladridos de los nazis y lo buenos-buenísimos que son los judíos y demás condenados al campo de concentración en el que transcurre la trama. Muhammad dijo que estaba de acuerdo con Farah en su visión e interpretación del argumento y la miró directamente a los ojos al decirlo. Acabó la clase y su compañera le contó que él esperó a que las dos se separaran, para acercarse en medio de la muchedumbre y hablar con Farah. Le dijo que le enviaría un correo y así ella tendría también su dirección. Se despidieron en árabe, con la sonrisa de él escuchándose por encima de las conversaciones anodinas que se tenían los demás alumnos en la puerta, feliz por escuchar hablar en la lengua de su madre.

Farah se entretuvo haciendo un cigarrillo con su compañera y fumaron caminando. Farah observó como Muhammad se alejaba en su automóvil mirándola fijamente desde la ventanilla cerrada…

De como Farah vistió las ropas negras, cual Antígona.

Una vez muerto su padre, y antes su hermano y su marido, Farah vistió unas ropas negras, ásperas, hechas astillas, casi de madera. Su llanto traspasó de un continente al otro, y así lloró en Europa, América y África. En su periplo desde Agadir a Tánger, dónde está la morada de Calíope, lloró ininterrumpidamente por treinta días y ni la mismísima visión de Yasir Arafat, pasando velozmente con su coche negro a su lado, pudieron consolarla.

Atravesó la cordillera del Atlas desconsolada, atisbando desde su ventanilla el abismo, interrumpida la marcha por la limousine con antena parabólica del rey Muhammad VI.

En Agadir le habían contado que éste deseaba construirse un nuevo palacio, dado que en el actual se escuchaban fantasmas que atormentaban el sueño real. Allí pudo contemplar la nube de soplones, que conforman la telaraña que protege a la monarquía jerifiana de sus súbditos, más que hartos de pasar hambre y miserias.

Paseó en torno al puerto, atisbando la vieja Kasbah y la ciudad antigua, sepultada por un terremoto en 1960 debajo de un barranco, que quedaban al oeste del barrio de Talborjt, su barrio favorito.

Se cansó de ser vigilada por los gendarmes reales, policía turística, soplones, las viejas y los jóvenes de la ciudad, y emprendió la huida ya que no la dejaban llorar en paz.

Continuó llorando mientras atravesaba el Estrecho de Gibraltar. Siguió llorando en el avión hasta Madrid, para luego llorar once horas en la travesía transatlántica hasta Sâo Paulo. Cada vez estaba más delgada, y después de sentirse completamente sola en el mundo, en la Plaza de la Esperanza de Agadir, sólo deseó morir, asunto que casi consigue con la muerte de su padre.

Pasó dos meses internada en un hospital, por los nenúfares que le habían salido en los pulmones enviados por Boris Vián. Soñó, mientras estaba muy grave, que volvía a viajar, ésta vez en un avión rojo, alemán, y se vio a si misma empuñando el pasamanos de la escalerilla de la aeronave, mientras observaba el sol dorado del atardecer que iluminaba su cabello en llamaradas de henna.

Al despertar y ver que solo había sido un sueño, lloró amargamente, odiando con todas las fuerzas de su alma aquella tierra maldita que la había visto nacer. Un lugar en el que había comprobado lo crueles y maledicientes que pueden llegar a ser los humanos.

A lo lejos escuchó la voz de su madre llamándola, y volvió al planeta Tierra, para comprobar cuantas personas la querían y deseaban tenerla a su lado. Recordó un sueño que había tenido antes de que la Batalla comenzara. Se vio a si misma cabalgando un caballo, en medio de su ciudad, que al mismo tiempo era Afganistán. Huía perseguida por unos bandidos, también a caballo y empezó a bajar una montaña muy, pero que muy grande…

Farah, el buen leñador y las ovejas pariendo.

En 1999 Farah atravesó uno de los periodos más difíciles de su vida. Tropezó un día con un leñador, de piel dorada, que la invitaba a su granja y subía y bajaba en su coche de montaña a buscarla a sus clases en la universidad. La gente murmuraba, no fuera a ser que tuvieran una relación en pecado y sin la ley. Llegaron a preguntarle, en el colmo de la desvergüenza, abiertamente si existía una relación amorosa entre ellos.

Farah se cansó de explicar a todos, incluida la familia del leñador, que se querían como hermanos pero que, aún deseándolo ella con locura, no había nada más allá. La juzgaron y sometieron al escarnio más grave de los que siempre había resistido, una guerrera como ella curtida en las guerras púnicas que vio atravesar los Alpes en elefante a Aníbal Barca.

Farah y el buen leñador disfrutaban de las cosas más simples como aromas de madera sumergidos en agua, aceitados por él con los más finos aromas, un cigarro contemplando la puesta de sol. Ella asistía estupefacta a la pasión del hombre por los animales que criaba y como lloró un día al descubrir que unos perros salvajes habían atacado a su ganado. Ella le consolaba riendo, viendo juntos como el gallo superviviente, que se había tirado al pozo de aguas negras para esconderse, media hora más tarde ya proclamaba con su cacareo ser el jefe del gallinero. Farah recordaba muy bien la tristeza del buen leñador al hablarle de la tierra y de la incomprensión que le circundaba, rodeado de gentes montunas, acostumbradas al maltrato y la vida sin el más mínimo refinamiento, del que él era un maestro.

La voz de Cesárea Évora cantaba en aquella triste granja, en la que se respiraba la impotencia que sentía el hombre para lidiar con todo aquello. Atesoraba en su memoria dos instantes maravillosos y llenos de luz: uno viendo al leñador embadurnar veinte kilos de queso con pimentón rojo y aceite de oliva, y el otro cuando en medio de la noche, él la despertó y asistieron juntos al parto de una oveja, de la que nacieron dos corderos preciosos.

Farah pasaba los días disfrutando de la necesaria soledad que el leñador le proporcionaba, de forma exquisita, y se sentía meditabunda, taciturna y ensimismada, debido al hashísh. Ella se sentaba a beber una cerveza detrás de otra hasta caer desmayada, en un sueño que sin alcohol no conseguía.

Decidieron viajar, pero separados. El leñador a América del norte y Farah a América del sur, después de haber visto ella como Fernanda Montenegro la llenaba de compasión en el film “Estación Central de Brasil”. Fue la última vez que se vieron durante un largo, muy largo tiempo…

Farah y la muchedumbre ciudadana.

Descansó en el timbre de la voz de María Callas, escuchando como versaba su plateada cascada por la garganta, y prestó atención a la frase “folla cittadina”. Exactamente de esa “muchedumbre ciudadana” acababa de huir, cerrando la puerta de la terraza con un estruendo.

La llamada de su amigo, al que no veía desde hacía doce años, la había llenado de alegría. Sintió como un ciclo se cerraba en su vida. Continuó laboriosa en sus artesanías, que iban desde teñir telas, pintar otras ya teñidas, y celar la marcha de los marcos de sus amados muñecos. Recordó la frase de Egipto “teje, tejedora, telas para usar y telas para honrar…”

Pasó de una música a otra, hasta aterrizar en María Callas cantando a Puccini. Su gramófono digital recorrió el piano pulsado de África, las voces infantiles del Sáhara y los trombones de Transilvania.

De vez en cuando iba a la terraza a apurar un cigarrillo, y fumó de varias clases: de tabaco puro de Brasil cultivado en Arapiraca, virginia americano y rubio inglés, saboreando cada uno de ellos mientras su espíritu revuelto se asentaba.

Observó con atención la baraja de Tarot, y vio como cada una de las figuras le hablaba, en un lenguaje telepático, de unos y de otros. Necesitó refugiarse en su querida baraja por la escaramuza que había tenido esa mañana con un supuesto “derwish”, al que expulsó con cajas destempladas de su casa, al decirle éste que encerrara a su querida loba Habiba. No había opción posible. Todos los que rechazaban a la pequeña loba, la rechazaban a ella, en una prueba de fuego alocada, inventada por ella misma.

Tomó una pastilla de gas de basurero napolitano, para el dolor de cabeza, y se dispuso para la noche, mientras María Callas cantaba en alemán un asunto de una muchacha llamada María, repitiendo un saludo romano, que ella entendía a la perfección de su paso por Volúbilis, “Ave María…”

Ilustración Diego Rivera «Alameda».