De Farah y el cuero corroído.

Se sintió abrumada por el peso de la vida, sin más.

De repente.

Le cayó todo el peso del globo terráqueo encima, y fue

mujer en un mundo repugnante.

Asqueada, se abandonó a su dolor de cabeza, las

náuseas, esta vez reales, y el desamor.

Ella hablaba de un estudio sobre la violencia en los

jóvenes árabes. Él hablaba de armas, sabía sus

modelos, peso y calibre.

Parecían dos monólogos que nadie escuchaba.

Empezó a enfadarse, y apesadumbrada lo abandonó

en la ducha, con una frase que ella sabía lo dejaría

desconcertado.

Harta de un juego de dolor interminable, no sabía más

que debía hacer. Ni siquiera quiso hacer nada. Hastío

era la palabra.

Fingió no estar enfadada, ni decepcionada, cuando él

le preguntó. Su cara jamás ha disimulado nada, y

cien mil años de historia le cayeron en el rostro esa

noche.

Él deambulaba, torpe, por la vida de ambos, sin saber

que hacer o decir.

Ella lo despidió en la puerta con una mirada que

contenía toda la tristeza del Océano.

Él se resistía a abandonarla, y ella dibujó una sonrisa

que sabía lo alejaría.

Él continuó preguntándole, desconfiado, a través del

teléfono que era lo que le pasaba, la noche llegó y

ella cortó la conversación.

Al día siguiente decidió viajar a visitar a una amiga.

Tomaría un avión que le borrase la tristeza de la faz.

Habló con su madre y juntas lo planearon todo, quién

cuidaría a la loba en su ausencia y algunos detalles

del dinero, y más componendas cotidianas, de

las que sólo las mujeres resuelven bien.

Deseaba tanto ver los ojos limpios de su amiga,

tan amada. Hablarían deseosas, de saber la una de la

otra, animadas por el cotarro político y la basura en

la que se les había convertido el Mundo. La llamó para

decirle que iría a visitarla, y una nueva

esperanza, pequeña como la luz de una

vela, comenzó a encenderse en su alma.

Su alma. La de las mil batallas, pedazos hechos

jirones colgándole, cicatrices que sólo a él le

había enseñado.

Miró a su loba dormir feliz, y verla la consoló.

Escuchó a la loba beber agua, con ese sonido

familiar, de vida en comunión, sólo con ella.

Afiló sus colmillos, loba también, para

comenzar una nueva andadura. Lavó su

pelaje que brillaba más tarde con el sol de la mañana.

La conversación con los Tidjaníes le devolvió la

fuerza que creía perdida. Hablaron de

la Vida, el Alma y la Ciencia.

¡Oh Ciencia amada que no conoce fronteras!

Omnisciencia del desierto, al fin. Se declaró

observadora de la Baraka y ¡el tidjani la entendía!

Despertó a la mañana después del peso, la angustia y

aquel parloteo sobre armas, que aún le rondaba la

cabeza.

Ella supo que sólo era cháchara, y le resultó tan

infantil que abominó de aquel hombre. ¿Qué sabría él

lo que era asustarse al ser encañonada en cualquier

calle de Salvador, Bahía?

Ver la boca pequeña de un revólver plateado y feo,

apuntándote.

Contemplar a los verdaderos bandidos blandir sus

ametralladoras de culata corta, vigilando su bosque, al

que una vez entrabas, salías bandida o cadáver.

Borró aquella presunción, aquella bravuconada de

hombrecito patético, con sólo pensar en la valentía de

una mujer iraní que afrontaba su historia.

Recogió sus cabellos de henna, largos, y comenzó a

preparar su hiyab, para emprender su nuevo camino.

Mejor así, pensó,  sin que los bandidos observen el

brillo del pelaje de una loba que cuida celosamente de

su manada.

Vía Tiŷāniyya http://www.tariqa-tijaniyya.es/doctrinas.html

 

De Farah, ciudadana del Amor y la lobezna Habiba.

Farah echó una mirada rápida a su correo y vio que aún no llegaba la confirmación de que era bella y deseada, en forma de respuesta de aquel niño precioso convertido en hombre a la fuerza. El miedo a su libertad en cuanto al amor, arredraba al más fuerte de aquellos hombres niño con los que se topaba por doquier.

El amor de su cría de loba, Habiba, la conformó, y la hizo sentir feliz y querida al fin.

Al final había encontrado un lugar en la Creación, y era dentro de la manada de lobas universales. Animales con un instinto superior, dotadas de una inteligencia emocional que les hacía ser precavidas y amorosas al mismo tiempo. Ahora podía entender muchas más cosas de su naturaleza fiera y defensora de la manada, en la que creía ciegamente, a pesar de todo.

Recordó a su hombre niño que observaba halcones y aves rapaces, trepando por paredes de montañas inaccesibles para ver los nidos y observar a unos pájaros que no sabía eran los favoritos de Farah. Recordó su miedo a entregarse y sus mentiras de niño, para salvaguardarse de formar parte de la manada de Farah y Habiba.

Él hablaba de la Anarquía y la Libertad sin saber lo que era, y con una rigidez que alejaba de él toda posibilidad de experimentar ninguna de las dos cosas. Miedo y rencor, pensó ella, recién llegada de la calle de arrastrar huevos, limones y demás comidas hasta la madriguera en la que pensaba criar sus lobeznas en forma de amor.

Amor era lo único que importaba a esta mujer capaz de morderte con afilados dientes y de lamer dulcemente tu cara en cuanto te sintieras libre para no mentirle. Pensó de nuevo en su hombre niño observador de aves y en los halcones, águilas y pájaros que conformaban su vida.

Lo imaginó trepando por un acantilado hasta alcanzarla a ella. Para observarla como a los halcones. En el fondo se sentía escrutada cada vez que se encontraban. Su discusión sobre la religión y sobre la cultura popular le reveló que no sabía que le hablaba de la religión de los lobos, de su amor por la manada y de su rígida jerarquía establecida así desde tiempos inmemoriales para obtener más efectividad en la caza.

En el fondo ella jamás abandonaría su forma salvaje de ser, su amor por el fuego a la intemperie con un techo de estrellas gigantes, iluminando un negro azul de la bóveda celeste, inmensa en las noches sin Luna.

La propia rigidez del hombre niño observador le revelaba como un lobo fuerte y capaz de llevar con diligencia su manada al éxito. Inconsciencia de hombre simple, quizá demasiado, pensó que le incapacitaba para amar y ser amado, por una mujer fiera que lucharía por él con dientes afilados, y que sería capaz de lamerle con lengua dulce, cuando regresara de la injusta tarea de enfrentar el día a día.

Pensó en su tristeza, y ante su frialdad a la hora de responder a su pregunta sobre la procedencia de aquel semblante triste y aquel silencio impenetrable, casi religioso. Quería decirle que era un niño con miedo de sentirse solo y que no tenía una loba que le acariciase cuando se sentía triste, pero guardó silencio ante lo precipitado de su marcha y allí quedó una vez más, ensimismada en su mundo de lobas…