Farah, la fiebre y otras tristezas

Salió de las brumas de la fiebre para fumar otro cigarro, mientras escuchaba una y otra vez a Fayrouz cantando «Habbaitak Bi saif». La tristeza la saludó y le dio la bienvenida, al mundo unipersonal al que ya estaba más que acostumbrada. La comunicación entrecortada con aquel hombre sencillo tampoco ayudaba mucho. Mientras no se hablaban se decía a si misma que era uno más que arrancaría un pedazo de su corazón y se iría, como dice la canción de Janis Joplin,y cuando le hablaba, él entendía todo sus pensamientos y su forma de ver la vida…
Le resultaba desconcertante, era tan sumamente desconfiada que creía que sólo lo hacia para complacerla. Mientras se recreaba en su tristeza solitaria, él la llamó. Le dijo que tenia fiebre, como ella, y que también se deprimía en cuanto dejaba de comer un poco… Logró animarse un poco conversando con él, pero en cuanto colgó el teléfono, el mar de las dudas desembocó de nuevo en el golfo de la tristezas. Triste mapa para una mujer que deseaba ser amada con todas las fuerzas capaces. Desechó esas ideas victimarias y miró hacia el día siguiente, el día que debían encontrarse.
Deseó que fuera un encuentro agradable, en el que no sintiera que le tomaban el pelo nuevamente. Confiaba bastante en él, pero podría resultar todo una mentira más… Se revolvió en su propia contradicción y volvió a liar un cigarrillo, para escuchar de nuevo a Fayrouz.

Farah y el crimen.


Dormitaba, inerte en el sofá viendo como los norteamericanos le dedican un culto ritual al crimen, hasta en sus más mínimos detalles. El único ritual superviviente en la sociedad de la comida basura. Una gota de sangre en la pared, un cadáver bellísimo trucado con fotoshop, para ejercer presión sobre el espectador y mucha trama leguleya, para que crean que lo saben todo. Quién sabe si después se animen a asesinar a alguien y entren en los anales de la televisión.
Encendió un cigarrillo como aquella mujer de Nevada. La visión retocada fotograma a fotograma de un asesinato no incluye jamás los olores, ni el tacto viscoso de la sangre. No estaría tumbada en el sofá oliendo el vomito o la peste a putrefacción de un muerto reposado, diría macerado días y días, hasta que aparezcan los salvadores de la sociedad del bien, y arresten a los malos con sus pruebas de ADN, pelos analizados y señales que nos habrían pasado inadvertidas a todos. La realidad del crimen resulta entorpecida por la infalibilidad de los buenos, e incluso recompensada con una justiciera venganza cuando el criminal puede quedar impune. Detalles tremendamente sórdidos que embellecen la muerte violenta hasta darle un no sé qué de perfecta imagen…
Farah se preguntaba que sería peor: la muerte retratada una y mil veces en la pantalla de la televisión, en Miami, New York, Los Angeles y en Las Vegas, o la muerte en vida de millones de mujeres maduras como ella, condenadas al sofá y a asistir impertérritas al holocausto diario al que se enfrenta la gente.
Resultaba una suerte ser tratada con mimo por forenses inexistentes que hacen las autopsias a muñecos de celulosa con órganos vitales falsos, ser duchada con esmero después de muerta, mientras a una le hablaba una mujer afro americana, en voz tenue, confidencial rayana en lo sexual, sustituido a veces por un tono maternal.
Planes infernales de cómo asesinar interminablemente a toda la humanidad, gota a gota, sin el descaro pornográfico de las imágenes del holocausto judío en la Alemania nazi, porno suave que te acostumbra cada lunes a tratar con el crimen y aprender a justificarlo, juzgarlo y condenarlo, sin moverte del sitio, rascándote la piel allá por el elástico de las bragas.
Continuó muerta en vida, desmayada en su madurez femenina, condenada a ser invisible en un mundo de fantoches retocados, esperando su suerte, que vendría en forma de hombre joven, no muy culto, de cuerpo musculoso, que vendría a disfrutarla como si de un crimen se tratase, relegándola a enamorarse de un imposible y seguirse conmoviendo todos los lunes. Por la suerte que tienen los cadáveres allá por América del Norte…

"Dos damas muy serias" Jane Bowles



Reedición de Anagrama en su colección «Otra vuelta de tuerca» del libro de Jane Bowles «Dos damas muy serias», que incluye también los relatos recogidos en «Placeres sencillos».
Más que recomendable la lectura por cuanto de profundo y extraño tiene toda la escasa obra publicada de esta autora norteamericana de orígen judío. En la foto en blanco y negro, junto a su marido y amigos en Tánger, ciudad en la que transcurrió gran parte de su vida.