¿Y tú dónde estabas?

 ¿Dónde? Cuando Carlos Marighela escribía poemas, cuando lo tirotearon.
Cuando la Dictadura recorría el Planeta de Norte a Sur, de Este a Oeste, porque yo estaba allí.
Durante cien eclipses, aluviones, riadas, nevadas y tormentas. Con Luna llena o con Sol en Capricornio.
Con amor o desalmada. Con psicosis o perseguida, yo estaba allí.
Mientras el fútbol apagaba los gritos de la tortura y tiraban a gente sedada de los aviones del ejército. Mientras Leónidas Brezniev se apagaba, y nuestra esperanza con él, yo estaba allí.
Cuando derribaron el Muro, que en Berlín nos separaba de la ignominia que tenemos ahora. Cuando la heroína fue distribuida para acabar con lo más brillante y libertario de la vanguardia en 1980. Cuando llegó el terror del SIDA, yo estaba allí.
Cuando me dejaste esperando en una plaza inmunda de un pueblo mugriento, y nunca regresaste, yo me quedé allí.
Cuando me llamaste provocadora, hostil, áspera y me echaste de tu lado. Yo seguí estando, allí y aquí.
Aquí en mi vida, estaré siempre esperando, con mi corazón de pétalos blancos. Mi alma de perigeo alumbrará más allá de tu perfume caro. No necesitaré cirugías pues nací anciana, con el dolor y lo decrépito marcados a fuego en el corazón.
Por mis venas jamás ha corrido una gota de sangre, pues me la vaciaron toda, a fuerza de señalarme, darme puñetazos y arrancarme el pelo de raíz.
Y heme aquí como india salvaje, negra Malé y amazigh tumultuosa de estirpe romana. Lo más salvaje del Planeta embellece mi piel, mi corazón, mis ojos y mi alma.
Rodeé tu sintaxis para sortearte, a ti y a todas las que van por el camino cierto, pues el mío fue torcido ya antes de nacer.
Y así seguiré por el resto de la Eternidad, al frente de toda disputa, de todo lo innombrable que la gente vagabunda de sí, rehuye.
Al pie de la batalla y sin más bandera que mi cuerpo desnudo, sin miedo a nada. Al frente de la vida, al filo de lo doloroso por demasiado placentero.
 Y hoy que la Luna se oscurece del todo, para dejar que la verdad brille como el “Cuchillo de plata” de Cecilia Meirelles, te pregunto:
¿Y tú dónde estabas?

La mirada desconcertante.

Los ojos de aquel hombre la miraban de una forma extraña. Queriendo saber, escudriñar y entenderla. No era una mirada  que le diese miedo, pero si la desconcertaba, pues no se correspondía con su actitud.
De hombros anchos, brazos muy fuertes. Preciosas piernas y poderosos pies, que se adivinaban debajo de aquel cabello largo y aquella barba. Para ella un hombre bellísimo. Desnudo, aún cubierto de ropa.
Lo que ella sería para él, era para ella un enigma. No se podía adivinar nada de su gesto cerrado y sus ojos entreabiertos por el alcohol. Su andar poderoso le producía seguridad y excitación. Deseaba que la estrechase en sus brazos al ver su potente zancada, y la excitaba el poder con el que mostraba su paso.
Era un hombre abrumador en el que no dejaba de pensar. Las circunstancias ayudaban bien poco y su compañía era dividida con otro amigo: siempre los tres en conversación.
 Él buscaba momentos a solas con ella, muy veladamente. Tímido y medroso al extremo. Ella le producía miedo, verdadero pavor de mostrarse como realmente era, sin excusas, sin más tardanzas.
Él le confesó que deseaba seguir sus pasos, de una manera muy sutil. Ella acogió el comentario con extrañeza, y el desconcierto aumentaba. Con cada pinta de cerveza que él tomaba, ella se tornaba confusa y embriagada por su presencia, mientras él sólo la miraba. La escrutaba queriendo saber, conversar, aturdido por el alcohol.
Recordó su rostro curtido, precioso, de boxeador. Sus tatuajes coloridos que embellecían sus poderosos brazos, aquellos que ella deseaba tanto sentir abrazándola… Pero él ya estaba casado con la cerveza.

Corazón blanco.

Su corazón, delicado, de blancos pétalos y refinado aroma nocturno, se armó con pistolas de plata.
Herido después de haber sido amado, su corazón no comprendía el motivo de tanto lastimarla, después de darle tanto, tanto amor.
Una vez tras otra florecía, a pesar de los empellones recibidos. Del orgullo y del miedo. Del desamor y los desalmados.
Y se enfrentó a la cara femenina que, pretendiendo humillarla, quedó al descubierto por su amargura y resentimiento contra su propia feminidad, tiñéndose de misoginia. La cara de endemoniada y retorcida la contempló atónita, ante los balazos de sus ojos, que la ignoraban. Tan sólo acertó a preguntarle que si se encontraba bien, respondiendo el blanco corazón con un escueto: Yo sí.
La tarde transcurrió entre la bruma del polvo africano y las azucenas del balcón, amadas. Tan amadas que trajeron al hombre que tenía miedo de sentir lo que fuese con ella. Yacieron juntos en perfumado beso y, más tarde, él le escribió desde su timidez para disculparse por haber huido dejándola así.
Ella, sagaz y con carcasa de plata envolviendo su corazón, le dijo que no tuviese miedo de mostrarse vulnerable y con miedo ante ella. Él lo agradeció, dispuesto a entregar su corazón, oloroso como sus azucenas, para ser cosido a balazos.

Ella, la hiel del desamor y los pájaros del amanecer.

La mañana del día después al desamor fue llegando. En forma de tosco despertar, mal abrazo y canturreo de mirlos. Todo esto la sumió en el bucolismo que la acompañaba desde días antes, cuando pensó en él. Cuando recordó que hacía días que la rehuía, y no le hablaba.
Decidió hacerlo ella, tan dada a no tener orgullo en el amor, como hacen las buenas amantes.
Hubiera sido mejor haber sabido amar menos, y defenderse mejor. Elevar la alerta que avisa de los carroñeros que pululan alrededor del placer femenino para negarlo. Pura misoginia, pensó ella.
Después de una durísima discusión decidió acabar aquella historia, larga demás para su gusto, que llevaba sumiéndola en la incertidumbre desde al menos hacía tres años.
La cobardía de él no la cogió por sorpresa. Había dejado de escucharlo por un par de meses cuando la mostró por primera vez. Cuando supo que el armaba una treta para esconderla sintió lástima. Ella jamás tuvo miedo al amor ni a sus consecuencias, por muy nefastas que fuesen. Y así se encontraba de nuevo con el rechazo rudo al abrazo del amanecer, que debería haber sido de amor.
Nunca, en todo aquel tiempo, había encontrado más consuelo que la brisa en las palmeras imperiales de Recife, al lado del Palacio del Gobernador, y viendo la risa de los niños del Nordeste de Brasil, su patria lejana.
Una patria con olor a carne seca al sol y meado en la calle de arena. Una patria de océano helado para resistir el calor tropical. La patria de la música y el baile, dónde cualquier cosa es motivo de fiesta, y la añoró más que nunca, al punto de comenzar a llorar. Desconsolada por el amor cobarde, sólo derramó lágrimas por la valiente patria perdida.

Y tú.

Y tú me llamas indecisa, después de decirme que tienes miedo de que me enamore de ti.
Y deseo preguntarte.
Si acaso no te enamoraste de mí en secreto, y tuviste miedo hasta de tu pensamiento.
Me tutelas, presuponiendo que no debo sufrir por tu amor, y por ello me desprecias.
Y deseo decirte.
Que soy mayor de edad emocionalmente. Que si me enamoro de alguien no es necesario que me correspondan, pues hasta ahora sólo encontré mentira y acomodo. Que si sufro por amor es asunto mío, y que si no me amas o no te atreves a hacerlo, yo resolveré mis problemas como he hecho siempre.
¿Indecisa? ¿Quién decidió que yo fuera arrojada a una selva de hombres que se creen en el derecho de decidir por mí, lo que me hará bien y lo que no?
Y a ti que me has llamado indecisa te digo:
Que no necesito las migajas de tu compañía, que son saciadas con creces por el amor que le tengo a la amistad y la buena compañía, de las que ando sobrada.
Te digo que si te abruma mi talento y mi carácter, no eres el hombre que busco ni siquiera para un minuto de sexo lujurioso y que seguiré adelante sola, como siempre.
Definitivamente me alegra restar en soledad por siempre, si la alternativa es estar acompañada por alguien como tú.
Y yo te llamo Fraude.
Fraude por presuponer que debes tratarme con dulzura para llegar hasta mi ropa interior, si luego destruyes mi corazón lanzándome a la cara palabras peores que puñetazos.

 Te llamo Fraude por creer que eres un hombre cuando tienes el vestido de Supermán ajado, de tanto presuponer. Fraude, de niño caprichoso con la melena al viento, que se cree hombre para decidir cuándo debo sufrir o ser amada. Definitivamente, estoy mejor sin tutoriales de cómo ser mujer, porque lo soy desde hace miles de años.