DADE


Dade- le dijo él, enseñándole a decir padre en lengua Rôm…
Se conocieron en plena calle, él con su maleta, su clarinete y su americana de hombre rôm, ella con su americana, su pañuelo turquesa de seda india y sus sortijas de plata. Una verdadera chica rôm- le había dicho él cuando ella extendió sus cartas y leyó su destino en la mesa de la cocina. Esa noche se amaron con la furia de los que saben que nunca más estarán juntos. Ella, reacia a las bebidas alcohólicas se sintió bien, mientras él tomaba una cerveza detrás de otra. Se sentía muy feliz con un hombre que tocaba clarinete en una esquina para ganar su dinero. Ese mediodía, cuando salió de su trabajo, acudió a la cita que habían concertado en la calle, y lo encontró en una esquina tocando. Al verla, él recordó la conversación que habían tenido por la mañana en aquel bar y empezó a tocar «Desafinado» de Tom Jobim y ella se sintió enamorada, como hacía años que no lo estaba. Marcharon juntos en pos del tranvía, que les llevaría a las horas de amor que el destino les había regalado.
Se sentaron y hablaron mientras comían pollo a la moda de la India, cocinado por ella, con arroz aromático, y él se dejó seducir viendo que ella era una mujer de su cultura…
Seguían sin tocarse.virginales ante la sorpresa mayúscula de encontrarse fortuitamente, o no, en aquella calle a las ocho de la mañana. El tomó un baño mientras ella colocaba un disco de Django Reindhart, que acarició las paredes del apartamento con su guitarra manouche. Continuó lavando los platos sorprendida por la presencia del chico en la cocina y se sentaron juntos con una sonrisa en la mesa de la cocina, mientras él le contaba que tenía su vida en otra ciudad, que tenía un hijo… como advirtiéndole de que nunca estarían juntos, más de aquellas horas robadas al azar. Aún así ella encendió una varita aromática de perfume fuerte, oriental y la colocó al lado del equipaje del chico. Le anunciaba así, que comprendía su vida, y le dejaría partir una vez agotado aquel amor fugaz que se quedaría para siempre en la vida de ella, en forma de nota de una música perdida que sonaría en su mente al recordarlo.
La música trajo la palabra Dragostea, y ella preguntó su significado. Él respondió «amor», y ella definitivamente derrumbó sus defensas ante un hombre moreno de ojos y pelo negros como la noche, que había tocado una música solo para ella en plena calle, a la vista del mundo entero. Él acarició a la lobezna Habiba, echada a sus pies bajo la mesa y ella sonriendo le dijo «Dade»…

FREVO


Atardecía en el calor reseco de Recife, y la trompeta que anunciaba el Frevo le despertó súbitamente del cansancio de volar mas de quince horas para llegar allí.
Atrás había quedado Madrid, con un frío igualmente reseco que le hizo tiritar los huesos, y Salvador de Bahía donde había amanecido mientras el avión se posaba en aquel aeropuerto, que la saludó- la primera vez que lo pisó con un buitre apestoso observado desde la ventanilla ovalada del avión.

 

Miles de recuerdos se agolparon en su mente al pisar aquella tierra inhóspita y querida al mismo tiempo.
Memoria de un tiempo que sabía no tenía retorno, y que empezaba a reconstruir aterrizando de nuevo en aquella ciudad, no para quedarse como antes, sino para continuar en otro avión hasta Recife, adonde llegaría dos horas más tarde.

Observó como los limpiadores del aeropuerto hablaban de ella, creyéndose solos, y escuchó sus planes para robarle, pensando que no les entendía. Abrió la puerta de golpe, y ellos al verse sorprendidos bajaron la mirada ante una mujer tan feroz.

Había aprendido a comportarse así en aquella ciudad, que la había adoptado y le había incrustado su violencia, en forma de navaja herrumbrosa y cristal hecho añicos. Nunca volvió a ser la misma persona después de vivir dos años en Salvador, después de soportar como la infancia era maltratada y la inocencia mancillada por seres groseros que no podían pensar en otra cosa que la maldad, contemplada con paciencia y lágrimas, cada vez que salía de su trabajo en la zona turística por la noche.

Al oír la música agreste de la trompeta, mezclada con el tambor ibérico siguiendo un ritmo sincopado africano, miró a su amiga y su sonrisa la reconfortó después de pasar aquel infierno de aeropuertos brasileros, en los que hombres que vivían debajo de las alas de sus sombreros negros de fieltro, la habían escrutado haciéndole sentir la persona más sucia del mundo. El desprecio de la gente hacia los extranjeros le hizo adoptar instantáneamente su personalidad tropical, adquirida dos años antes, y se defendió nuevamente con hostilidad.

Contempló el atardecer desde la muralla del siglo XVI en Olinda y saboreó su crépe de tapioca con queso, respirando al fin. Observó el océano Atlántico y no lo reconoció, en aquella latitud tan al sur del Ecuador. El viento Terral acarició su rostro cansado después de tantas horas de encierro aeronáutico, y lo sintió como una medicina que le curó el alma. Recordó por un segundo el mural de estilo indigenista que le había dado la bienvenida en el aeropuerto y el recuerdo de los sombreros negros, escrutadores le devolvió el malestar por un segundo. Se consoló pensando que estaba en el carnaval de Olinda, y prestó atención a las muchachas vestidas de «freviño» que bailaban debajo de sus sombrillas multicolores. Comenzaron a andar y un poco más allá encontraron un guitarrista que cantaba canciones de cordel hablando del desierto nordestino y de algún «cangazeiro» con mal de amores. Fumaron juntas. sintiéndose cercanas después de años sin verse, sin tocarse, y hablaban sin parar… Poco podían imaginar la tragedia que se les avecinaba, en aquel tórrido verano pernambucano.