Farah, revolviéndose para no ser tomada como concubina.

Fulani-11
Amaneció con una campanilla que resonaba a lo lejos, muy a lo lejos, mientras ella aún dormitaba, sin saber a que correspondía aquel tintineante sonido. Sólo después de sentir como el campanilleo se tornaba cada vez más próximo, adivinó que alguien, a lomos de un dromedario, se acercaba a su campamento, poblado por lobas, tortugas y cernícalos, además de los genios del hogar que mantenían la lumbre prendida toda la noche en el gélido desierto. Abrió los ojos y ya sintió náuseas, por saber que debería hablar con algún humanx.
Le sorprendió la presencia de aquel beduino delgado, visto ya en algún pozo, que sin pudor alguno desenrolló su turbante, mostrando su rostro sin velo. Se acercó a la lumbre, y sin más le habló pidiendo café, a lo cual ella accedió en completo silencio, para amedrentarlo, siendo consciente de su poder, pues ya su fama de mujer sola, guerrera e indómita, revoloteaba en los corros de los oasis y zocos de todo el Sáhara.
Tomaron café, y sólo entonces ella habló, mirando de soslayo como el hombre sacaba de su túnica una piedra de hashísh, y sin más comenzaba a preparar un cigarrillo. Ella dijo que no fumaría, y él continuó impasible al modo de los Imoagh, en su asunto.
El hombre bebía su café y fumaba su hashísh, de buen aroma, mientras acarició la mano de Farah, estremecida por el contacto inesperado. Un escalofrío recorrió su cérvix subiendo hasta su cerebro, recibiendo un vahído de deseo sexual.
Hicieron sexo, y él, cual pato la poseyó, como las bestias, abalanzándose sobre ella, creyendo que dos minutos y medio después, ella pondría un huevo…
Ella se lo dijo, recordándole las palabras del Profeta “no os abalancéis encima de vuestras mujeres como lo hacen las bestias, pues ellas requieren de vuestro cariño, buenas maneras y un largo cortejo, para estar prontas para sentir placer”. Él se excusó, diciendo que estaba muy cansado tras el largo viaje, pero ella muy enfadada le reclamó su placer, como mujer Touareg que era, dueña de si misma y libre de elegir al hombre que desease, siguiendo las leyes de su tribu.
Él dijo que volvería al día siguiente a cumplir como esposo, pero ella no le creyó ni una palabra y su cara de enfado hizo que no tuviera que decir nada más.
Él le contó que comenzaba a vivir con una buena mujer, y que deseaba estar con Farah, desde el momento mismo en que la vio acercarse al pozo de “Zem-zem”, ataviada ella con un fino velo azul con hilo de oro, a lomos de su camello, acompañada de su tribu de animales mágicos. Ella estaba a punto de romperse en millones de pedazos por dentro ante la mala práctica de aquel descarado beduino, de nombre Jasún, pero revolviéndose contra él desató su furia. Le dijo que su padre difunto, un verdadero Imoagh, y presente en el tatuaje de su barbilla, jamás hubiese permitido semejante atropello a su libertad, que era mejor que se fuese para siempre, con su buena mujer a su tienda “a poner muchos huevos de pato”.
Él permaneció en silencio pues Farah le había hecho dudar de su hombría, y podía estar seguro de que Al Láh había estado presente, cuando la defraudó. Jasún le pidió que le dejara pensar hasta la mañana siguiente, pues quedó muy turbado ante la honestidad de Farah, su compromiso con las leyes de la tribu, y miraba a su tatuaje, sin atreverse a tocarlo.
La tortuga Maïmouna le susurró a Farah “BismiLáh”, y ella gritó al hombre que se fuese por donde había venido, ya que ella jamás aceptaría ser la concubina de nadie, mucho menos de un hombre casado, y hecha una tormenta de arena roja, le expulsó de su tienda, mientras le escuchaba decir muy serio y apenado, que al día siguiente volvería con su respuesta….
Farah, acongojada, pasó el resto del día desmontando toda su tienda para purificarla del ultraje, llenando todas su telas de humo de hierbas medicinales, sus muebles, y hasta su loba, que estornudó ante el pesado humo del romero…

De Farah, el delgado hilo de la ignominia, el honor y la Paz.

Pendía la vida de Farah, desde hacia veintidós días, del delgado hilo de la ignominia, a la que era sometida constantemente, por no cumplir los “requisitos porno”, no ser accesible a adúlteros, muchachos de piel tatuada y depilaciones hecha con la espada…
 Pensaba frecuentemente en el honor, pesado fardo heredado de su padre que no la dejaba vivir tranquila, y la Paz que merecía su espíritu, agotado de batallar hasta por una triste sardina, o un poco de agua.
Su estirpe, heredera de los Mogoles que llevaron el Islam a la India, era guerrera por genética, y desde niña había trotado en burros, y practicado todo tipo de destrezas masculinas, muy prácticas para la guerra y la vida nómada. Su madre la había dotado de un intelecto fuera de serie, al criarla siempre dentro de la Ciencia, lejos del oscurantismo y la hechicería, que tanto miedo aportan al espíritu.
Ahora, pagaba las consecuencias de ser dadora de Paz, a través de la Guerra, y deseaba lavar los pies del amado para quedarse en su tienda con él, a disfrutar de la compañía de su corte de animales, cual soberanos en la nada.
Se conformó con unos trastos heredados de aquí y allá, que le parecieron llenos de vitalidad y posibilidades, pero faltaba él, su príncipe, que se demoraba en llegar, mientras ella ejercitaba la paciencia, escuchando la voz de arpa de aquella cantante, sumiéndose en la esperanza que le daba su poesía: “que la vida es un día, un día sin culpa, un día que pasa…”.
Esperaba sin creer en la suerte, ni en las lecturas del futuro, sólo esperaba, y como decía la canción “…pago para ver cual es mi lugar…”

De Farah, la tortuga Maïmouna, y el amor sensible.

Tenían una nueva habitante en el campamento. Una tortuga pequeña, heredada de una niña, que había viajado en el espacio-tiempo, trasladándose al cono sur. Le pusieron el nombre de la santa saharahui ya que nunca conocieron su verdadero nombre, y Habiba, la loba fiel, la había husmeado, creyéndola una pieza de caza más, por lo que hubo una reunión en el campamento, para declarar los derechos universales de la tortuga, aceptándola como miembro de pleno derecho de la tribu, escasa, formada por cernícalos, la loba Habiba, y ahora la tortuga, a la cual llamaron Maïmouna, de común acuerdo.
Por la tarde, después de dormir la siesta conoció Farah, al amor sensible, de piel morena refinada y dulce. La llevó en su camello enjaezado de azul celeste hasta su lecho, besándola y desnudándola, como nadie lo hacía, desde mucho tiempo atrás. Hablaron sobre la sensibilidad, y hasta pareciera que, estaban pactando los términos de un matrimonio por horas, a la moda iraní, que no acabó de disgustarla, ante la ausencia de su verdadero dueño, perdido en las fauces del tiempo, buscándola entre Parcas, Destinos y demás alimañas que se toparían en su camino, antes de encontrarla. No abandonaba jamás la esperanza de que ese hombre y no otro, llegara, y sabía que llegaría. A la usanza de las mujeres Touareg, se conformó con el amor sensible, mientras llegaba aquel que comprendería a cernícalos, lobos y tortugas, así como ella los comprendía, y pudieran vivir tranquilos, vagando por el desierto, a sus anchas, sin limitaciones, y su amor sería eterno…