VIEJA INFANCIA.

Miles de segundos de su vida se agolparon a su cerebro, conmocionado por la ignominia de la vida.
Segundos de infinita violencia, insultos, agresivas miradas, puños que chocaban contra su cara, contra su cuerpo…
Imaginó que ya nada de eso podía alcanzarla, llegado este instante de soledad, en Marte.
Suspiró por tanto amor no correspondido. Entregado al miedo a ser señalado. Sonrió ante tanta cobardía, pensando en lo fuerte y valiente que había sido, era y sería. 
Ella.
La luz de una pequeña lámpara roja de cristal le anunció el periodo marciano, extraterrestre, pues su amor no tenía cabida en un planeta tan mezquino.
Un Mundo lleno de vapor, caliente y mugriento le decía adiós desde lejos, cada vez más lejos. Las pequeñas heridas de sus pies la saludaron. Le sonrieron las uñas pintadas con esmalte de color lila.

Siguió, y nunca se sintió sola. Suspiraba por encender un cigarrillo. Apurarlo como se apura la juventud. Lo tomó entre sus labios, y lo encendió con su mechero de color turquesa. Aquel instrumento banal, icono de una vida plástica, también la saludó desde su pequeña llama. El humo la hizo saborear la Soledad. La disfrutó placenteramente, mientras observaba sus sucias sandalias de goma.
Un mundo femenino, mal mirado. Criticado hasta la saciedad. Aborrecido en lo más hondo de sus tripas. Vomitado y expulsado en forma de mucosidades. Tanto daño le había hecho que se había convertido en su hermano. Aquel hermano añorado, inexistente. Buscado en mil y una pieles humanas.
Le gustaba su compañía. Final de algún trayecto. Sin recorrido cierto, aún. Echó de menos los pies del amado. Acostumbrada a que le abrieran el camino. Triste, deshojada vida sin sus pies. Voz grave, voz melodiosa, voz…