El animal salvaje.

Estaba ahí. Lo tenía delante de sus narices desde el día que nació y nunca lo hubiese visto de no haber sido por su hermana Robberta. El animal salvaje era ella, y ella se había construido su propia jaula, a fuerza de ser como Durga, la diosa guerrera, o Palas Atenea, la que nació de la cabeza de su padre, sin ser parida…
Se liberó al final de su amargo yugo de tristezas adornado con flechas de la Falange española en el documental que había visto el día anterior sobre la masacre de Extremadura, por el Ejército de África y los falangistas. Masacrando a viejas niños de 16 años, niños pastores que contemplaron el asesinato de sus madres.
Jamás podría ser feliz en un mundo así, en el que a nadie le importaban esas cosas, a juzgar por el escaso sonido del timbre de su teléfono de casa.
La falta de afinidad la alejaba cada vez más del mundo, y ya llegaba a sentir horror de salir de su casa, y enfrentarse a aquella marea, dirigible, inculta, capaz de cosas peores que aquellas de 1936. Una suerte de ojos enjuiciadores a los que les era imposible substraerse y mirar altiva y guerrera, desafiándolos en su triste ignorancia. Uniformados para sentirse acompañados, “formando parte de”, cosa que ella, nunca conseguiría.
Pensó que se parecía al dios Shiva que vivía como un eremita lleno de cenizas y con cueros de animales, y a la vez con su esposa Durga, ataviada con ropas preciosas, y armada hasta los dientes para vencer al diablo-búfalo.
Al final había sido parida con una cabeza de elefante y una barriga blandita, como el hijo de ambos Ganesha, con su ratón leyéndole un libro, disfrutando de su infancia…

Amanecía mientras perdía al hermano…

Ya casi amanecía, cuando los genios de la rabia, por la falta de verdad en las palabras del hermano, que la habían herido en lo más profundo de su ser, la hicieron levantarse de la cama ante la imposibilidad de conciliar el sueño.
Decidió que era mejor, entonces rezar y consultar su amado Corán, que le daría la mejor respuesta, como siempre: la de Al Láh.
Extrañó la voz del muecín, que en Agadir a aquella hora, estaría llamando a la oración, en un tono bajo para no estorbar a los que duermen, y que para ella cuando los conoció fueron un alivio al saber que no estaba sola, que al fin existía un lugar en el mundo en el que un hombre entregado a su fe, a la confianza en sus semejantes, velaba por los que lo necesitasen. Nunca más deseó irse de allí, aunque extrañas circunstancias la hicieron marcharse para siempre de aquella ciudad, cuando estaba tramitando la residencia permanente.
Recordó como durante más de treinta días, lloró en soledad, sin que nadie la oyese ni la viese, por su desgracia y la de todo un mundo que se desmoronaba ante sus ojos. Como telefoneaba a su madre fingiendo que todo estaba muy bien y que se sentía muy feliz, cuando se sentía la persona más solitaria e infeliz del planeta Tierra.
Abandonada para siempre por el amor, al azar, de mano en mano, sintiéndose carne utilizada por el fraude y el engaño. Una mujer árabe más…. pensó.
Aún seguía mascullando en su interior las palabras de su hermano, que le volvían una y otra vez a la mente, no con odio ni con rencor, sino por sentirse defraudada por su amado hermano, que tenía tantas preocupaciones que hasta la maltrataba sin darse cuenta, ante su propia infelicidad. Sintió una compasión inmensa por él, y se despidió en silencio, pues jamás volvería a ser el hermano que la ilusionaba por la tecnología y la ciencia. Ahora era un miedoso más, que arremetía contra la que él creía el ser más débil de la Creación. Deseó llenar los bolsillos de su gabardina de piedras, como Virginia Woolf, y adentrase en el Océano para no salir jamás de allí, formar parte de un mundo de sirenas, ondinas, ballenas y medusas fluorescentes, ante lo mezquino de la vida humana y lo inocente que ella, a pesar de todo, continuaba siendo.

Fotografía Teresa Azcona, todos los derechos reservados.