Se dejó arrullar por la voz de Carmen Miranda, teñida de obsoleto agudo de vitrola de discos, y prestó atención a la letra del samba. Decía que “habían garantizado y anunciado que el mundo se iba a acabar…” y pensó en como había suspendido su vida por mor de aquel rapaz de pelusas atontadas. Se sintió ridícula, y con la certeza de que había hablado de más, seguramente para desagrado de las sirenas que aborrecen a los charlatanes de voz de pato.
Se había sentido como un fusil ametrallador las ultimas dos semanas. Ráfagas de fuego cruzado cada seis segundos, arrasando cualquier cosa que se cruzara en su mira. Esta vez había sido el rapaz de pelusas atontadas, proyecto de hombre-amor-de-ovillo-de-hilo, pero percibió que jamás se había parado antes de disparar, ni siquiera para apuntar y no errar el disparo.
Tomó esa decisión inconscientemente hacía muchísimos años, infancia violentada de niña de la calle. Por eso sentía el peso de la opresión, como si hubiese vivido doscientos años. Ajada, según la charleta de tres gays, críticos de arte, al referirse a una soprano y recriminados al instante por Farah, quien argumentó que la calificaban de “ajada” por ser mujer, ya que aun tenor hombre no le cabía el adjetivo, triste, por no poder usar revólver como Madame Satán de Cecille B. de Mille, al estar prohibido en Europa, y llorosa en los anocheceres, por volver a su soledad extrañándola.
Se reconoció en la voz de Carmen Miranda y se arrepintió, como ella en aquel samba de gramófono, de haber creído las voces que anunciaban y garantizaban que el mundo acabaría si no se hubiese entregado a aquel muchacho, eterno Peter Pan. Pobrecito, pensó Farah al recordarlo, jamás conocería la belleza de la puesta de sol en cualquier ciudad litoral de Brasil, al menos no en su majestuosa compañía, comparada a la de la emperatriz Leopoldina de Bragança…
Jamás recorrería los bellísimos jardines de Teresópolis con ella de la mano, pues, Farah descubrió que, el muchacho proyecto de hombre-amor-de-ovillo-de-hilo, que se ponía un capirote de castigo voluntariamente para besarla en público, jamás estaría a la altura exigida por el matrimonio islámico que su padre, por muy comunista que hubiera sido, exigiría a Farah para dejarla abandonar su casa.
Sonrió para si misma al ver en su mente la imagen del pelo blanco de su padre, ausente ya hacía siete años, desde que la deshacedora de todas la dulzuras lo reclamara para desconsuelo de Farah. Una lágrima sin consuelo brotó de sus ojos dejándola ciega, como a Oduwá…