FARAH Y EL HOMBRE NIÑO


Aquel día despertó malhumorada y con la sensación de que mientras dormía le habían robado sus sueños para hacer algo con ellos. El hombre niño por fin le había dicho que la quería y se durmió apesadumbrada por el peso de la mentira. El peso de su niño mentiroso que se consolaba soñando con que la volvía loca de amor… Ella solo quería repartir con él la risa y el desconsuelo, sin querer saber de su dinero ni de su coche. Aquellas cosas tan ridículas que a él le parecían su principal atractivo consiguieron apartarlo por un segundo de su pensamiento, y prestó atención a la música, intima amiga de soledad, buscó un cigarrillo por la mesa desordenada. Desordenada, como su vida desde que el hombre niño la mareó con sus palabras de desesperación por salir del oscuro agujero en el que se encontraba. Triste entretenimiento para un hombre desesperado, pensó mientras la sombra de la amargura oscurecía el brillo de sus ojos. Encendió al final el cigarrillo y se colocó los cabellos en aquel gesto de su abuela, gesto arcaico de mujer de África del Norte, y se marchó deambulando por la casa perdida en mil doscientos cincuenta pensamientos que rondaban su mente. Decidió que era el momento de seguir el consejo de Sheikka Rimitti y colocar henna en su cabello y sus manos. Cuando lo tuvo todo preparado sintió como la hierba bendita iba limpiando uno a uno sus cabellos, y sus manos quedaron de un naranja fuerte al gusto de las mujeres del campo sin dibujos, mucho más salvaje. Pintó la cabeza de su lobezna Habiba, su favorita, y ésta emprendió veloz la carrera por el pasillo de la casa sintiendo el olor familiar, alegrándose de participar del ritual.
Sentirse en comunicación con su verdadero mundo la distrajo por un rato de los pensamientos que le invadían al pensar en el hombre niño. Nunca más se atrevería a acercarse a ella después de ponerle entre la espada y la pared. O decidía amarla o se vería obligado a olvidarla para siempre. Así era Farah, una mujer decidida y que no gustaba de enrevesamientos en cuanto al amor, ya tenía bastante con sentirse un poco de todos sitios. Mujer hecha de Cartago, Atlántico y volcanes profundos llenos de nieve en invierno. Su paso por América le había dado la conciencia de lo nómada de su naturaleza al encontrarse con unos indios que no arrastran jamás a un anciano o a un enfermo en su deambular por la selva. Así era ella: nómada y salvaje. La música de Rimitti sonó en su cerebro diciéndole «vas por el camino con la henna en las manos y tus preciosos vestidos, el viaje en tren es largo y la carabina está cargada para cazar palomas…» y se sintió preparada para la caza, ella y su loba favorita estaban ya prontas a lanzarse en pos de la vida.

De Farah, ciudadana del Amor y la lobezna Habiba.

Farah echó una mirada rápida a su correo y vio que aún no llegaba la confirmación de que era bella y deseada, en forma de respuesta de aquel niño precioso convertido en hombre a la fuerza. El miedo a su libertad en cuanto al amor, arredraba al más fuerte de aquellos hombres niño con los que se topaba por doquier.

El amor de su cría de loba, Habiba, la conformó, y la hizo sentir feliz y querida al fin.

Al final había encontrado un lugar en la Creación, y era dentro de la manada de lobas universales. Animales con un instinto superior, dotadas de una inteligencia emocional que les hacía ser precavidas y amorosas al mismo tiempo. Ahora podía entender muchas más cosas de su naturaleza fiera y defensora de la manada, en la que creía ciegamente, a pesar de todo.

Recordó a su hombre niño que observaba halcones y aves rapaces, trepando por paredes de montañas inaccesibles para ver los nidos y observar a unos pájaros que no sabía eran los favoritos de Farah. Recordó su miedo a entregarse y sus mentiras de niño, para salvaguardarse de formar parte de la manada de Farah y Habiba.

Él hablaba de la Anarquía y la Libertad sin saber lo que era, y con una rigidez que alejaba de él toda posibilidad de experimentar ninguna de las dos cosas. Miedo y rencor, pensó ella, recién llegada de la calle de arrastrar huevos, limones y demás comidas hasta la madriguera en la que pensaba criar sus lobeznas en forma de amor.

Amor era lo único que importaba a esta mujer capaz de morderte con afilados dientes y de lamer dulcemente tu cara en cuanto te sintieras libre para no mentirle. Pensó de nuevo en su hombre niño observador de aves y en los halcones, águilas y pájaros que conformaban su vida.

Lo imaginó trepando por un acantilado hasta alcanzarla a ella. Para observarla como a los halcones. En el fondo se sentía escrutada cada vez que se encontraban. Su discusión sobre la religión y sobre la cultura popular le reveló que no sabía que le hablaba de la religión de los lobos, de su amor por la manada y de su rígida jerarquía establecida así desde tiempos inmemoriales para obtener más efectividad en la caza.

En el fondo ella jamás abandonaría su forma salvaje de ser, su amor por el fuego a la intemperie con un techo de estrellas gigantes, iluminando un negro azul de la bóveda celeste, inmensa en las noches sin Luna.

La propia rigidez del hombre niño observador le revelaba como un lobo fuerte y capaz de llevar con diligencia su manada al éxito. Inconsciencia de hombre simple, quizá demasiado, pensó que le incapacitaba para amar y ser amado, por una mujer fiera que lucharía por él con dientes afilados, y que sería capaz de lamerle con lengua dulce, cuando regresara de la injusta tarea de enfrentar el día a día.

Pensó en su tristeza, y ante su frialdad a la hora de responder a su pregunta sobre la procedencia de aquel semblante triste y aquel silencio impenetrable, casi religioso. Quería decirle que era un niño con miedo de sentirse solo y que no tenía una loba que le acariciase cuando se sentía triste, pero guardó silencio ante lo precipitado de su marcha y allí quedó una vez más, ensimismada en su mundo de lobas…

FARAH


Continuó estudiando aquel galimatías incomprensible en el que se le había convertido su pasión. Era imposible concentrarse en nada y dejar que aquel fraude gigantesco tomara cuenta de sus vidas para siempre. ¡Que mala suerte!, pensarían algunos, al no tener alguien que la promocionara en su ascenso hacia las cumbres del éxito…¡pobre muchacha! exclamarían sin saber que su felicidad era ser como aquellas santas del Sáhara, desnuda en medio de toda aquella inmensidad de arena. Sin más vestido que su corazón, herido de muerte por el amor inconcebible al que se había condenado por amar limpiamente, sin tapujos, sin esconder nada al amado. En silencio, repasó mentalmente sus andanzas en medio de aquella multitud que ya no le decía nada. Aunque le hablasen no llegaba a comprender nada, fuera de aquel ensimismamiento propio de un verdadero derviche. No le interesaba más su aspecto, ni su ropa, ni siquiera si sus cuentas estaba sin pagar. No podía pensar en nada más que en la falta de afecto y de coraje de cuantas personas la rodeaban y no podían entenderla. Una vez más arregló su cabello con aquel gesto tan familiar que le recordaba a su abuela, una campesina emigrada a la ciudad que trabajaba en un cine y no pudo nunca fijarse en la cara de Betty Davis o Layla Mourad, solo trabajar, trabajar y trabajar.

Decidida a no ser una víctima más de aquellos maridos insufribles, como el de su abuela, abandonó muy joven aquella ciudad despreciable, llena de gentes curiosas, sin cultura y lo peor de todo, sin corazón… Cuando regresó pasados algunos años, nadie pudo perdonarle haber abandonado aquella vida miserable y convertirse en el cisne árabe que les recordaba su fealdad y su diminuto cerebro sin pulir, casi sin contenido. Actos mecánicos conformaban sus tristes vidas en pos de engordar después de haber tenido cinco hijos y de que sus maridos empezaran a emborracharse y pegarles, era la norma en aquella ciudad. Ella con sus terribles ojos de mirada abrasadora les recordaba lo miserable de su existencia y fueron apartándola, cada vez más, de su lado. Sus amigas de la infancia ya no podían conversar con ella, ¿de que le hablarían? Después de pasar veinticinco años persiguiendo a un marido que las anulaba como mujeres y como personas, cuando tropezó con alguna de ellas en la calle le dijeron que aún estaban enamoradas , como el primer día… ella sonrió para sus adentros con una ira incontenible por lo profano que resultaba aquel amor servil enfrente de Maïmouna, la santa saharahui, que al ser interrogada sobre por que andaba desnuda por la calle respondió: Al-Láh conoce a Maïmouna y Maïmouna conoce a Al-Láh…

Bella e interminable…


Su andar felino conmovía las calles a su paso. Paso de leona presta a atacar a cualquiera que se cruzase en su camino. Camino construido con deseo, lujuria y pintura de labios olor de fresa y perfilador rosa oscuro… Una vez más se había enamorado perdidamente de un hombre inexistente, un niño incapaz de hacer otra cosa que jugar, peligroso juego ahora con seres humanos y sentimientos, y sintió su alma turbada. Taciturna se dirigió a su encuentro fallido con el hombre-niño. Una vez más la besaría con aquella pasión animal y una vez más ella, quedaría insatisfecha por la falta de comunicación profunda. Sin poder transmitirle sus más hondas inquietudes, sus ansias por vivir en aquella ciudad sitiada para siempre por la monotonía y el tedio. Vería su cara preciosa y añoraría tenerle cerca más tiempo, arrepintiéndose al segundo de haberlo pensado por imposible. Sabía que llegado aquél punto que estar cerca de él cada minuto, sería destruir el poco encanto que tenía como hombre y que no sería capaz de llegar a sus alturas, todo el día ensimismada en una investigación eterna. El pobre hombre-niño la atacaría de nuevo al percibirla inaccesible, distante en su forma de ser, y ella volvería a repetirse que nunca más hablaría con él o lo llamaría. Sería un encuentro repetido una y mil veces hasta el infinito, ella siempre intentando contarle alguna historia que le permitiera sobrevivir un día más, una noche más. Le agradecería toda la vida al hombre-niño que la hubiese parado, que le dijera que solo sabía defenderse insultándolo y amenazando con contárselo todo a su esposa… Fue un magnífico aporte,pensó ella pintando sus labios antes de salir a la calle, de nuevo con aquel paso de leona.