El mundo nuevo…


Conocer a Bill había dejado a Farah desconcertada. Nuevamente se topaba con el mismo juego ancestral…
Bill no puede comprometerse, Bill es ya un hombre comprometido que promete volver cuantas veces le plazca a desmoronar su pequeño mundo y Farah deberá mostrarse sumisa y complaciente.

Sumida en la tristeza del engaño pretendido, Farah continuó como una autómata, entrando y saliendo sin más, consumiéndose en aquel mundo que era solo suyo. Se tenía a si misma en toda su integridad, y eso ya era un gran alivio en medio del caos. No se cerraba al amor jamás y seguía en pos de un verdadero hombre, agotada de tantos hombres-niños que entraban y salían por doquier de su vida.

Hablaba con su amiga sobre todo esto, y ella le dijo que conservar la coherencia entre aquella maraña de intenciones que traían los hombres-niño suponía una prueba de la inteligencia y madurez para Farah.
Cuando volvía del trabajo vio al chico de las medicinas, sudando delante de su máquina expendedora de última generación y sintió ternura por él. Le dieron ganas de acogerlo en sus brazos pensando que seguramente lloraría como un niño en cuanto sintiera el calor humano.
Al final ella comprendía cuanta soledad existía en aquella incapacidad de relacionarse de todos ellos, su falta de madurez y de experiencia. Ella solo lo comprendió cuando tuvo más de cuarenta.

Agosto no ayudaba, y cuanta menos gente había en la ciudad más le llamaba la atención el comportamiento cruel que desplegaba, el calor y los humanos. Así sin más decidió irse desprendiendo de Bill y de su tierna niñez de hombre. De su sonrisa nerviosa y de su voz temblona repitiendo una y otra vez su nombre, en la oscuridad de su habitación. Recordó como se habían abrazado y cuanto amor había surgido de aquel segundo interminable de comunicación química. Un amor capaz de confundirla hasta hacer aparecer un eczema en su piel, que se enrojeció y agrandó igual que la distancia de Bill, que aumentaba a cada segundo…
No supo a que atenerse y de nuevo se sintió viva y fuerte. Tomó su bolsa de cuero falso y emprendió de nuevo la ruta de la vida, ésta vez cauterizada por un pequeño tiempo, ante lo hiriente del amor de Bill…
Le aterraba comenzar a cada segundo desde la nada más absoluta, cada vez más llena de experiencia, coherencia y madurez. Simplemente se tambaleaba en sus primeros pasos por la verdadera independencia personal deseando volar y viajar transportada por el viento reseco y caliente que venía de la costa africana. Se sintió como aquellas hojas secas arrastradas por el viento que tropezaba en las calles ahogadas por el verano.
Por un minuto su mente vio como todos se solazaban en el mar y su mente aborreció el estío y su tedio mortal. Faltaban pocos días para que todos se disfrazaran con su monotonía cotidiana y volvieran a llenar las calles de la ciudad con sus malos humores, bocinazos de claxon y sus intenciones egoístas de llegar a todos lados los primeros… Como si nada hubiese pasado y recordó cuando ella formaba parte de esa marea humana.
Ayer hablaba con un hombre chino y de su esfuerzo por aprender español, hoy hablaba con una chica de Sudamérica tan agobiada por sus problemas que ni percibía su desconocimiento absoluto del idioma… Valoraba cada vez más el esfuerzo humano, la valentía de una mujer que casi no puede andar por la calle pero aún así lo intenta, y se abre paso, sola frente al universo, decidió que ese es el mundo al que quiere pertenecer y no al de someterse a una sonrisa masculina preciosa, o al abrazo más candoroso que le habían dado en muchos años.

Farah, Bill y los cernícalos


Farah recordó a Bill, mientras contemplaba la sala de su casa con aquella luz azul tamizada por las cortinas de seda.

Sintió que le faltaban sus palabras, su increíble parecido en la forma de ordenar sus pensamientos, y deseó que fueran una única persona para no tener que conocerle ni separarse nunca más de él…
Alejó la tristeza de su mente para alejar al genio Maimón y que no se atravesara en su camino, siguiendo el consejo de su amiga que le dijo una vez que nunca se fuese a dormir triste o contrariada ya que el genio se enfadaba y se quedaba presente en nuestra vida, quitándonos la respiración y haciéndonos llorar, para siempre.

Las letras árabes pintadas por ella en lo más alto de la pared la saludaron dándole la bienvenida a su vida, abandonada por unos meses a la deriva. Solo Bill y su dulzura con ella la habían traído de vuelta a su corazón, al amor que jamás había encontrado en su largo camino por el mundo.

 

Pensó en la felicidad que le había dado ser una viajera en el tren que la había llevado por Francia, Marruecos o sabe Dios que paraje del planeta Tierra… Recordó los búfalos de agua de Brasil y deseó ser amada por un hombre como Bill, que escuchase con dulzura el relato de su periplo en busca del amor. Pensó en el tren nocturno que va de Tánger a Marrakesh, recordando su silencio, el más mágico silencio que jamás Farah había sentido, y que le había permitido escuchar la voz de su interior, en el medio de las conversaciones intrascendentes de los turistas que subían al tren en el aeropuerto de Casablanca, cargados de recuerdos de Egipto… Una voz que le había preguntado ¿A donde vas Farah?
Solo cuando se sintió perdida en aquel desvencijado vagón de tercera clase, elegido a propósito por su amor a lo sórdido, atravesando la nada en mitad de la noche africana, había despertado ante si misma, y se encontró de pronto frente al ventilador que su amiga le había regalado, en el medio de la mismísima nada norteafricana que repentinamente había invadido su salón.
La soledad le habló con su código perfecto. Los muebles mimados por ella hasta convertirlos en seres animados le sonrieron y las letras de su paquete de cigarrillos hablaron para ella. La estrella que dibujaba su cenicero favorito abrió su boca invitándola a fumar. Las caras de los dibujos, atesoradas por ella en su amoroso periplo la miraron escrutándola en silencio, llamándola y diciéndole: estamos aquí, nunca te dejaremos sola. El violín árabe la amó en silencio y ya no le importó más si Bill llegaría a su casa para el prometido abrazo.

 

Buscó lo mejor de si misma para volver a convertirse en aquella mujer guerrera que había atravesado el mundo, sola, sin miedo, y de repente el salón comenzó a llenarse de arena y su sofá a convertirse en el suelo alfombrado de una tienda beduina. Podía estar en todos los lugares a la vez y aquella magia la sorprendió tanto que una euforia repentina la llenó por completo de felicidad.

Una vez más Farah cabalgaba en el medio del desierto, en la grupa de la vida y sintió como el viento del ventilador acariciaba su cara y agitaba sus cabellos, a todo galope por su propia vida. No sintió temor alguno y la invadió la felicidad, jaleada por la voz de Natacha Atlas que cantaba para ella sola, en el medio de la sala-desierto.

La gaita árabe movió su cuello y le cimbreó los hombros, sus caderas se movieron a ritmo de darbuka y la melodía le movió el espíritu revolviéndolo en su felicidad. Se sintió lejana, orgullosa de la lengua árabe, de su cultura y creció más de dos metros, transformándose ella misma en una genio, que un día saludaría a los demás desde un retrato en alguna pared desconocida…