Amanece en el Malpaís.

 

El sol se ocultaba detrás de los volcanes, pero se adivinaba su resplandor de fuego. Gallos, gallinas y perros componían la sinfonía del amanecer, hablándose entre ellos, diciéndose quién sabe que…
Se sintió muy feliz de, al fin, haber encontrado su lugar. Una pequeña tienda, en el medio de la hamada, confortable y en semi-meseta, fresca, en la que pasarían el verano de forma cómoda, ella y su inseparable loba fiel.
Deseó salir de la tienda a saludar al sol, imperioso en su salida, pero aún tomaba el te de la mañana, y la loba yacía arrebujada en su manta, esperando una palabra suya para levantarse y estirarse. Disfrutó de su intimidad al amanecer, y esperó que fuera un día fructífero lleno de leña para el lar y sus genios.
El aire gélido de la mañana le acarició la espalda, y sintió como la arropaba. La mañana anterior había comprado un sombrero rifeño en el zoco grande, y deseaba que llegase el verano para lucirlo con un manto blanco que le cubriera la cabeza y le colgase por los hombros, atarse una manta a la espalda, pero se sintió triste sin su niño del timple, para cargarlo en su manta y enseñarle cuan bonito era su país. Echo de menos a su niña de la mirada triste, llena de canciones y de sueños, para ayudarla a encontrar el por qué “se sentía mal, sin saber por qué”.
Miró hacia adelante hablando con una mujer que llegó a su tienda a ofrecerle pan y sonrió con ella, hablando de la paz que disfrutaban viviendo en aquel malpaís….

De la viuda Touareg, los gatos libres y la golondrina muerta

Deambulaba la viuda Touareg solitaria, observada por todos, sin poderla clasificar, etiquetar ni estereotipar, en su ignorancia carente de identidad.

Salía con su loba, a contemplar el crepúsculo, el amanecer, y siempre, visitaban el cadáver de su amada golondrina africana, colocada por ella en una planta de Exú, para proteger su espíritu.

Veían unos gatos libres, pegados a los basureros del muelle, adornada su vida con todo tipo de manjares de pez y demás despojos. Le gustó su forma de colocarse a salvo, haciendo equilibrios en el borde de los depósitos de basura, convirtiéndolos en catedrales góticas con su majestuosa presencia de gárgolas.


Al fin su loba se había lanzado al mar para recuperar la sal perdida en su largo deambular por el desierto emocional, y había nadado como una profesional, por instinto, acercándose a ella, para abrazarla y besarla en el liquido medio oceánico. Sintió su agradecimiento por haberla llevado al lugar adecuado, en el que las dos remojaron sus cuerpos resecos, «Gran Tarajal», bello nombre para deambular en libertad sin las fronteras artificiales creadas por los europeos en su afán de robar todo, hasta su identidad, y su espacio natural de vida.


Deseó ir a morar a una casa en el medio de un llano, completamente sola con su loba, y lo deseó tan fuertemente que creyó conseguirlo, a fuerza de verlo en su mente. Ya estaba marcado el rumbo de su próximo viaje.