Zohair, el genio del amor.

Se sintió cual hembra de caribú, acosada en el principio del celo por un macho celoso, que la perseguiría hasta dejarla preñada, y lloró su destino.
Deseó hablar con el espíritu de su padre, y decirle, Abu: ¿por qué estoy condenada a este destino maligno? ¿Esto es lo que querías mostrarme del mundo?
Soñó con Zohair, el genio virgen, que la había enamorado con sus palabras, y había desaparecido, como cualquier otro animal macho, después de haberla preñado de aquel amor mágico del encuentro.
Se fue sobrecogiendo con el pasar de los días, y ya no deseaba encontrarse con nadie más, aunque el encuentro la urgía.
Se sintió en un torbellino que le dio vahídos, mientras su amiga sirena nadaba, ella refugiada en la sombra al sol del mediodía. Cada vez se sentía peor y no entendía por qué. Pensó si seria como aquellas golondrinas, una más, agotada por el viaje, que fue a estrellarse en el amor imposible del genio virgen, y había muerto, cegada por el destello del amor.
Pasó de un genio al otro, como un guiñapo, necesitando el auxilio de magas y hechiceras, que la libraran de aquel conjuro hecho para enloquecerla.
Quiso librarse de aquella batalla de sentirse ofendida, siempre en vano, de luchar para nada, sola, siempre sola frente al destino y días y días sin un cernícalo que le indicara el rumbo que debía tomar para emprender de nuevo su travesía por el desierto humano, con la sola compañía de su loba fiel “Habiba

LA GOLONDRINA QUE MURIÓ.

Se topó con ella, de repente, muerta en el suelo como un guiñapo.

 Un animal tan bello, capaz de volar desde África hasta Fuerteventura, para seguir volando hasta Europa a pasar el verano. 

La luz eléctrica, me gusta más en portugués, que se dice “elétrica”, quizás la cegó, o el mismo agotamiento del viaje, y aterrizar en el pueblo equivocado, dónde antiguamente había una marisma en la que ellas descansaban del viaje, bañándose y riéndose por haberlo logrado, un año más.

Quién sabe si se cegó con la luz amarilla, que mal alumbra las calles, o estaba muerta de sed.

Muchas veces me siento como ellas, agotada de tanto volar en Libertad, y toparme con gente que son territorio yermo sin agua, o con gente de luz fulgurante, el justo destello para cegarte, y matarte el corazón para siempre, tramposos que secan las marismas del amor.

Millones de veces me he tropezado con personas que fueron como muros de cobre y plata, duras, y me costó años derretir el muro de maldad que habían puesto delante de mi, para ser Feliz y Libre, como soy ahora, que vivo en el desierto al que vuelan las golondrinas, para descansar, hablando entre ellas de sus hijos, y de qué encontrarán en Hamburgo, París o Londres, al llegar a pasar el verano.

Plumaje blanco y negro, voz preciosa en el canto, nido perfecto, cuerpo pequeño, para tan largo viaje; pero cada año, abre las alas y despega, desde África rumbo a mi isla, para seguir el rumbo al país del horario, y la gente seria, que no les seca los canales, ni las marismas, podrá beber agua en cantidad, bañarse, juntarse con las amigas de su pueblo a parlotear, tranquilamente del más y del menos, de sus hijos, del bien y del mal. Se sentirá respetada y admirada por gente culta que entiende que sin ella, su ciudad no sería la misma. 

¿De que hablarán las golondrinas? Debería estar un nuevo Salomón a mi lado, que me tradujese y hablase con ellas…Para que me explicase como los humanos son tan vanidosos que secan lagunas, marismas y destruyen todo en función de su único interés, sin pensar que somos un animal más y sin sentir la pena que me dio al ver a la segunda golondrina muerta. Ya lo dijo José Martí, hijo de la lagunera Leonor Pérez Cabrera, “Un pueblo sin cultura está condenado a ser esclavo de su ignorancia”

De Benito Pérez Galdós al ostracismo voluntario.

Desde su gabardina marrón de estilo militar, seguía tejiendo la tela social de su pequeño pueblo. Pueblo querido, añorado sin conciencia, que tanta alegría le estaba devolviendo a su vida.
Se figuró a Benito Pérez Galdós aislado, aún más, transcrito al mundo globalizado, en una ciudad aún más provinciana que la suya, en la que los adoquines del plan “Urban”, premiado por la ONU, lloraban de pena ante la falta de cultura, caciquismo manifiesto, y el desprecio más absoluto por el talento y el brillo de cualquiera que se saliese del uniforme de “Mango”, que necesariamente te convertía en un clon más, marginal y periférico, enfrentado a la élite que acaparaba cargos, recursos y latifundios, retrotrayendo Canarias al siglo XVIII, de la cual salí huyendo, con el tiempo justo, casi olvidando mi ropa, pero no a la loba Habiba.
No emigraría a Madrid, ni sería amiga íntima del Rey, ni cronista de una corte corrupta y aborrecida. No escribiría aquellas magníficas e interminables obras, verdadera crónica de una época bastante oscura de España, entre reyezuelos pasmados y dictadores militares que gaseaban marroquíes en Annual.
Se podría decir que haría todo lo contrario, se dedicaría a vivir el ostracismo con alegría y libertad, rodeada de buenas personas de todos los continentes, sin prisa y, lo más importante, sin ínfulas de ser, contentos de ser lo que son. Una más en aquel desierto feliz.
La hora marcada por el sol y el frío del clima sahariano, recordando el desprecio de España, al considerar su paraíso en una isla presidio, celda de algunos intelectuales, que vieron arañas en las montañas, por negarse a ver a la gente maravillosa que les rodeaba.
 Se fueron a París y usaron a mi amada isla como cabecera del título de un libro. Se avergonzó en lo más intimo de su ser por aquel desprecio, repetido por un afamado escritor portugués, que al ser preguntado por la elección de una isla próxima, dijo con solapado desprecio que “él vivía en una plataforma entre tres continentes”, falacia repetida hasta la saciedad para negar la identidad africana de Canarias.
Yo vivo en Fuerteventura, que no es ningún presidio, sino el paraíso saharáhui de nuestras islas, y prefiero auto-marginarme y ser feliz, que vivir en la podredumbre europea, que apesta a fracaso, colapso e intensa muerte de la cultura, construida con el sudor y la sangre de dieciocho millones de esclavos que fueron trasegados de un continente a otro, para ser usados como ganado de carga, con el beneplácito de la Santa Iglesia Católica.