El Islam, militarmente maltrecho y contestado por los civiles medinenses, sacrificará a las mujeres esclavas para proteger a las aristócratas. Cuando las mujeres, de toda condición, comenzaron a ser acosadas en las calles y perseguidas por hombres que las sometían a la humillante práctica del ta’arrud, literalmente «cruzarse en el camino de una mujer para incitarla a fornicar», a cometer la zina, el problema del Profeta ya no era liberar a las mujeres de las cadenas de la violencia preislámica, sino sencillamente garantizar la seguridad de sus propias esposas y de las de los demás musulmanes, en una ciudad desenfrenada y hostil.
Para resolverlo, comenzó informándose de las causas inmediatas del fenómeno y procedió a una investigación, siguiendo su método habitual: enviar emisarios que se informen entre los que así actúan. Que expliquen su comportamiento: «Sólo practicamos el ta’arrud con las mujeres que creemos esclavas» (1), especulando sobre la confusión de la identidad de las mujeres que abordaban. Por ello, Alá reveló la aleya 59 de la azora 33 en la que aconseja a las mujeres del Profeta que, con el fin de que se las reconozca, desplieguen por encima de ellas sus yalabib (yudnaina alayhinna min yalabibi‑hinna). Así pues, no se trataba de un nuevo elemento de la vestimenta, sino de una manera nueva de ponerse el antiguo, de distinguirse mediante ese gesto. (2) Según el diccionario Lisân al‑’arab, el yilbab es un concepto muy vago, que puede designar muchas prendas de vestir, de la simple camisa (qamis) a un tejido, pasando por una especie de sobretodo (milhafah). En una de las definiciones de este diccionario, el yilbab se describe como una tela muy amplia que lleva la mujer, en otra, como una tela que la mujer utiliza para cubrirse la cabeza y el pecho.
Que las esclavas fueran reducidas a la prostitución es un hecho establecido por el propio Corán, espejo de la vida social y de las prácticas preislámicas. La aleya 33 de la azora 24 (an‑Nur, «La luz») que aborda el problema de la zina, el desenfreno moral, constata la existencia de una prostitución organizada en Medina. «No forcéis a vuestras esclavas a prostituirse (al‑baga ) para obtener bienes de la vida de este mundo cuando ellas quieran ser honestas.» (3) Al-lâh aconseja a quienes se entregan a esa clase de comercio «redactar un contrato de emancipación para vuestros esclavos que lo deseen». (4) La Isaba, la colección de biografías de los primeros musulmanes, nos da detalles sobre la vida de Umaima y Musaika, dos esclavas de Abdalâh b. Ubayy, «a las que forzaba a prostituirse, y que fueron a quejarse al Enviado de Al-lâh [nos dice b. Hayyarl. Para responder a su queja, Al-lâh reveló la siguiente aleya: “No forcéis a vuestras esclavas a prostituirse…” ». (5)
Abdal-lâh b. Ubayy es el hipócrita de la tribu de los Jazraj que hizo correr las calumnias sobre Aixa y Saflian, el joven que la había llevado al campamento cuando el asunto del collar. Estaba acostumbrado a ejercer la violencia y la coacción sobre sus esclavas: «Abdal-lâh b. Ubayy pegaba a Musaika para forzarla a que se le entregase,. con la esperanza de preflarla y disponer después del hijo que naciera de esa unión.» Ibn Hayyar insiste sobre el hecho de que «los bienes de la vida de este mundo» que Abdal-lâh b. Ubayy buscaba a través de Musaika eran, por encima del placer sexual, el hijo esclavo que podría nacer. (6) Como Musaika era musulmana, Al-lâh tuvo que intervenir a través de esas aleyas que condenaban a la vez la prostitución y la violencia contra las mujeres esclavas. Musaika «se negaba a prestarse al acto que la forzaba a cumplir Abdal-lâh ». Así se comprende por qué ese hombre se ensañaba tanto contra Muhámmad y era uno de los jefes más virulentos de la oposición medinense. Las ideas de Muhámmad sobre la concesión a las mujeres de los mismos derechos que a los hombres privaban a los Abdal-lâh-s b. Ubayy de importantes recursos financieros procedentes de la esclavitud de las mujeres. El Islam sólo podía constituir una ruptura con relación a las costumbres de la época politeísta si lograba romper las prerrogativas de la aristocracia tribal y se oponía a la esclavitud de ambos sexos, logrando que la noción de individuo en su calidad de creyente fuera no sólo lógica, sino necesaria.
Esa nación de iguales, la Umma musulmana, no podía emerger sin condenar la esclavitud, y especialmente la esclavitud de las mujeres, en la que se producían abusos manifiestos. Pero había una razón mucho más pragmática que llevaba al Islam a cambiar la condición social de la mujer esclava. La familia musulmana constituía una novedad en la medida en que imponía restricciones a la gran libertad sexual que existía antes. Resulta francamente difícil comprenderlo, ya que la familia musulmana nos parece, en la actualidad, una célula particularmente permisiva con el hombre, marido polígamo y poseedor de ese milagroso derecho de repudiar sin pensárselo dos veces a su mujer, que no tiene más que pronunciar las palabras «te repudio» para que el juez consigne por escrito su deseo. Pero el hombre preislámico tenía una sexualidad tan permisiva que las dos reglas musulmanas, la de idda (período de viudedad que se impone a la mujer divorciada o viuda para que no vuelva a casarse antes de un número determinado de meses) y la de la paternidad, que establece el parentesco del hijo con el genitor, parecían unas restricciones enormes. Aunque el conocimiento sobre el período preislámico deja mucho que desear, podemos avanzar que prácticamente toda mujer que no fuera aristócrata, ni contara con una tribu que pudiera rescatarla en caso de guerra y, en la vida cotidiana, con la protección de un marido que utilizara el sable con destreza, era una mujer en perpetuo peligro. Peligro de ser capturada, peligro de ta’arrud, peligro de ser sometida por su raptor a esclavitud. El Islam no podía instaurar la familia musulmana patriarcal, en la que la regla mínima es saber quién es el padre de la criatura, sin tener en cuenta la suerte de las esclavas. Insisto en ello porque estimo que el haber recurrido al hiyab como método de control de la sexualidad y de protección de una cierta categoría de mujeres en perjuicio de otra, pone de manifiesto esa mentalidad y permite que se perpetúe, que continúe.
Si el hiyab es una respuesta a la agresión sexual, al ta’arrud, es a la vez su propio espejo, condensa y refleja esa agresión al reconocer que el cuerpo femenino es ‘awra, literalmente «desnudez», cuerpo vulnerable y sin defensa. El hiyab de las mujeres, tal como lo definió Medina en plena guerra civil, es de hecho el reconocimiento de que la calle es un espacio donde la zina está permitida. El término ta’arrud contiene la idea de violencia, presión y coacción: «A las esclavas [cuenta b. Saad] que estaban en Medina, las provocaban los insensatos, que las abordaban en la vía pública y las agredían. En aquellos días, a la mujer libre que salía a la calle, y cuyas ropas no se distinguían de las de la esclava, la confundían con ella y sufría el mismo trato.» (7) B. Saad es uno de los pocos historiadores de los primeros siglos en el que encontramos una cierta distancia con relación a la materia sobre la que trata y un intento de síntesis. Distingue más allá del incidente en el que el hiyab fue revelado, la boda de Zaynab, las causas profundas que condujeron al legislador, el propio Alá, a recurrir a una solución tal.
No puede comprenderse la decisión de recurrir al hiyab si no se entiende lo que representaba zina, esa sexualidad «ilícita» contra la que luchaba el Islam, y si no se vuelve a la época preislámica y a sus leyes. Bujari enumera cuatro tipos de matrimonio preislámico. «El primero se hacía como el matrimonio actual: el hombre dirigía su petición al tutor de la mujer o a su padre, le asignaba una dote y consumaba después el matrimonio. La segunda clase tenía lugar de la manera siguiente: el hombre decía a su mujer: ‘Cuando te purifiques de tu menstruación, manda que le digan a fulano que quieres cohabitar con él’. El marido entonces se aislaba de su mujer y no la tocaba hasta que no mostrara síntomas de embarazo resultado de la cohabitación con ese hombre [ … ]. La tercera clase de matrimonio se practicaba así: un grupo de individuos, un máximo de diez, tenían relaciones con una misma mujer. Cuando la mujer quedaba encinta y paría, una vez pasados unos días después del parto, mandaba llamar a esos individuos, y ninguno podía eximirse de acudir. Luego, cuando estaban todos reunidos con ella, les decía lo siguiente: ‘Ya sabéis que es lo que ha resultado de vuestras relaciones conmigo, acabo de tener un hijo. Y esta criatura es hijo tuyo, oh fulano, ponle el nombre que quieras’ [ … ]. La cuarta clase de matrimonio se practicaba así: muchos individuos tenían relaciones con la misma mujer, que no se negaba a ninguno de los que se presentaban. Estas prostitutas colgaban en su puerta una bandera que les servía de enseña. Todo el que lo deseara podía entrar. Cuando una de ellas quedaba encinta y paría, todos sus clientes se reunían en su casa. Se convocaba a los fisonomistas, que atribuían el hijo a aquel que juzgaban que era el padre.» (8) Bujari emplea el término matrimonio sin que sepamos si lo opone al de unión y no proporciona ninguna indicación sobre la importancia social de esos matrimonios ni sobre el origen social de las interesadas, aunque las dos últimas categorías sin duda tienen que ver con la prostitución. Por ejemplo, ¿la relación de Abdal-lâh b. Ubayy con Musaika era considerada «matrimonio»? Muchas preguntas permanecen todavía sin respuesta, por lo que las futuras investigaciones deberían aclararlas para que el Islam vuelva a ser lo que aspiraba en un principio: una experiencia que quiere ser científica, es decir, arraigada en lo real, en la que el conocimiento desempeña un papel importante. Cierto es que la investigación científica es muy molesta para el Islam oficial, pues algunos jefes de Estado musulmanes prefirieron gravar con impuestos la prostitución en lugar de prohibirla y perseguirla, con gran estupor de los alfaquíes. Tal fue el caso de la dinastía fatimí, por ejemplo. (9)
El Islam, como sistema coherente de valores que rigen el comportamiento de una persona y una sociedad, y todo el proyecto igualitario de Muhámmad reposaban de hecho sobre un detalle que muchos de sus discípulos, con Omar a la cabeza, consideraban secundario: la emergencia de la voluntad de la mujer como instancia con la que tenía que contar la organización de la sociedad. Para Omar, la solución era sencilla: «Omar ansiaba (mahibbatab shadidah) que se instituyera el hiyab para las mujeres. Decía continuamente al Profeta: ‘Enviado de Al-lâh, recibes en tu casa a cualquiera, a honestos y a perversos. ¿Por qué no ordenas el hiyab para las Madres de los Creyentes?’» (10) El Profeta se empeñaba, a pesar de todos los ataques, en no ceder al hiyab, pues no tenía la misma problemática que Omar. Éste era valiente, justo, honesto, desinteresado y piadoso, pero no compartía con Muhámmad la creencia en virtudes tales como la dulzura y la no violencia, como práctica y teoría, elementos claves del nuevo mensaje, de la nueva religión. Como práctica, se trataba de urbanidad y cortesía en la vida cotidiana. Como teoría, de la emergencia de un individuo sede de la voluntad sagrada, que convierte en ilegítima la violencia y en superflua la vigilancia. Muhámmad insistía en la cortesía. El mismo era muy tímido (haya ); varias aleyas nos dan noticia de ese aspecto de su carácter, que, ante la ausencia de delicadeza de los hombres de su entorno, lo forzará a adoptar el hiyab. Tener el domicilio abierto al mundo, consideraba, no significa necesariamente que lo invadan. El hiyab suponía todo lo contrario de lo que había deseado poner en marcha, era precisamente la encarnación de la ausencia de control interno, el velo de la voluntad soberana, fuente de discernimiento y orden en la sociedad. Omar no podía comprenderlo, nunca había reflexionado en el principio de individuo sobre el que insiste la nueva religión. Pensaba que la única manera de restablecer el orden era poner barreras y ocultar a las mujeres, esos objetos de deseo. Para desgracia del Islam igualitario, el conflicto y el debate que suscitaba tuvieron lugar al final de la vida del Profeta, cuando ya era mayor, militarmente malparado y discutido en la ciudad en la que él hubiera querido realizar todas sus aspiraciones. Omar, para quien la barrera era la única forma de contener la violencia, reaccionaba como la horda, que constituía el pilar de la ética de la Arabia de la ignorancia (al‑yahiliya). Pese a su amor por el Profeta y Al-lâh, al que servirá con una integridad que será la admiración de todos, no podía visualizar el sueño del Profeta. Luchador y guerrero, como la mayoría de los hombres de acción, no se paraba a reflexionar sobre el impacto de cada gesto ni en las reacciones que podía producir en el enemigo. Se cuentan numerosos ejemplos en los que el Profeta, cuando consultaba a su entorno antes de tomar una decisión, el primero que hablaba era Omar y daba una opinión tan ridícula y peligrosa, desde el punto de vista estratégico, que el Profeta se contentaba con dirigirse hacia los otros discípulos para pedirles que continuasen reflexionando y considerando el conjunto de puntos de vista. Así, en la batalla de Honain, Omar aconsejó matar a los prisioneros, mientras que el Profeta, que veía más allá, pensaba en utilizarlos como arma de persuasión para forzar al enemigo a convertirse y a adoptar el Islam de religión.
El Islam de Muhámmad destierra la idea de vigilancia, de sistema policial de control, así es como se explica la ausencia de clero y el estímulo para que todos los musulmanes se las apañen solos para comprender el texto. La responsabilidad individual interviene para equilibrar el peso del control aristocrático, haciéndolo finalmente inútil, en una Umma de creyentes, cuya conducta obedece a reglas precisas e interiorizadas. Reconocer a la mujer una voluntad inalienable entraba, pues, en esa estrategia de responsabilidad global. Abdalá b. Ubayy sabía muy bien que no podría seguir forzando a sus esclavas si Aixa y Um Salma continuaban reivindicando la liberación de las mujeres y ellas mismas circulaban libremente por las calles, símbolos de la libertad y la autonomía que reivindicaban para todas. Abdal-lâh b. Ubayy estaba en lo cierto: si la voluntad de la mujer se imponía, dejaría de ser un objeto sexual privado al que se rapta, cambia, roba, vende o compra. Para impedirlo había que agredir a las mujeres del Profeta y demostrar que éstas no podían escapar al destino femenino inmemorial, el de un ser privado de discernimiento y voluntad, un objeto sobre el que se ejerce la voluntad de otro.
La filosofía del velo que preconizaba Omar era clara: cuando se pidió a los hipócritas, que agredían a la mujeres, que se explicaran, dieron como justificación que «las habían tomado por esclavas», y «Al-lâh ordenó a las mujeres cambiar su vestimenta (zayyahunna) para distinguirla de la de las esclavas, alargando el yilbab». (11) Era necesario encontrar un medio de separar a las esclavas, que podían ser puestas en situación de zina, de las mujeres libres, esposas de aristócratas y de hombres poderosos con quienes tales actitudes estaban prohibidas. Las mujeres libres «se hacían reconocer para que no las agrediesen. Era mejor para ellas que las reconocieran. La mujer se cubría el rostro con un velo, y sólo dejaba un ojo al aire». (12) La aleya descenderá enseguida del cielo y velará a las mujeres libres. «¡Oh, Profeta!, dile a tus esposas, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se ciñan bien sus velos (yalabib). Será el medio más sencillo de que las reconozcan y no las ofendan.» (13)
En la batalla entre el sueño de Muhámmad en una sociedad donde las mujeres puedan circular libremente en la ciudad, pues el control social será la fe musulmana que disciplina el deseo, y las costumbres de los hipócritas, que sólo imaginan a la mujer como objeto de violencia y concupiscencia, vencerá esta última visión. El velo es el triunfo de los hipócritas: las esclavas seguirán siendo violentadas y agredidas en las calles. Desde entonces, el hiyab separará la población femenina musulmana en dos categorías: las mujeres libres, contra quienes está prohibida la violencia, y las mujeres esclavas, contra quienes está permitido el ta’arrud. En la lógica del hiyab, la ley de la violencia tribal reemplaza a la razón del creyente, que el Al-lâh musulmán considera indispensable para discernir el bien del mal. El Islam se afirma como la religión de los ayat, que habitualmente se traduce por aleyas, pero que literalmente quieren decir «signos», en el sentido semiótico del término. El Corán es un conjunto de signos que han de descodificarse por el ‘aql, la razón, una razón que responsabiliza al individuo y lo hace soberano de sí mismo. Para que Al-lâh pudiera existir como instancia de poder, de ley y de control social, era preciso que la instancia que garantizaba antes esas funciones, a saber, el poder tribal, desapareciera. El hiyab restablecía la idea de que la calle estaba bajo control del safih, el insensato, aquel que no controla sus deseos, que necesita un jefe tribal para neutralizarlo.
El Profeta, en las circunstancias de crisis militar de Medina de los años 5, 6 y 7, no tenía mucha elección para enfrentarse a la inseguridad de la ciudad: o asumir, aceptar y vivir esa inseguridad, esperando que la nueva fuente de poder, Al-lâh y su religión, arraigara en las mentalidades, o reactivar la tribu como sistema de policía de la ciudad. (14) En la primera opción, había que vivir la inseguridad, esperando que Al-lâh manifestase su poder por medio de una victoria militar. En la segunda, la tribu garantizaba la seguridad inmediatamente, pero Al-lâh y su comunidad desaparecerían para siempre, al menos en su perspectiva originaria. El mensaje de Muhámmad, su sueño de una comunidad donde se respeta al individuo, que tiene derechos, no porque pertenece a una tribu, sino sencillamente porque es capaz de creer que existe un lazo entre él y Al-lâh, dependía del papel que la tribu estaba llamada a desempeñar en esa fase transitoria. El poder tribal era el peligro, tolerarlo bajo cualquier forma, como medio de control, constituía un grave compromiso para el ideal musulmán de un ser humano ‘aq¡l, sensato, que se autocontrolara.
La solución de Omar, la del hiyab‑cortina que oculta a las mujeres, en lugar de cambiar las mentalidades y forzar «a los que tienen una enfermedad en el corazón» a actuar de manera diferente, va a ocultar la dimensión del Islam, como civilización y reflexión sobre el individuo y su papel en la sociedad. Reflexión que en sus comienzos hizo de Dar al‑Islam (la tierra del Islam) una experiencia pionera en materia de libertad individual y democracia, pero el hiyab cayó sobre Medina y truncó la memoria de ese impulso de libertad. Quince siglos después, será la violencia colonial la que, paradójicamente, fuerce a los Estados musulmanes a reconsiderar el tema de los derechos del individuo y de la mujer. Todo debate sobre la democracia pasa por ella y por ese ridículo pedacito de tela, a menudo de delicada muselina, que los integristas reivindican en nuestros días como la esencia misma de la identidad musulmana.
Notas
Para resolverlo, comenzó informándose de las causas inmediatas del fenómeno y procedió a una investigación, siguiendo su método habitual: enviar emisarios que se informen entre los que así actúan. Que expliquen su comportamiento: «Sólo practicamos el ta’arrud con las mujeres que creemos esclavas» (1), especulando sobre la confusión de la identidad de las mujeres que abordaban. Por ello, Alá reveló la aleya 59 de la azora 33 en la que aconseja a las mujeres del Profeta que, con el fin de que se las reconozca, desplieguen por encima de ellas sus yalabib (yudnaina alayhinna min yalabibi‑hinna). Así pues, no se trataba de un nuevo elemento de la vestimenta, sino de una manera nueva de ponerse el antiguo, de distinguirse mediante ese gesto. (2) Según el diccionario Lisân al‑’arab, el yilbab es un concepto muy vago, que puede designar muchas prendas de vestir, de la simple camisa (qamis) a un tejido, pasando por una especie de sobretodo (milhafah). En una de las definiciones de este diccionario, el yilbab se describe como una tela muy amplia que lleva la mujer, en otra, como una tela que la mujer utiliza para cubrirse la cabeza y el pecho.
Que las esclavas fueran reducidas a la prostitución es un hecho establecido por el propio Corán, espejo de la vida social y de las prácticas preislámicas. La aleya 33 de la azora 24 (an‑Nur, «La luz») que aborda el problema de la zina, el desenfreno moral, constata la existencia de una prostitución organizada en Medina. «No forcéis a vuestras esclavas a prostituirse (al‑baga ) para obtener bienes de la vida de este mundo cuando ellas quieran ser honestas.» (3) Al-lâh aconseja a quienes se entregan a esa clase de comercio «redactar un contrato de emancipación para vuestros esclavos que lo deseen». (4) La Isaba, la colección de biografías de los primeros musulmanes, nos da detalles sobre la vida de Umaima y Musaika, dos esclavas de Abdalâh b. Ubayy, «a las que forzaba a prostituirse, y que fueron a quejarse al Enviado de Al-lâh [nos dice b. Hayyarl. Para responder a su queja, Al-lâh reveló la siguiente aleya: “No forcéis a vuestras esclavas a prostituirse…” ». (5)
Abdal-lâh b. Ubayy es el hipócrita de la tribu de los Jazraj que hizo correr las calumnias sobre Aixa y Saflian, el joven que la había llevado al campamento cuando el asunto del collar. Estaba acostumbrado a ejercer la violencia y la coacción sobre sus esclavas: «Abdal-lâh b. Ubayy pegaba a Musaika para forzarla a que se le entregase,. con la esperanza de preflarla y disponer después del hijo que naciera de esa unión.» Ibn Hayyar insiste sobre el hecho de que «los bienes de la vida de este mundo» que Abdal-lâh b. Ubayy buscaba a través de Musaika eran, por encima del placer sexual, el hijo esclavo que podría nacer. (6) Como Musaika era musulmana, Al-lâh tuvo que intervenir a través de esas aleyas que condenaban a la vez la prostitución y la violencia contra las mujeres esclavas. Musaika «se negaba a prestarse al acto que la forzaba a cumplir Abdal-lâh ». Así se comprende por qué ese hombre se ensañaba tanto contra Muhámmad y era uno de los jefes más virulentos de la oposición medinense. Las ideas de Muhámmad sobre la concesión a las mujeres de los mismos derechos que a los hombres privaban a los Abdal-lâh-s b. Ubayy de importantes recursos financieros procedentes de la esclavitud de las mujeres. El Islam sólo podía constituir una ruptura con relación a las costumbres de la época politeísta si lograba romper las prerrogativas de la aristocracia tribal y se oponía a la esclavitud de ambos sexos, logrando que la noción de individuo en su calidad de creyente fuera no sólo lógica, sino necesaria.
Esa nación de iguales, la Umma musulmana, no podía emerger sin condenar la esclavitud, y especialmente la esclavitud de las mujeres, en la que se producían abusos manifiestos. Pero había una razón mucho más pragmática que llevaba al Islam a cambiar la condición social de la mujer esclava. La familia musulmana constituía una novedad en la medida en que imponía restricciones a la gran libertad sexual que existía antes. Resulta francamente difícil comprenderlo, ya que la familia musulmana nos parece, en la actualidad, una célula particularmente permisiva con el hombre, marido polígamo y poseedor de ese milagroso derecho de repudiar sin pensárselo dos veces a su mujer, que no tiene más que pronunciar las palabras «te repudio» para que el juez consigne por escrito su deseo. Pero el hombre preislámico tenía una sexualidad tan permisiva que las dos reglas musulmanas, la de idda (período de viudedad que se impone a la mujer divorciada o viuda para que no vuelva a casarse antes de un número determinado de meses) y la de la paternidad, que establece el parentesco del hijo con el genitor, parecían unas restricciones enormes. Aunque el conocimiento sobre el período preislámico deja mucho que desear, podemos avanzar que prácticamente toda mujer que no fuera aristócrata, ni contara con una tribu que pudiera rescatarla en caso de guerra y, en la vida cotidiana, con la protección de un marido que utilizara el sable con destreza, era una mujer en perpetuo peligro. Peligro de ser capturada, peligro de ta’arrud, peligro de ser sometida por su raptor a esclavitud. El Islam no podía instaurar la familia musulmana patriarcal, en la que la regla mínima es saber quién es el padre de la criatura, sin tener en cuenta la suerte de las esclavas. Insisto en ello porque estimo que el haber recurrido al hiyab como método de control de la sexualidad y de protección de una cierta categoría de mujeres en perjuicio de otra, pone de manifiesto esa mentalidad y permite que se perpetúe, que continúe.
Si el hiyab es una respuesta a la agresión sexual, al ta’arrud, es a la vez su propio espejo, condensa y refleja esa agresión al reconocer que el cuerpo femenino es ‘awra, literalmente «desnudez», cuerpo vulnerable y sin defensa. El hiyab de las mujeres, tal como lo definió Medina en plena guerra civil, es de hecho el reconocimiento de que la calle es un espacio donde la zina está permitida. El término ta’arrud contiene la idea de violencia, presión y coacción: «A las esclavas [cuenta b. Saad] que estaban en Medina, las provocaban los insensatos, que las abordaban en la vía pública y las agredían. En aquellos días, a la mujer libre que salía a la calle, y cuyas ropas no se distinguían de las de la esclava, la confundían con ella y sufría el mismo trato.» (7) B. Saad es uno de los pocos historiadores de los primeros siglos en el que encontramos una cierta distancia con relación a la materia sobre la que trata y un intento de síntesis. Distingue más allá del incidente en el que el hiyab fue revelado, la boda de Zaynab, las causas profundas que condujeron al legislador, el propio Alá, a recurrir a una solución tal.
No puede comprenderse la decisión de recurrir al hiyab si no se entiende lo que representaba zina, esa sexualidad «ilícita» contra la que luchaba el Islam, y si no se vuelve a la época preislámica y a sus leyes. Bujari enumera cuatro tipos de matrimonio preislámico. «El primero se hacía como el matrimonio actual: el hombre dirigía su petición al tutor de la mujer o a su padre, le asignaba una dote y consumaba después el matrimonio. La segunda clase tenía lugar de la manera siguiente: el hombre decía a su mujer: ‘Cuando te purifiques de tu menstruación, manda que le digan a fulano que quieres cohabitar con él’. El marido entonces se aislaba de su mujer y no la tocaba hasta que no mostrara síntomas de embarazo resultado de la cohabitación con ese hombre [ … ]. La tercera clase de matrimonio se practicaba así: un grupo de individuos, un máximo de diez, tenían relaciones con una misma mujer. Cuando la mujer quedaba encinta y paría, una vez pasados unos días después del parto, mandaba llamar a esos individuos, y ninguno podía eximirse de acudir. Luego, cuando estaban todos reunidos con ella, les decía lo siguiente: ‘Ya sabéis que es lo que ha resultado de vuestras relaciones conmigo, acabo de tener un hijo. Y esta criatura es hijo tuyo, oh fulano, ponle el nombre que quieras’ [ … ]. La cuarta clase de matrimonio se practicaba así: muchos individuos tenían relaciones con la misma mujer, que no se negaba a ninguno de los que se presentaban. Estas prostitutas colgaban en su puerta una bandera que les servía de enseña. Todo el que lo deseara podía entrar. Cuando una de ellas quedaba encinta y paría, todos sus clientes se reunían en su casa. Se convocaba a los fisonomistas, que atribuían el hijo a aquel que juzgaban que era el padre.» (8) Bujari emplea el término matrimonio sin que sepamos si lo opone al de unión y no proporciona ninguna indicación sobre la importancia social de esos matrimonios ni sobre el origen social de las interesadas, aunque las dos últimas categorías sin duda tienen que ver con la prostitución. Por ejemplo, ¿la relación de Abdal-lâh b. Ubayy con Musaika era considerada «matrimonio»? Muchas preguntas permanecen todavía sin respuesta, por lo que las futuras investigaciones deberían aclararlas para que el Islam vuelva a ser lo que aspiraba en un principio: una experiencia que quiere ser científica, es decir, arraigada en lo real, en la que el conocimiento desempeña un papel importante. Cierto es que la investigación científica es muy molesta para el Islam oficial, pues algunos jefes de Estado musulmanes prefirieron gravar con impuestos la prostitución en lugar de prohibirla y perseguirla, con gran estupor de los alfaquíes. Tal fue el caso de la dinastía fatimí, por ejemplo. (9)
El Islam, como sistema coherente de valores que rigen el comportamiento de una persona y una sociedad, y todo el proyecto igualitario de Muhámmad reposaban de hecho sobre un detalle que muchos de sus discípulos, con Omar a la cabeza, consideraban secundario: la emergencia de la voluntad de la mujer como instancia con la que tenía que contar la organización de la sociedad. Para Omar, la solución era sencilla: «Omar ansiaba (mahibbatab shadidah) que se instituyera el hiyab para las mujeres. Decía continuamente al Profeta: ‘Enviado de Al-lâh, recibes en tu casa a cualquiera, a honestos y a perversos. ¿Por qué no ordenas el hiyab para las Madres de los Creyentes?’» (10) El Profeta se empeñaba, a pesar de todos los ataques, en no ceder al hiyab, pues no tenía la misma problemática que Omar. Éste era valiente, justo, honesto, desinteresado y piadoso, pero no compartía con Muhámmad la creencia en virtudes tales como la dulzura y la no violencia, como práctica y teoría, elementos claves del nuevo mensaje, de la nueva religión. Como práctica, se trataba de urbanidad y cortesía en la vida cotidiana. Como teoría, de la emergencia de un individuo sede de la voluntad sagrada, que convierte en ilegítima la violencia y en superflua la vigilancia. Muhámmad insistía en la cortesía. El mismo era muy tímido (haya ); varias aleyas nos dan noticia de ese aspecto de su carácter, que, ante la ausencia de delicadeza de los hombres de su entorno, lo forzará a adoptar el hiyab. Tener el domicilio abierto al mundo, consideraba, no significa necesariamente que lo invadan. El hiyab suponía todo lo contrario de lo que había deseado poner en marcha, era precisamente la encarnación de la ausencia de control interno, el velo de la voluntad soberana, fuente de discernimiento y orden en la sociedad. Omar no podía comprenderlo, nunca había reflexionado en el principio de individuo sobre el que insiste la nueva religión. Pensaba que la única manera de restablecer el orden era poner barreras y ocultar a las mujeres, esos objetos de deseo. Para desgracia del Islam igualitario, el conflicto y el debate que suscitaba tuvieron lugar al final de la vida del Profeta, cuando ya era mayor, militarmente malparado y discutido en la ciudad en la que él hubiera querido realizar todas sus aspiraciones. Omar, para quien la barrera era la única forma de contener la violencia, reaccionaba como la horda, que constituía el pilar de la ética de la Arabia de la ignorancia (al‑yahiliya). Pese a su amor por el Profeta y Al-lâh, al que servirá con una integridad que será la admiración de todos, no podía visualizar el sueño del Profeta. Luchador y guerrero, como la mayoría de los hombres de acción, no se paraba a reflexionar sobre el impacto de cada gesto ni en las reacciones que podía producir en el enemigo. Se cuentan numerosos ejemplos en los que el Profeta, cuando consultaba a su entorno antes de tomar una decisión, el primero que hablaba era Omar y daba una opinión tan ridícula y peligrosa, desde el punto de vista estratégico, que el Profeta se contentaba con dirigirse hacia los otros discípulos para pedirles que continuasen reflexionando y considerando el conjunto de puntos de vista. Así, en la batalla de Honain, Omar aconsejó matar a los prisioneros, mientras que el Profeta, que veía más allá, pensaba en utilizarlos como arma de persuasión para forzar al enemigo a convertirse y a adoptar el Islam de religión.
El Islam de Muhámmad destierra la idea de vigilancia, de sistema policial de control, así es como se explica la ausencia de clero y el estímulo para que todos los musulmanes se las apañen solos para comprender el texto. La responsabilidad individual interviene para equilibrar el peso del control aristocrático, haciéndolo finalmente inútil, en una Umma de creyentes, cuya conducta obedece a reglas precisas e interiorizadas. Reconocer a la mujer una voluntad inalienable entraba, pues, en esa estrategia de responsabilidad global. Abdalá b. Ubayy sabía muy bien que no podría seguir forzando a sus esclavas si Aixa y Um Salma continuaban reivindicando la liberación de las mujeres y ellas mismas circulaban libremente por las calles, símbolos de la libertad y la autonomía que reivindicaban para todas. Abdal-lâh b. Ubayy estaba en lo cierto: si la voluntad de la mujer se imponía, dejaría de ser un objeto sexual privado al que se rapta, cambia, roba, vende o compra. Para impedirlo había que agredir a las mujeres del Profeta y demostrar que éstas no podían escapar al destino femenino inmemorial, el de un ser privado de discernimiento y voluntad, un objeto sobre el que se ejerce la voluntad de otro.
La filosofía del velo que preconizaba Omar era clara: cuando se pidió a los hipócritas, que agredían a la mujeres, que se explicaran, dieron como justificación que «las habían tomado por esclavas», y «Al-lâh ordenó a las mujeres cambiar su vestimenta (zayyahunna) para distinguirla de la de las esclavas, alargando el yilbab». (11) Era necesario encontrar un medio de separar a las esclavas, que podían ser puestas en situación de zina, de las mujeres libres, esposas de aristócratas y de hombres poderosos con quienes tales actitudes estaban prohibidas. Las mujeres libres «se hacían reconocer para que no las agrediesen. Era mejor para ellas que las reconocieran. La mujer se cubría el rostro con un velo, y sólo dejaba un ojo al aire». (12) La aleya descenderá enseguida del cielo y velará a las mujeres libres. «¡Oh, Profeta!, dile a tus esposas, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se ciñan bien sus velos (yalabib). Será el medio más sencillo de que las reconozcan y no las ofendan.» (13)
En la batalla entre el sueño de Muhámmad en una sociedad donde las mujeres puedan circular libremente en la ciudad, pues el control social será la fe musulmana que disciplina el deseo, y las costumbres de los hipócritas, que sólo imaginan a la mujer como objeto de violencia y concupiscencia, vencerá esta última visión. El velo es el triunfo de los hipócritas: las esclavas seguirán siendo violentadas y agredidas en las calles. Desde entonces, el hiyab separará la población femenina musulmana en dos categorías: las mujeres libres, contra quienes está prohibida la violencia, y las mujeres esclavas, contra quienes está permitido el ta’arrud. En la lógica del hiyab, la ley de la violencia tribal reemplaza a la razón del creyente, que el Al-lâh musulmán considera indispensable para discernir el bien del mal. El Islam se afirma como la religión de los ayat, que habitualmente se traduce por aleyas, pero que literalmente quieren decir «signos», en el sentido semiótico del término. El Corán es un conjunto de signos que han de descodificarse por el ‘aql, la razón, una razón que responsabiliza al individuo y lo hace soberano de sí mismo. Para que Al-lâh pudiera existir como instancia de poder, de ley y de control social, era preciso que la instancia que garantizaba antes esas funciones, a saber, el poder tribal, desapareciera. El hiyab restablecía la idea de que la calle estaba bajo control del safih, el insensato, aquel que no controla sus deseos, que necesita un jefe tribal para neutralizarlo.
El Profeta, en las circunstancias de crisis militar de Medina de los años 5, 6 y 7, no tenía mucha elección para enfrentarse a la inseguridad de la ciudad: o asumir, aceptar y vivir esa inseguridad, esperando que la nueva fuente de poder, Al-lâh y su religión, arraigara en las mentalidades, o reactivar la tribu como sistema de policía de la ciudad. (14) En la primera opción, había que vivir la inseguridad, esperando que Al-lâh manifestase su poder por medio de una victoria militar. En la segunda, la tribu garantizaba la seguridad inmediatamente, pero Al-lâh y su comunidad desaparecerían para siempre, al menos en su perspectiva originaria. El mensaje de Muhámmad, su sueño de una comunidad donde se respeta al individuo, que tiene derechos, no porque pertenece a una tribu, sino sencillamente porque es capaz de creer que existe un lazo entre él y Al-lâh, dependía del papel que la tribu estaba llamada a desempeñar en esa fase transitoria. El poder tribal era el peligro, tolerarlo bajo cualquier forma, como medio de control, constituía un grave compromiso para el ideal musulmán de un ser humano ‘aq¡l, sensato, que se autocontrolara.
La solución de Omar, la del hiyab‑cortina que oculta a las mujeres, en lugar de cambiar las mentalidades y forzar «a los que tienen una enfermedad en el corazón» a actuar de manera diferente, va a ocultar la dimensión del Islam, como civilización y reflexión sobre el individuo y su papel en la sociedad. Reflexión que en sus comienzos hizo de Dar al‑Islam (la tierra del Islam) una experiencia pionera en materia de libertad individual y democracia, pero el hiyab cayó sobre Medina y truncó la memoria de ese impulso de libertad. Quince siglos después, será la violencia colonial la que, paradójicamente, fuerce a los Estados musulmanes a reconsiderar el tema de los derechos del individuo y de la mujer. Todo debate sobre la democracia pasa por ella y por ese ridículo pedacito de tela, a menudo de delicada muselina, que los integristas reivindican en nuestros días como la esencia misma de la identidad musulmana.
Notas
(1) B. Saad, at‑Tabaqat, op. cit., vol. VIII, p. 176. Para este capítulo sólo daré las referencias exactas en b. Saad, pero existen más o menos las mismas en Tabari, Bujari y todos los demás cuando abordan la cuestión de la azora del Hiyab y sus aleyas. Cito únicamente a b. Saad por la sencilla razón de que me gusta. Me gusta cómo se aproxima al texto, su estilo, su finura, su sensibilidad y su detallismo. Más allá del hombre de ciencia, tiene la prestancia de un hombre que no despreciaba su feminidad, cosa que no puedo decir de los demás. Pero, para quedarme con la conciencia tranquila, daré una única vez las referencias sobre el Hiyab en las otras fuentes clásicas utilizadas en este trabajo: Tabari, Taflir, vol. XXII, p. 45 y ss.; Bujari, Sahih, vol. III, p. 254 y ss.
(2) B. Saad, ibídem.
(3) El Corán aleya 33 de la azora 23, que, recuerdo, es medinense, traduc. de Masson, p. 463.
(4) Ibídem.
(5) B. Hayyar, al‑lsaba, cp. cit., vol. vil, p. 517; para la biografia de Unaima (nº 10869); vol. VIII, p. 119; para la biografía de Musaiba (nº 11756), cuyo verdadero nombre era Mu’ada.
6) B. Hayyar, ídem, vol. VIII, pp. 120 y 121, biografia nº 11756.
(7) B. Saad, al‑Tabaqat, cp. cit., vol. VIII, pp. 176 y 177.
8) Bujari, Sahih, op. cit., vol. III, p. 248; traduc. francesa de Houdas, p. 566. Ya me propuse comentar este texto en Beyond the Veil, un ensayo sobre la sexualidad durante los primeros decenios del Islam. Este trabajo fue publicado con el título de Sexe, Idéologie, Islam, en Éditions Tierce, París, 1983. Pero en aquel momento no hice la pregunta clave sobre este texto: ¿qué origen social tenían las mujeres que practicaban esos tipos de matrimonio? Sería necesario poder examinar minuciosa y sistemáticamente las biografias de los primeros musulmanes, sobre los que poseemos una voluminosa literatura que, hasta la fecha, ha sido objeto de muy pocos análisis.
(9) Véase el análisis que, sobre las costumbres sexuales en el siglo IV de la hégira y especialmente el desarrollo de prácticas referidas a eunucos, pederastia e institucionalización de la prostitución, hace Adam Metz en el capítulo «Éticas y costumbres» de su Al‑hadar al‑islamîya fî al‑qarn ‘arabî’ al‑hichriy (La civilización musulmana, durante el siglo IV de la hégira), traducción árabe, Maktabat al‑Janyi, El Cairo, s/d, vol. II, pp. 157 a 208.
(10) Nisaburi, Tafsir garaib al Quran, op. cit., vol. XXII, p. 9.
(11) B. Saad, at‑Tabaqat, op. cit., vol. VIII, p. 177.
(12) Ibidem.
(13) El Corán, aleya 59 de la azora 33, traduc. de Blachere, p. 453
(14) Véase el excelente texto de Ignace Goldziher, «The ‘arab Tribus and Islam», en Muslim Studies, S.M. Stern Aldine, Publishing Co., Chicago, 1966, p. 40 y ss.
* (El harén político, ed. del Oriente y del Mediterráneo, capítulo X, pp. 203-212)