De Farah en Siwa, esperando a su amado navegante negro.

Después de la tamaña desilusión por el taimado recurso que la había hecho rendirse a los pies, una vez más, del hombre equivocado, Farah recibió noticias de que el barco de su amado había llegado a Alejandría, y que él llegaría al día siguiente al Oasis, dónde ella le esperaba en su jaima negra, para evitar los rigores del terrible sol de aquel Ramadán caluroso.

El hombre-taimado había usado todo tipo de artimañas para seducir a Farah, yaciendo incluso con ella en el lecho, con unos fines repugnantes, que ella jamás pudo imaginar.
Un caravanero burdo, sin experiencia en el trato comercial, la Ley de las mujeres Touareg y la resistencia férrea de Farah ante cualquier engaño, por muy bien armado que estuviese, de nuevo la habían convertido en una mujer libre, amazigh. 
Su experiencia como viuda, sola, cabalgando a lomos de su camella blanca y en la compañía de su fiel loba Habiba, guiadas únicamente por el instinto de saberse las tres, animales sin pretensiones, magníficos ejemplares, muestra de la increíble fuerza de la Creación.
Dejó atrás pretendidos insultos y burlas, ante su indómito carácter, tachándola de masculina, o de no saber en realidad quién era, proferidos por la Princesa del Caftán azul, que había cometido el mismo error que la mujer de Josafat, en la Surah de José, cortándose las manos al encandilarse por la visión de un hombre, árabe y bello, pero que no se vendía barato. Había hecho muy bien el hombre al abandonarla en el medio de la noche sahariana, para irse con su amante que le pagaba bien y que le ofrecía conversaciones filosóficas, y sobre todo, todo el dinero que él deseaba…

Igualmente dejó atrás al hombre-taimado, que sería castigado por Al Láh por urdir, tramar y engañarla con promesas que no pensaba cumplir. Su castigo sería «tener un collar», como dice el Qurán, «de aquello que más había codiciado».
Entendió, en ese momento, que él jamás entendería su férrea conducta con respecto al trato con usureros, estafadores y ladrones, terriblemente castigado por la Sharia, pero ella le perdonó y le abandonó a su suerte, en su ignorancia de la que jamás saldría, no de la mano de Farah, como ella limpiamente le había ofrecido.
Se sintió mucho mejor cuando supo que su amado Negus, llegaría al amanecer, y vendría a visitarla a su tienda, con aquella sonrisa preciosa, debajo de aquel bigote imponente, que demostraba que era un verdadero hombre del país del Punt.
Farah deseó dormirse, y dio gracias a Al Láh por sobrevivir un día más, en aquel salvajismo, depredador, acompañada de sus dos amigas más queridas: su loba Habiba y su camella blanca, a quién había llamado Fawzia, en honor a la bella muchacha de cuello esbelto que le dio sopa Harira, nada más llegar ella a Foum-el Draá, huyendo del hundimiento de la Atlántida.

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