De Farah, el amor, la decepción y el crimen.

Encendiendo un cigarrillo, recordó su amor de adolescencia. Cayó en los brazos de un vagabundo que la dejó esperando con dieciocho años, en un cruce de caminos, diciéndole que se encontrarían al anochecer, cuando él regresara con agua y provisiones. Nunca más volvió a verle…
El dolor se acumuló en su corazón de niña y entró en un huracán de desamor, que la enloqueció. Abandonada así, sin una palabra, ni siquiera te odio.
Siguió rodando por el desierto en brazos de la angustia, la decepción y el abandono, llena de amor y preocupada al mismo tiempo por la suerte del “desaparecido”. El huracán la llevó a un trance muy maléfico, atacada por todo tipo de Genios y malhechores, hasta que vestida con un caftán de algodón de rayas verdes y blancas, conoció a Sameer, un joven de otro campamento, que la enamoró con sus sueños de futuro. La embelesaba su conversación, de como quería marchar al extranjero a estudiar medicina…
Sameer fue a Europa, estudió y volvió, y ella radiante de felicidad, fue al campamento de su familia, para encontrarlo preparando su matrimonio, con una mujer fea, estúpida y rica. Huyó en lo más negro de la noche, y amarga, se destripó por el desierto, cayendo en manos de uno y otro, hasta la extenuación. Su familia, muy preocupada por su suerte, nada podía hacer por ella. No admitía consejos y escapaba siempre a lomos de su dromedario blanco, a todo galope. Recorrió todo el desierto, familiarizándose con la puesta de sol, para ella la muerte ansiada, ante tanta infelicidad.
A partir de ahí, rara vez confió en ningún humano, nunca más.
 Gustaba de ataviarse a la puesta de sol, y mirar como el disco se ponía, allá por Al-Magreb… Colocaba sus mejores joyas, vestidos y babuchas, para sumirse en el llanto, hasta que la saludaban las estrellas, y Al Láh le respondía con el signo de una estrella fugaz. Nunca se sintió sola, en compañía del Clemente, el Misericordioso, y sólo Él la consolaba, en su llanto sin final.
Cansó de esperar, y deseó abandonar para siempre aquellas tierras, cruzar el mar, como había hecho Sameer, ahora divorciado, con una hija y pobre como las ratas, además de ser un mediocre doctor en el que nadie confiaba. Abandonar para siempre el mar de arena de sus lágrimas, y deseó matar, asesinar. No podía quedar impune tanta maldad, gratuita, con una niña de apenas dieciocho años, a la que fracturaron el corazón, sin escayola posible.
Procuraba consolarse con Habiba, su fiel loba, Maïmouna su tortuga sabia, y seguir el rumbo de los cernícalos, ahora desaparecidos y sin marcarle el rumbo de su camino.
Debido a este suceso, fue a vivir en una casa muy grande de la ciudad, abandonando a su dromedario, en manos de su hermano más pequeño, para huir de la envidia. ¡Hasta sus cuentos habían despreciado los muy ingratos! Un criado del campamento había dicho: ¡No la escuchéis, sus cuentos son viejos y se repiten! Cuan abominable es la maldad del Ser.
Mudó todos sus planes, y su Qibla se volvió loca, en un torbellino que no podía parar de hacer girar su cabeza. Se sintió realmente enferma de desamor, consolada por su querida amiga Noor, que la había obsequiado con unos vestidos preciosos, animándola a emprender el viaje a través del mar.

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