Deambulaba la viuda Touareg solitaria, observada por todos, sin poderla clasificar, etiquetar ni estereotipar, en su ignorancia carente de identidad.
Salía con su loba, a contemplar el crepúsculo, el amanecer, y siempre, visitaban el cadáver de su amada golondrina africana, colocada por ella en una planta de Exú, para proteger su espíritu.
Veían unos gatos libres, pegados a los basureros del muelle, adornada su vida con todo tipo de manjares de pez y demás despojos. Le gustó su forma de colocarse a salvo, haciendo equilibrios en el borde de los depósitos de basura, convirtiéndolos en catedrales góticas con su majestuosa presencia de gárgolas.
Al fin su loba se había lanzado al mar para recuperar la sal perdida en su largo deambular por el desierto emocional, y había nadado como una profesional, por instinto, acercándose a ella, para abrazarla y besarla en el liquido medio oceánico. Sintió su agradecimiento por haberla llevado al lugar adecuado, en el que las dos remojaron sus cuerpos resecos, «Gran Tarajal», bello nombre para deambular en libertad sin las fronteras artificiales creadas por los europeos en su afán de robar todo, hasta su identidad, y su espacio natural de vida.
Deseó ir a morar a una casa en el medio de un llano, completamente sola con su loba, y lo deseó tan fuertemente que creyó conseguirlo, a fuerza de verlo en su mente. Ya estaba marcado el rumbo de su próximo viaje.