Desierto, amado desierto.

Amaneció en su tienda verde, y la adecentó y limpió cuanto pudo. Todo se iba normalizando. Su loba Habiba era la primera que se había adaptado, comiendo y durmiendo a pierna suelta. A decir verdad, desde que se bajaron del camello que surcó el aire las dos respiraron con soltura, contemplando el cielo azul y la luz del atardecer, más tarde.
Se dio cuenta de que había dejado en Siwa, su oasis preferido, todas sus pertenencias más queridas, y esperó que una harka de gente de su tribu, se las fuese llevando, poco a poco, hasta abarrotar su tienda verde, pero en realidad no echó nada en falta, ya que le gustaba adaptarse a las nuevas condiciones, con buena disposición. Cuando falta algo, ya llegará.
Granos de arena llenarían su vida, cielos estrellados y noches al raso, ante la inminente llegada del calor, en el que dormitaría con su loba Habiba, en el crepitar de la brasa de la hoguera.
Al final, no sentía nada que la atase ni la condicionase por fin. No tenía expectativas, en cuanto a nada, y sólo deseaba ponerse en marcha para dinamizar aquella tribu, que le ofrecía su cariño y su hospitalidad, deseando que fuese una más entre ellos.
Paseó por la playa de su infancia y recorrió su amado pueblo, ahora con una fuente de caballitos de mar, que se convirtió de inmediato en su lugar favorito.
Al día siguiente comería pescado recién cogido, y sería otro día de paz en aquella tienda verde y blanca, con bancos rojos, en la que dormitarían en el silencio, ella y la loba, en espera de nuevas noticias.

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