Después de aquella sublime noche de amor, se sintió destruida por las palabras “Do rei”, que la había puesto en su sitio.
Se sintió como una ciega, a la que de un bofetón le hubieran devuelto la vista.
Después del clásico “quiero que seas mía”, dicho en el fragor de la batalla del amor incandescente, ella hasta llegó a creer que existía algo especial entre ellos.
Pasó el día arrobada en dulces pensamientos, hasta que decidió llamarle por teléfono, y él le dijo que las mujeres le perseguían pero que ella era especial. Especial, en aquel lenguaje masculino, tosco y duro, significaba que, ella era la puta, y las demás, literalmente, “mujeres de las que no le convenía deshacerse” con lo cual la posicionó como su concubina favorita.
Sintió asco de su alma, y su corazón estalló en millones de pedazos de asteroide de amor. Una vez más, de nuevo, otra vez, enfrentada a aquella competición absurda de la que ella anunció a “O rei”, que se retiraba, ya que las touaregs no competimos, está prohibido, y mucho más en materia de hombres.
La heredera de Tin-Hinan, que saltó de la Atlántida para vivir en el desierto, no era elegida. Ella, y todas las mujeres de su pueblo eran las que elegían, y eso era muy difícil, imposible de entender para un muchacho que estaba inmerso en aquella carrera frenética de competir por algo.
Maldijo la hora en la que decidió abandonar su celibato, dedicada a Hathor, en su oasis de Siwa, para recibir de nuevo al navegante negro.