Farah, el buen leñador y las ovejas pariendo.

En 1999 Farah atravesó uno de los periodos más difíciles de su vida. Tropezó un día con un leñador, de piel dorada, que la invitaba a su granja y subía y bajaba en su coche de montaña a buscarla a sus clases en la universidad. La gente murmuraba, no fuera a ser que tuvieran una relación en pecado y sin la ley. Llegaron a preguntarle, en el colmo de la desvergüenza, abiertamente si existía una relación amorosa entre ellos.

Farah se cansó de explicar a todos, incluida la familia del leñador, que se querían como hermanos pero que, aún deseándolo ella con locura, no había nada más allá. La juzgaron y sometieron al escarnio más grave de los que siempre había resistido, una guerrera como ella curtida en las guerras púnicas que vio atravesar los Alpes en elefante a Aníbal Barca.

Farah y el buen leñador disfrutaban de las cosas más simples como aromas de madera sumergidos en agua, aceitados por él con los más finos aromas, un cigarro contemplando la puesta de sol. Ella asistía estupefacta a la pasión del hombre por los animales que criaba y como lloró un día al descubrir que unos perros salvajes habían atacado a su ganado. Ella le consolaba riendo, viendo juntos como el gallo superviviente, que se había tirado al pozo de aguas negras para esconderse, media hora más tarde ya proclamaba con su cacareo ser el jefe del gallinero. Farah recordaba muy bien la tristeza del buen leñador al hablarle de la tierra y de la incomprensión que le circundaba, rodeado de gentes montunas, acostumbradas al maltrato y la vida sin el más mínimo refinamiento, del que él era un maestro.

La voz de Cesárea Évora cantaba en aquella triste granja, en la que se respiraba la impotencia que sentía el hombre para lidiar con todo aquello. Atesoraba en su memoria dos instantes maravillosos y llenos de luz: uno viendo al leñador embadurnar veinte kilos de queso con pimentón rojo y aceite de oliva, y el otro cuando en medio de la noche, él la despertó y asistieron juntos al parto de una oveja, de la que nacieron dos corderos preciosos.

Farah pasaba los días disfrutando de la necesaria soledad que el leñador le proporcionaba, de forma exquisita, y se sentía meditabunda, taciturna y ensimismada, debido al hashísh. Ella se sentaba a beber una cerveza detrás de otra hasta caer desmayada, en un sueño que sin alcohol no conseguía.

Decidieron viajar, pero separados. El leñador a América del norte y Farah a América del sur, después de haber visto ella como Fernanda Montenegro la llenaba de compasión en el film “Estación Central de Brasil”. Fue la última vez que se vieron durante un largo, muy largo tiempo…

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