De Farah, hilando para sortear el destino.

Retornó a su oficio de aguja e hilo y cosió el lienzo de su diván. Pensaba, así, eludir la borrasca de la muchedumbre que se cernía sobre los dictadores árabes, pero una vez más era tarde: ya se había manifestado a favor de la turba que gritaba Libertad hablando con su amiga Maruja.

Agotada por la velada de la noche anterior, un cúmulo de groserías, vampiros antiguos muy ajados y muy poca música, había sorteado como había podido el devenir de la noche y despertó con un dolor de cabeza terrible. La pesadumbre de haber perdido su autonomía en pos de un hombre que la ignoraba, la irritaba sobremanera.

Pasó la mañana de un humor de fascistas y se desquitó en la peluquería de sus amigas, donde la pusieron al teléfono para que espantase definitivamente a uno de esos comerciales acosadores.

Una vez hubo cosido el lienzo, negro, verde, rojo y blanco, un diseño oriental que perpetraba los colores de Afganistán en silencio, se sintió transformada en Penélope, capaz de resistir la hipocresía y el agravio de la multitud, en espera del regreso de su amado Ulises, a quién no podía poner rostro dado el largo tiempo que habían permanecido separados. Aún así el amor le brotaba de lo más hondo de las tripas y temió que anidara en su vientre la serpiente de los celos o la del desamor.

Saltó de júbilo al comprobar en la televisión panorámica de su madre la llegada del Año Nuevo chino que prometía iluminar, con una sonrisa de gato fumador, la perspectiva de la corrupción de las fuerzas del orden de Rusia, que perpetraban en pleno aeropuerto de Moscú la más insospechadas tropelías contra los viajeros del Cáucaso y otras regiones remotas de Asia. Todo quedaría en promesas, pensó Farah mientras saboreaba una bebida de guaraná; ya estaba acostumbrada a la desidia instalada en los humanos. En el fondo prefería la tozudez de pavos y gallinas que revoloteaban en su jardín, a falta de un paisaje desértico que la consolase.

Pensó en la soledad infinita, compañera de cerros y marismas, mientras ansiaba la llegada de su amado Ulises, fiel compañero, que la ayudaría en la ascensión de una roca de 2.700 metros, llenando la cañada de risas, besos y algún furtivo amasijo de carnes entre las arenas y piedras de la meseta anterior a la maravillosa montaña, en cuya cima jamás se separarían, firmando en el silencio del cielo su unión milenaria.

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