Farah, los esclavos y la Luna.

Alagoas

 

Observó como las nubes de tormenta pasaban veloces, dejando ver un pequeño fulgor de la Luna que se retiraba para vencerla el Sol en su batalla diaria.

Otro día comenzaría y los humanos, humanóides y demás antropomorfos que se creen humanos, irían a cumplir su función de esclavo de los poderosos.

Recordó como un hombre hacía de bestia arrastrando tras de si un carro lleno hasta los topes de mercancías, en el Comercio de Maceió, y al expresar su sorpresa, su amiga Claudinha le explicó que estaba incluso contento.

Comenzó a recordar en la conversación mantenida, no sabía ya si meses o años antes, con Malika cuando ella le dijo que había seres que sintiéndose humanos, no lo son. Ella los llamó extraterrestres pero Farah pensó rápidamente en los antropomorfos, aquellos antecesores del hombre que estaban a caballo entre los dos estados.

En Agadir observó atentamente al jardinero de su mansión de rica europea, que costaba dos tristes monedas para ella, y lo vio esconderse a la hora del almuerzo. Seguramente comería un “Kadillo”, nombre marroquí para los bocadillos, de atún en conserva con huevo duro, viviendo en una ciudad que tiene uno de los puertos pesqueros más importantes del país.

Recordó dulcemente el discurso del hombre que observa los pájaros, su feroz combate contra el Estado y la sociedad establecida que le habían hecho amarle desde el primer minuto que lo conoció. 

Pensó en la tristeza de otro día más conviviendo con este sufrimiento causado por un sistema que usa el crimen, la especulación y el miedo como armas de sometimiento.

En las muchachas cansadas al final de un día agotador de pie doblando camisetas de cualquier tienda. Los repartidores de mercancías, sometidos a la indomable presión de conducir un carruaje a gasolina, el oro líquido de los ricos, aquellos ricos tan civilizados y democráticos que habían matado a cinco millones de niños iraquíes durante el bloqueo a Saddam Husseín, por existir la norma de que las amoxyclinas eran susceptibles de convertirse en armas químicas.

Mientras, en Amazónia y en la tundra de Mongolia los mismos seres vivirían libres y respirando un aire tóxico que los millonarios empresarios les mandaban de regalo, para ver si morían de una vez y se cumplía el sueño de Winston Churchil de “acabar con el problema indígena”.

Se dispuso a lavar su cabello, y sentir el agua correr por su cuerpo, para así poder superar el asco que sentía al ser humana y no poder hacer nada por evitar toda aquella barbarie.

 

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