Farah, Bill y los cernícalos


Farah recordó a Bill, mientras contemplaba la sala de su casa con aquella luz azul tamizada por las cortinas de seda.

Sintió que le faltaban sus palabras, su increíble parecido en la forma de ordenar sus pensamientos, y deseó que fueran una única persona para no tener que conocerle ni separarse nunca más de él…
Alejó la tristeza de su mente para alejar al genio Maimón y que no se atravesara en su camino, siguiendo el consejo de su amiga que le dijo una vez que nunca se fuese a dormir triste o contrariada ya que el genio se enfadaba y se quedaba presente en nuestra vida, quitándonos la respiración y haciéndonos llorar, para siempre.

Las letras árabes pintadas por ella en lo más alto de la pared la saludaron dándole la bienvenida a su vida, abandonada por unos meses a la deriva. Solo Bill y su dulzura con ella la habían traído de vuelta a su corazón, al amor que jamás había encontrado en su largo camino por el mundo.

 

Pensó en la felicidad que le había dado ser una viajera en el tren que la había llevado por Francia, Marruecos o sabe Dios que paraje del planeta Tierra… Recordó los búfalos de agua de Brasil y deseó ser amada por un hombre como Bill, que escuchase con dulzura el relato de su periplo en busca del amor. Pensó en el tren nocturno que va de Tánger a Marrakesh, recordando su silencio, el más mágico silencio que jamás Farah había sentido, y que le había permitido escuchar la voz de su interior, en el medio de las conversaciones intrascendentes de los turistas que subían al tren en el aeropuerto de Casablanca, cargados de recuerdos de Egipto… Una voz que le había preguntado ¿A donde vas Farah?
Solo cuando se sintió perdida en aquel desvencijado vagón de tercera clase, elegido a propósito por su amor a lo sórdido, atravesando la nada en mitad de la noche africana, había despertado ante si misma, y se encontró de pronto frente al ventilador que su amiga le había regalado, en el medio de la mismísima nada norteafricana que repentinamente había invadido su salón.
La soledad le habló con su código perfecto. Los muebles mimados por ella hasta convertirlos en seres animados le sonrieron y las letras de su paquete de cigarrillos hablaron para ella. La estrella que dibujaba su cenicero favorito abrió su boca invitándola a fumar. Las caras de los dibujos, atesoradas por ella en su amoroso periplo la miraron escrutándola en silencio, llamándola y diciéndole: estamos aquí, nunca te dejaremos sola. El violín árabe la amó en silencio y ya no le importó más si Bill llegaría a su casa para el prometido abrazo.

 

Buscó lo mejor de si misma para volver a convertirse en aquella mujer guerrera que había atravesado el mundo, sola, sin miedo, y de repente el salón comenzó a llenarse de arena y su sofá a convertirse en el suelo alfombrado de una tienda beduina. Podía estar en todos los lugares a la vez y aquella magia la sorprendió tanto que una euforia repentina la llenó por completo de felicidad.

Una vez más Farah cabalgaba en el medio del desierto, en la grupa de la vida y sintió como el viento del ventilador acariciaba su cara y agitaba sus cabellos, a todo galope por su propia vida. No sintió temor alguno y la invadió la felicidad, jaleada por la voz de Natacha Atlas que cantaba para ella sola, en el medio de la sala-desierto.

La gaita árabe movió su cuello y le cimbreó los hombros, sus caderas se movieron a ritmo de darbuka y la melodía le movió el espíritu revolviéndolo en su felicidad. Se sintió lejana, orgullosa de la lengua árabe, de su cultura y creció más de dos metros, transformándose ella misma en una genio, que un día saludaría a los demás desde un retrato en alguna pared desconocida…

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