“Les habla una Ifryta”

 

 

Así me siento.

Una “Ifryta”, con mucha fuerza, lo mismo puedo causar bien que mal.

Puedo armar un remolino de sensaciones desencontradas por mi opinión vehemente, pero siento que no soy comprendida.

No crean que por aplaudir la oratoria de una u otro, su claro mensaje representativo, voy a tirar la toalla.

Me enfrento a la Lucha por el bien Común, sí ese que a nadie le suena, ese al que el individualismo feroz ha condenado al ridículo.

 

Ese “Simorg” persa que pocas conocen…

 

No me siento obligada a nada, por nadie, y jamás lo he consentido.

Sólo mi alma, acrisolada con fuego y metal, tiene limitaciones. Este cuerpo prestado también las tiene. Esas son mis fronteras.

También las que opongo firmemente en pos de una estrategia política que siga el cauce de lo que nos atañe a todas.

Las Fronteras. Los confines.

 

No a las de una facción, o a la contraria.

Me mantengo aparte, porque “cuando se crean Clanes te diriges a la Familia”, una institución jerárquica en la que cada miembro tiene un papel predefinido, arcaico y que no se corresponde con los cambios de paradigma.

Una institución pesada y vieja; hay que arrastrarla y pesa mucho. Muchas veces con antagonismos serios entre las personas que la componen.

Excusa de lo más reaccionario para prohibir, censurar y amargar vidas y amores.

Por eso, a veces creen y dicen que “soy mala”, que “hago el mal”, y no estoy aquí para presentar alguna excusa ni pedir disculpas a nadie.

Esa dicotomía entre el “bien” y el “mal”, marcada por normas morales que escapan a mi salvaje condición de Genia malhumorada, gritona y feroz. No me atañe ni me interpela.

Sería mucho más sencillo si alguien lograra encerrarme en una “lámpara maravillosa”, para después frotarla y exigirme sus tres deseos.

No es posible, tengo alas, y pico muy fuerte como la peor rapaz que te hayas imaginado.

Ataco furibunda cuando me siento triste, acorralada o no encuentro sentido a mi vida.

Dicho esto, déjenme limpiar mi plumaje con mi pico, en solitario y a la espera de recuperar mi ánimo vapuleado por las circunstancias.

Ya volveré a volar al pairo aprovechando las corrientes del viento, por ahora me gustaría establecer mi nido en algún lugar remoto que no revelaré.

No lo revelaré porque espero el signo que me indique dónde establecer mi hogar. Cerca o lejos, nada me importa.

La tristeza ha apagado mis plumas verdes y amarillas. Mi pico está manchado de devorar uvas. Sólo alguna leve caricia, mendigada, me consuela.

No se cumplen los pactos de amor en estos días, y como decía el poeta “ya no te espero”, para que no me alcance el Odio.

 

«El Diván»

Te besé amor mío.

Me besaste amor. “Mi vida” te dije.

Me acariciaste el corazón herido de muerte y me sentí aliviada.

Esperando el momento de la soledad para agradecer al cielo que te envíe, una vez tras otra.

Que tu llave abra mi puerta.

Que tus labios acaricien los míos.

En el Diván afgano que volví a preparar para nosotros.

Bebí sola el licor del Amor, echando de menos tus brazos, hasta el minuto en que vuelvas.

Hasta que el aroma del café se mezcle con el de nuestros cuerpos en el Amor.

Allí nos pueden encontrar, hasta que subamos a nuestra alfombra y huyamos, volando.

Veremos las cúpulas turquesa de Isfahán y volaremos hasta Rajasthán, al festival de Rama, con la luna llena y los camellos.

Allí me verás bailar girando, posesa de la paz que has dado a mi alma.

Dejaremos atrás los retratos pintados con lágrimas azules, delante, sólo la Luna llena.

El lago dónde nadaremos sudando por la danza, lleno de flores y velas flotando.

Así será nuestro sueño, Amor.

No habrá Genio ni Ifryta que lo impidan, serán cómplices de nuestro calor que ha fundido las murallas de plomo y oro.

«Lloraron los cielos desde la primera noche que se amaron hasta tres meses después.

La lluvia fue el Signo que certificó aquella unión, las lágrimas se le añadieron hasta formar una inundación».

Ilustración Arte Safávida, Isfahán. “Mujer tomando vino en soledad”.

De la viuda tuareg que escupió sobre Betancuria.

En 1404, a cuatro años de su llegada a espada y fuego, Gadifer de la Salle y Jean de Bethencourt, dos mercenarios normandos a sueldo de Enrique III de Castilla apodado “el Fratricida de Trastámara”, y después de someter Lanzarote con traición y asesinato fundaron “Betancuria” sobre las ruinas de un importante poblado de los Mahos.

La “ciudad” se convirtió pronto en residencia de los Señores y las Autoridades civiles y religiosas.

La viuda Tuareg nació en Tenerife, de familia de Mahos y después de recorrer el Imperio de Pedro I de Brasil y visitar el Souss-Draá enfrente a Lanzarote, vio el valle.

Cuentan que «por ser “de bruma” estaba poblado de cedros, acebuches y pinos».

Se enfureció la viuda al contemplar como convirtieron en polvo aquel valle próspero mientras dos guaguas llenas de turistas españoles se paraban en aquel mirador, bajando para contemplar la vista.

Ella les gritó a todo pulmón como sus antepasados habían desertizado un valle antaño pleno de verdor y arrasado todo. Vio la urgencia de la guía turística en meterlos de nuevo en los vehículos ante el terror por la violencia con que discursaba ella, mostrando la barba tatuada de su marido muerto lo que la hacía intocable según la costumbre de su pueblo.

Se acercó a la mujer-guía y esta le dijo “que aquello no se puede hacer, que había arruinado su trabajo de dos días y que ella, también era canaria”…

Le pidió unas disculpas falsas, y se notaba dibujada la satisfacción de una guerrera en su rostro, y sonrió cuando se cerraron las puertas con bufidos hidráulicos, de dragones vencidos y se marcharon.

Este mismo argumento se usa desde una institución autonómica del Reino de España para “salvar los puestos de trabajo de las familias de trabajadores” de un hotel erigido en pleno paisaje protegido, en plenas “Dunas de Corralejo”, que obtuvo la “concesión” durante la Dictadura asesina de Franco.

Nada, desde Enrique III de Trastámara hubiera sido posible en estas islas sin la traición y complicidad de los habitantes originarios de Canarias.

Descendió el valle hasta Betancuria y avistó las ruinas de un convento de franciscanos, de San Buenaventura.

Lo vio arrasado, sin techumbre sólo arcos que formaban ángulos imposibles con el azul africano del cielo, hornacinas de santos vacías parecían hacer muecas de fracaso desde las paredes desconchadas por la intemperie y contempló como la techumbre de una iglesia abandonada parecía imitar las montañas peladas de vegetación que había dejado la “Conquista”.

Escupió en el suelo y se marchó llena de su propia alma.

Con todo mi amor para mi querida amiga y hermana Salomé, que sé que adora a la Viuda Tuareg.

Las Mujeres de Tizi-Ouzou.

“Autorretrato”, ilustración original de la autora, varias técnicas.

El cielo gris plomizo que la saludó al amanecer le trajo el recuerdo de Argel.

Argel maltratada, ultrajada. Asesinada, degollada y obligada a usar velo.

Un velo que significó la Libertad de las Mujeres en la Guerra de la Independencia.

Cargaban fusiles “AK” debajo del “Haik”, una prenda confeccionada con una mezcla de lana y seda, al 50%.

Si las Mujeres somos más, alrededor del 51% de media, ¿por qué estamos obligadas al mismo debate, eterno?

¿Por qué las Mujeres de “Tizi-Ouzou” libres y alejadas de ese Islam atávico, rigorista y falso fueron dobles víctimas?

El sudor del calor mezclado con arena del Sáhara en suspensión corrió por su labio superior, camino de su barbilla tatuada. Bajo la “mascarilla”, pelo suelto, sudada la nuca al estilo del nordeste brasileño.

La incomunicación impedía que ciudades casi iguales en esclavitud, machismo y pobreza racial se conocieran.

¿Cómo Río de Janeiro, Recife o Salvador no conocían a sus hermanas Casablanca, Argel u Orán?

«Pobre Conferencia de Bandung,– pensó mientras se secaba el sudor de la nuca-que un día significó tanto que partió en tres el Eje de la Guerra Fría».

Cuba, Angola, Uganda de Idi Amín.

Brasil, Mozambique y la India gigantesca.

La ciudad costera invadida por la Calima dormitó su estancamiento, que sólo se veía alterado por la conversación que reclamaba sobre “las medidas sanitarias”, y “el sudor bajo la mascarilla”.

Deambulaban las gentes de aquella ciudad chiquita, como una roca incrustada en el Océano.

Nadie la llamó

Sólo se comunicaban reivindicaciones, quejas y lamentos.

Cero iniciativas comunes en aquella ansia de poseer cosas.

Aquella manía de “la propiedad privada”, que les privaba de una comunicación colectiva y beligerante.

No quería oír hablar de “solidaridad”, aquel espectro quejumbroso llegado de lo clerical.

Los puñetazos saben mal, a óxido y sangre.

Rompen huesos y destruyen impunidades.

La “ropa deportiva” sustituyó a la violencia necesaria, que algo mudase.

Ajena a lo masculino, no mascullaba ninguna “revolución” por lo bajo.

No rumiaba contra “estrategias políticas equivocadas”, ella se enfrentaba a cara de perro.

Como las Mujeres de “Tizi-Ouzou”.

Anacarda Harrison-Ford.

Hurufiya

Anacarda no comprendía cómo el simple eco de su apellido compuesto, su «feminismo clasista» anclado en las canas de sus ideas sesenteras, no la habían convertido en un ente importante y potente

No era consciente, Anacarda Harrison-Ford, de vivir en una ciudad pequeña y ultra-provinciana, de medio pelo.

Una ciudad-residuo colonial no resuelto en la década de los 70, cuando debió ser devuelta y reintegrada al África geográfica y emocional al que pertenecía por naturaleza.

Anacarda lo había intentado todo.

Abusar de su privilegio de rica venida a menos para ser universitaria, cosa que logró con un resultado mediocre.

Anacarda se casó, pero una vez habida una hija, se desprendió de cualquier relación que la alejara del clan Harrison-Ford.

Educó a su hija en una estupidez excéntrica, y la hija obedeció en todo.

Al Clan mafioso-familiar al que pertenecía Anacarda, los Harrison-Ford, los identificaba una salud debilucha, de “genes” europeiformes trasplantados al África subtropical por mor del comercio con el Reino Unido, anteriormente “Imperio Británico”.

Anacarda Harrison-Ford languidecía, contra-programando y fustigando cualquier disenso con su modelo de pensamiento, que guardaba cierta similitud con su pelo.

Llamémoslo “feminismo asmático”, por el poco fuelle intelectual y por apoyarse en un mujerismo torpe, esgrimido como arma contra toda aquella que osara contrariar su opinión, mucho menos contradecirla.

Usaba para tales fines, Anacarda, una máscara corporal masculina, cabello gris cortado en un intento de aproximarse a Greta Garbo, y atuendo hippie-clasista-demodé.

Su voz era de cascarrabias, sin entender a sus casi setenta años, que no le correspondía vivir en el paralelo 28 que murchaba sus pulmones anglófilos.

Andaba por aquellos días aciagos, Anacarda, contrariada pues sus planes de vivir en una Comunidad Anciana Clasista, también se habían murchado.

¡Atención!

“Este es un aviso del Ministerio de Salud de los Clones. Este texto contiene ilustraciones que pueden herir la sensibilidad de las lectoras anacardiáceas. De hecho la contiene con el fin de herir, y así curtir, el alma sensible de la protagonista.”

Texto e ilustración originales de la autora. «Aviso» realizado por @MDesencadenada en conversación incidental.

De Farah, ciudadana del Amor y la lobezna Habiba.

Farah echó una mirada rápida a su correo y vio que aún no llegaba la confirmación de que era bella y deseada, en forma de respuesta de aquel niño precioso convertido en hombre a la fuerza. El miedo a su libertad en cuanto al amor, arredraba al más fuerte de aquellos hombres niño con los que se topaba por doquier.

El amor de su cría de loba, Habiba, la conformó, y la hizo sentir feliz y querida al fin.

Al final había encontrado un lugar en la Creación, y era dentro de la manada de lobas universales. Animales con un instinto superior, dotadas de una inteligencia emocional que les hacía ser precavidas y amorosas al mismo tiempo. Ahora podía entender muchas más cosas de su naturaleza fiera y defensora de la manada, en la que creía ciegamente, a pesar de todo.

Recordó a su hombre niño que observaba halcones y aves rapaces, trepando por paredes de montañas inaccesibles para ver los nidos y observar a unos pájaros que no sabía eran los favoritos de Farah. Recordó su miedo a entregarse y sus mentiras de niño, para salvaguardarse de formar parte de la manada de Farah y Habiba.

Él hablaba de la Anarquía y la Libertad sin saber lo que era, y con una rigidez que alejaba de él toda posibilidad de experimentar ninguna de las dos cosas. Miedo y rencor, pensó ella, recién llegada de la calle de arrastrar huevos, limones y demás comidas hasta la madriguera en la que pensaba criar sus lobeznas en forma de amor.

Amor era lo único que importaba a esta mujer capaz de morderte con afilados dientes y de lamer dulcemente tu cara en cuanto te sintieras libre para no mentirle. Pensó de nuevo en su hombre niño observador de aves y en los halcones, águilas y pájaros que conformaban su vida.

Lo imaginó trepando por un acantilado hasta alcanzarla a ella. Para observarla como a los halcones. En el fondo se sentía escrutada cada vez que se encontraban. Su discusión sobre la religión y sobre la cultura popular le reveló que no sabía que le hablaba de la religión de los lobos, de su amor por la manada y de su rígida jerarquía establecida así desde tiempos inmemoriales para obtener más efectividad en la caza.

En el fondo ella jamás abandonaría su forma salvaje de ser, su amor por el fuego a la intemperie con un techo de estrellas gigantes, iluminando un negro azul de la bóveda celeste, inmensa en las noches sin Luna.

La propia rigidez del hombre niño observador le revelaba como un lobo fuerte y capaz de llevar con diligencia su manada al éxito. Inconsciencia de hombre simple, quizá demasiado, pensó que le incapacitaba para amar y ser amado, por una mujer fiera que lucharía por él con dientes afilados, y que sería capaz de lamerle con lengua dulce, cuando regresara de la injusta tarea de enfrentar el día a día.

Pensó en su tristeza, y ante su frialdad a la hora de responder a su pregunta sobre la procedencia de aquel semblante triste y aquel silencio impenetrable, casi religioso. Quería decirle que era un niño con miedo de sentirse solo y que no tenía una loba que le acariciase cuando se sentía triste, pero guardó silencio ante lo precipitado de su marcha y allí quedó una vez más, ensimismada en su mundo de lobas…