Amargo, dulce…

Nunca llegó a comprender el sentido de aquel juego. Una partida diabólica en la que siempre perdía ella…
Tratábase de seducirla, dejarla rendida de amor. Más tarde se tiran los dados, y sale: amargo de hiel. Entonces toca rechazarla, hablarle de forma desagradable, hacerla sentir que no merecía aquel amor, que era demasiado procaz, por haberse entregado de aquella manera, sin barreras.
Después viene el silencio. Un silencio de muerte. Helado y desapacible, con un viento muy fuerte que barre las paredes del corazón. Ya llegarán las disculpas, pero esa es la siguiente tirada de dados.
Se atesoran los dados en la mano, se baten y se tiran en una superficie lisa, sin arrugas, a ser posible en la misma Puerta del Infierno.
Se piden disculpas alegando lo preocupado que estaba él por sus cosas… El trabajo no va bien, soy muy poco comunicativo, no quiero comprometerme a nada serio.
Subyacían en aquellas palabras las frases reales: ¡sucia árabe! ¿Cómo te imaginas que voy a mostrarme contigo delante de nadie? ¡Te lo creíste todo!
¿De verdad pensaste que tú y yo podríamos llegar a algo más que a revolcarnos en una cama, mujer rara y antipática?
¿Pensaste sinceramente que iba a dejar que la gente me viera junto a una mujer como tú?
Después de que ella haya puesto en marcha su neurósis, por el maltrato dado y las disculpas posteriores, se vuelve a estar con ella.
Se la enamora aún más, perdidamente. Después uno finge olvidar el reloj en el baño de su casa. Así tendrá algo en lo que entretenerse y pensará en mí- se decía él muy seguro de sí, embozado en su silencio malsano.

Cuando ella descubrió su juego puso sus cartas sobre la mesa- su neurótica respuesta a tanto maltrato- él fingió no encontrarse bien, y guardó silencio, mientras pensaba en la siguiente tirada de dados. Y así pasaban sus día, él y ella. Uno jugando a los dados, la otra jugando a las cartas…

Ella, la tormenta y el amor.

Saboreó aquellos días que prosiguieron al amor, entre lluvia, relámpagos y granizos. Alguna cosa en la naturaleza se enfadaba mucho siempre que el amor no sale del todo bien.
Prosiguió sus días, sola, atesorando las miradas de él, sus besos. Le inquietaban la ausencia de sonrisa y la cortedad de palabras que lucía en su plumaje de enamorado. Subió, bajó, anduvo en guagua, cocinó, comió, hasta que él respondió a su mensaje, diciéndole que el reloj era suyo y que pasaría a buscarlo.
Ella comprendió que él amaba estar en su compañía, pero por alguna extraña razón no quería mantener un contacto más estrecho.
Ella llegó a pensar que la despreciaba en lo más hondo pero la segunda vez que se encontraron, sus besos lo desmintieron.
Él fue capaz de una dulzura que la dejó helada. Se aterrorizó al ver tan de cerca el amor, sin saber si él lo admitiría. Una vez más se tragaría la imposibilidad de amarla por prejuicios raciales, sexuales o sociales. Siempre existiría alguno, que no la dejaría descansar y ser feliz.
Recordó la soledad en el desierto y el placer que sintió al estar completamente sola en la nada más absoluta, poblada de huellas de pequeños animales, plantas y rocas, que desaparecían por el efecto abrasador del sol en aquel paisaje.
El sonido de la rabeca se quedó prendido en su mente, atrapada en el Nordeste brasileño, para siempre. ¿Y que podría ella explicarle a él, que nunca había escuchado una música semejante?




Ella, “Mal Nombre” y el aeropuerto de los Winter.

Deseó durante todo aquel largo día que la ignorancia no la alcanzase. Que la dejase de lado para siempre, como cuando te lanzan una piedra, y te inclinas para esquivarla.
De camino a la península de Jandía, había abominado ya de la mala compaña. Enervada, por aquellas toneladas de ignorancia y maltrato que poblaban la isla, supo que su destino era restar sola, con la única compañía de su loba Habiba, ahora distante, y había sido maltratada por un bando de asaltantes que había invadido su campamento mientras ella viajaba por Jandía.
Las mujeres de su tribu los habían expulsado, y ahora eran ellas quienes guardaban a la loba.
Se acarició con el paisaje desértico, abrazó las nubes para recordar besos pasados. 
Intentó abstraerse durante todo el día de aquel ser, que le hablaba con aquella triste voz de pato, con la que la Orixá Oxúm castiga a los ingratos, malvados, y de oscura energía. Procuró castigarla lo más que pudo, al saberla inalcanzable a su libidinoso paladar, y convirtió su día en un pequeño ensayo de lo que debía ser el Averno, o así pensó ella después de finalizar la jornada.

Anduvo por un sendero tortuoso, serpenteante, en compañía de aquellas palmípedas piernas, que la llevó al viejo aeropuerto que la familia Winter  había construido y  abandonado. Echó una mirada a la pista de tierra y fingió que la historia de aquella renombrada familia alemana, que se instaló en Cofete allá por los años cuarenta, no le interesaba, para no incitar al oscuro personaje con voz de ronco ánade. 
Pensó en el aciago sino que habría llevado a aquella familia a morar en el destierro de aquellas tierras inhóspitas…
Quizás, el mismo destino que la había atraído a ella a pasear su sombra desencantada por los arenales, por lo que se desnudó totalmente para zambullirse en el mar.

Con su sola piel por vestido, alzó un pañuelo de fino tejido, de color verde, haciéndolo volar a sus espaldas cual estandarte de su tristeza, dirigiéndose a la orilla.
Saludó a las Sirenas y Ondinas y se lanzó al mar helado del invierno sahariano. Nadó hasta alcanzar la zona profunda, alejándose de arrecifes y bancos de arena.
Allí entregó el pañuelo a las olas, para su Orixá Jemonjá, tras lo cual giró sobre si misma, bajo del mar, y empezó a nadar de espaldas, de una patada certera, contemplando como la ofrenda era aceptada, y tragada por las profundidades del océano Atlántico, esta vez al Norte de la Bahía de San Salvador, trayéndole recuerdos de otro fin de año antiguo…

De regreso al sótano dónde transcurrían sus días por aquel corto espacio de tiempo, vio un cartel que anunciaba el pueblo que se encontraba delante. Se llamaba “Mal Nombre”.

Ella, el avión y la Libertad.

Desde muy niña se acostumbró al vértigo del levantar el vuelo de las aeronaves, en compañía de sus amorosos padres, que la mimaban hasta extremos insospechables.
Su primer despegue en aeroplano fue a los nueve años. Se dirigían a Gran Canaria a visitar a unos parientes muy queridos, magníficos anfitriones, prósperos familiares de su madre. Su padre siempre al tanto de las noticias, le prometió observar un eclipse de Sol que tendría lugar durante el corto viaje, que ella creía recordar en 1972.
Cuando la aeronave emprendió la veloz carrera para el ascenso, su estómago conoció una sensación nueva, una apoteosis de lo que más tarde se convertiría para ella en la Libertad. Se elevaron en el aire en un DC-9 de color ceniciento, decorado con un interior al estilo de la época .
Durante el momento en que vio el eclipse a través de un vidrio marrón de botella de cerveza, no pudo imaginar que vivía uno de los pocos momentos de total felicidad de su vida, y por ello jamás había olvidado la cálida presencia del padre, siempre amoroso y sensible con ella.
Ya en el aeropuerto, de regreso a casa pudieron contemplar el aterrizaje del majestuoso “Concorde” pintado de un verde muy suave, y ella y su padre no cabían en sí de tanta felicidad, asomados a la terraza del aeropuerto de Gando.

 

Años más tarde, y después de muchas sensaciones de despegue y aterrizaje que la hicieron amar las aeronaves, se encontraba por una aciaga casualidad, a bordo de un Fokker-27, pintado del mismo color ceniciento en su barriga y de azul en la parte superior. Subió muy tarde al aparato, la última pasajera en embarcar, rumbo a la paz que le daba la compañía de su padre. Amaba el ruido de las hélices de aquel remedo de pájaro que le hacía suspenderse hacia la nada, ausente de la realidad.
Ni  en sueños hubiera imaginado jamás que a los dieciocho años, se enamoraría perdidamente, y como nunca volvería a hacerlo.
Ya era Febrero, en 1985. Volaba desde Barcelona a Tenerife, vestida con ropas de lujo, joyas muy valiosas, sobrero de una tienda de antigüedades de las Ramblas de Barcelona. Estaba muy feliz, pero la congoja que sentía por su acompañante, un hombre burdo y tosco, que sólo podía darle dinero, ensombrecía su corazón.

 De repente se vio a si misma sola, en medio del Carnaval y tropezó con aquellos ojos de color miel, pintados con khool negro, mirándola de tal manera que la turbaron.
Le fue presentado por una amiga suya y ella le rechazó, por prejuicios infantiles, de los que se tienen a los dieciocho años, y de los que nunca se cansaría de avergonzarse.
A los pocos días recibió una llamada de teléfono de su amiga, y le pedía venir a su casa en compañía del hombre de mirada color miel. Ella presa de la turbación experimentada desde el primer instante en que él clavó sus ojos en los suyos, no pudo negarse, accediendo a la visita.
Estuvieron juntos en la casa familiar, fumando, y la humareda deliciosa se elevaba entre las llamaradas de sol que entraban por la ventana.
Su amiga inventó una excusa para dejarlos solos, dejándola aún más estupefacta que el efecto del humo.
Al final, los dos solos en la intimidad de su habitación acabaron besándose apasionadamente, ella ingenua y torpe, sin saber que ese sería el gran amor de su vida.
Entraron en un torbellino de amor, sensaciones mágicas y dulces abrazos juntos, a los que ella no estaba acostumbrada.
 Durante la adolescencia había sido muy maltratada por todos, ella ignoraba el motivo, que sólo conoció años más tarde, cuando los años y la experiencia acumulada le mostraron el elevado valor de su raciocinio, que avergonzaba a cualquiera que se enfrentase a su poderosa y desafiante mirada de ojos verdosos, heredados de su amado padre. En su mirar se podía ver la insultante verdad sin tregua.
Vivieron juntos, y ante la oposición de su madre a que aquel hombre viviera allí con ella, huyó de la casa, durmiendo al raso, con un magnifico techo de estrellas para acariciar su amor.
Pasaron momentos difíciles, todos superados después de sumergirse juntos en una bañera de agua caliente, llorando mientras se besaban, de puro amor.
Un día quedaron para viajar a la costa y ella decidió ir con unos amigos en su coche, diciéndole él que se encontrarían en la plaza de aquel lugarejo perdido entre turistas y gentes del pueblo, toscos y poco acostumbrados a una presencia tan avasalladora como la que ella tenía a los dieciocho años.
Pasaron las horas mientras lo esperaba, vencida, a cada hora que pasaba esperándolo, por la pesadumbre.
Al final se hizo la medianoche, y supo que él había desaparecido. Lo que jamás imaginó es que había desaparecido para siempre.
Desde entonces sólo le quedaba el amor de su padre, el vértigo del despegue de las aeronaves y la impaciencia como compañera en la Libertad.
Treinta años más tarde tropezó por casualidad con la sentencia de Jane Austen: “Soy aquella que amó y perdió”.
En esos treinta años hubo miles de despegues y aterrizajes, y su padre emprendió el viaje eterno, dejándola completamente sola y desconsolada, ante una sociedad arpía, en la que podía confiar en muy pocas personas. La vida no había cambiado mucho desde la Inglaterra de 1800…

El hermano, los mecanismos y el cuerpo.

Paul Gauguin 052

Vio sus propias arterias, huesos, cartílagos. Se adentró en sus glándulas, tropezó con una terminación nerviosa que hizo que su ceja izquierda se levantara, haciéndola mucho más atractiva. Quiso de esta manera, sanar al hermano mayor, haciéndole sentir en su sueño dolorido, cuanto le había dolido a ella todo el mismo proceso que le sumía en la niebla. La que está entre el sueño y la partida, aquella que conocía tan bien.
Deseó que supiese cuanto le admiraba en su afán de atesorar recortes de periódico, hoy día amarilleados por el paso inexorable de los años. Quería que supiera cuanto le agradecía haber conocido a Sir Arthur Conan Doyle, de su mano amorosa.
Aún resonaban en su tímpano aquellas maravillosas músicas que el hermano mayor ponía como banda sonora a su inicio por la senda de la vida, a bordo de un automóvil modelo años 30, a cuyos estribos había subido más de una vez.
De la mano de su amada, la Princesa del cabello oscuro, le habían abrazado e invitado a conocer trenes humeantes, aviones que surcaban el océano. Habían desvelado la magia de la imagen proyectada en un telón, en casa, haciendo que su mundo fuera infinitamente mejor y mucho más feliz.
Corrían los Años del Plomo, cuando la vida era gris, y el Hermano mayor y la Princesa de cabellos oscuros lo colorearon para ella, revelándole a Matisse y Gauguin, haciéndola bailar al ritmo de Chopin.
El tic-tac del reloj le hizo recordar que allá, lejos, el corazón del Hermano Mayor, latía apesadumbrado. En el fondo un “Hermano mayor” es como un padre, más si cabe ante la ausencia de este. Lo fue muchísimas veces y ella sólo esperaba que lo siguiera siendo por un largo tiempo, ahora que el padre ya no estaba.
Todos los mecanismos se pueden arreglar. El único y atesorado deseo que tuvo esa noche fue que se reparara el del Hermano mayor.

En pos de un bien mayor…

Se arrellanó en su propia figura, para disfrutar de la visión de sí, y le gustó lo que contemplaba.

Cuestionada hasta la saciedad, su sed de conocimiento acababa justo dónde terminaban sus infinitas ganas de apurar la vida. Una vida llena de satisfacciones íntimas, solitarias y duraderas.

Finalmente estaba ante su soledad, compañera fiel, y se adueñaba de su vida, dejándola proseguir, libre. 

Le sonreían sus errores, cometidos en la búsqueda del conocimiento auténtico. Hecho de experiencias propias, de fatiga. También de alegrías y placeres.

Se solicitó, ensimismada, el permiso para continuar su búsqueda, sin final, de la verdad concentrada. En silencio contó con el asentimiento de su cuerpo, señal inequívoca del rumbo correcto. Se alejó de la moral, con la certeza de la independencia que le permitiría ver con claridad el siguiente plazo. Un tiempo corto, un escalón más.

Sin nubes inquisitorias sobre su propio hacer o del ajeno, un día soleado se abrió en su razón, para equilibrar los nubarrones negros del pasado. Un pasado tropical, con lluvia de tarde, humedad concentrada por el propio pensamiento.

 Se tumbó en la sonrisa franca y las palabras sonrientes de una desconocida. Una joven muchacha. Parecía que eran para otra las tribulaciones de la inmadurez y la inexperiencia. Aguzó la vista, en lo más hondo de su corazón, y las palabras llenas de energía vital de la muchacha le hicieron saber cuánto había tardado en tener paciencia. Sintió un candor inmenso ante el cálido corazón de la niña-mujer, que le trajo recuerdos de ayer. Agradeció que se sentase lejana, en el transporte público. Una fugaz aparición que la llenó de confianza. La confirmación de que no estaba tan equivocada. La sosegada y banal charla sobre el horario, lo humano y la torpeza de transportarse.

Se contuvo, presa del síndrome “de un bien mayor”, y cayó víctima de la falacia de la recompensa futura…

VIEJA INFANCIA.

Miles de segundos de su vida se agolparon a su cerebro, conmocionado por la ignominia de la vida.
Segundos de infinita violencia, insultos, agresivas miradas, puños que chocaban contra su cara, contra su cuerpo…
Imaginó que ya nada de eso podía alcanzarla, llegado este instante de soledad, en Marte.
Suspiró por tanto amor no correspondido. Entregado al miedo a ser señalado. Sonrió ante tanta cobardía, pensando en lo fuerte y valiente que había sido, era y sería. 
Ella.
La luz de una pequeña lámpara roja de cristal le anunció el periodo marciano, extraterrestre, pues su amor no tenía cabida en un planeta tan mezquino.
Un Mundo lleno de vapor, caliente y mugriento le decía adiós desde lejos, cada vez más lejos. Las pequeñas heridas de sus pies la saludaron. Le sonrieron las uñas pintadas con esmalte de color lila.

Siguió, y nunca se sintió sola. Suspiraba por encender un cigarrillo. Apurarlo como se apura la juventud. Lo tomó entre sus labios, y lo encendió con su mechero de color turquesa. Aquel instrumento banal, icono de una vida plástica, también la saludó desde su pequeña llama. El humo la hizo saborear la Soledad. La disfrutó placenteramente, mientras observaba sus sucias sandalias de goma.
Un mundo femenino, mal mirado. Criticado hasta la saciedad. Aborrecido en lo más hondo de sus tripas. Vomitado y expulsado en forma de mucosidades. Tanto daño le había hecho que se había convertido en su hermano. Aquel hermano añorado, inexistente. Buscado en mil y una pieles humanas.
Le gustaba su compañía. Final de algún trayecto. Sin recorrido cierto, aún. Echó de menos los pies del amado. Acostumbrada a que le abrieran el camino. Triste, deshojada vida sin sus pies. Voz grave, voz melodiosa, voz…

Ella, los hermanos y las calles.

Solía caminar sola, de noche, ansiando encontrar alguna cosa olvidada.
 Caminó de madrugada en ciudades diferentes, distintos continentes. 
Lenguas extranjeras, gentes coloridas, grisáceos rostros europeos. Hábitos norteafricanos, café con leche francés, te londinense. Cigarrillos italianos, bebidas francesas. Radios en todas las lenguas, la acompañaron en su periplo. Músicas, hoy pasadas de moda, habían alegrado su vida pretérita.

Conocer a los hermanos le devolvió el amor por lo nuevo, lo raro, lo extranjero. Hombres agradables, afables en el trato, cosa difícil por aquellos pagos. Sus sonrisas y rostros eran diferentes. Uno encantador y seductor, el otro tierno, infantil y melancólico. El vapor del narguile de uno de ellos animaba la conversación que iba de lo erudito a lo irrisorio, en un brillante ejercicio mental que les vino bien a los tres. 
Uno de los hermanos preguntó si era Filóloga. Ella respondió que gitana, escondiendo su Filoxénia griega, su amor por lo novedoso, sin importarle de donde viniese.

Recordó, más tarde, insomne en su lecho, el amor de horas antes. Cuatro horas de felicidad la había situado en su vértice, de nuevo. Y añoró sus calles.

Calles brasileñas, londinenses, parisinas y romanas. Calles majoreras y grancanarias. Palmeras, gomeras y herreñas.Calles de Arrecife de Lanzarote, Olinda Pernambuco. Barcelona, Madrid Guipúzcoa y Córdoba. Málaga, Algeciras. Tánger y Agadir.

Siempre, el eterno martilleo de sus tacones, incansables, a la saga de su instinto, esta vez con zapatos de madera, con sonido de leño musical, uñas de los pies con esmalte rosa, recorriendo las calles.