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claudio rabeca no joinha
Ella, la tormenta y el amor.
Ella, “Mal Nombre” y el aeropuerto de los Winter.
Intentó abstraerse durante todo el día de aquel ser, que le hablaba con aquella triste voz de pato, con la que la Orixá Oxúm castiga a los ingratos, malvados, y de oscura energía. Procuró castigarla lo más que pudo, al saberla inalcanzable a su libidinoso paladar, y convirtió su día en un pequeño ensayo de lo que debía ser el Averno, o así pensó ella después de finalizar la jornada.
Ella, el avión y la Libertad.
El hermano, los mecanismos y el cuerpo.
Vio sus propias arterias, huesos, cartílagos. Se adentró en sus glándulas, tropezó con una terminación nerviosa que hizo que su ceja izquierda se levantara, haciéndola mucho más atractiva. Quiso de esta manera, sanar al hermano mayor, haciéndole sentir en su sueño dolorido, cuanto le había dolido a ella todo el mismo proceso que le sumía en la niebla. La que está entre el sueño y la partida, aquella que conocía tan bien.
Deseó que supiese cuanto le admiraba en su afán de atesorar recortes de periódico, hoy día amarilleados por el paso inexorable de los años. Quería que supiera cuanto le agradecía haber conocido a Sir Arthur Conan Doyle, de su mano amorosa.
Aún resonaban en su tímpano aquellas maravillosas músicas que el hermano mayor ponía como banda sonora a su inicio por la senda de la vida, a bordo de un automóvil modelo años 30, a cuyos estribos había subido más de una vez.
De la mano de su amada, la Princesa del cabello oscuro, le habían abrazado e invitado a conocer trenes humeantes, aviones que surcaban el océano. Habían desvelado la magia de la imagen proyectada en un telón, en casa, haciendo que su mundo fuera infinitamente mejor y mucho más feliz.
Corrían los Años del Plomo, cuando la vida era gris, y el Hermano mayor y la Princesa de cabellos oscuros lo colorearon para ella, revelándole a Matisse y Gauguin, haciéndola bailar al ritmo de Chopin.
El tic-tac del reloj le hizo recordar que allá, lejos, el corazón del Hermano Mayor, latía apesadumbrado. En el fondo un “Hermano mayor” es como un padre, más si cabe ante la ausencia de este. Lo fue muchísimas veces y ella sólo esperaba que lo siguiera siendo por un largo tiempo, ahora que el padre ya no estaba.
Todos los mecanismos se pueden arreglar. El único y atesorado deseo que tuvo esa noche fue que se reparara el del Hermano mayor.
En pos de un bien mayor…

Se arrellanó en su propia figura, para disfrutar de la visión de sí, y le gustó lo que contemplaba.
Cuestionada hasta la saciedad, su sed de conocimiento acababa justo dónde terminaban sus infinitas ganas de apurar la vida. Una vida llena de satisfacciones íntimas, solitarias y duraderas.
Finalmente estaba ante su soledad, compañera fiel, y se adueñaba de su vida, dejándola proseguir, libre.
Le sonreían sus errores, cometidos en la búsqueda del conocimiento auténtico. Hecho de experiencias propias, de fatiga. También de alegrías y placeres.
Se solicitó, ensimismada, el permiso para continuar su búsqueda, sin final, de la verdad concentrada. En silencio contó con el asentimiento de su cuerpo, señal inequívoca del rumbo correcto. Se alejó de la moral, con la certeza de la independencia que le permitiría ver con claridad el siguiente plazo. Un tiempo corto, un escalón más.
Sin nubes inquisitorias sobre su propio hacer o del ajeno, un día soleado se abrió en su razón, para equilibrar los nubarrones negros del pasado. Un pasado tropical, con lluvia de tarde, humedad concentrada por el propio pensamiento.
Se tumbó en la sonrisa franca y las palabras sonrientes de una desconocida. Una joven muchacha. Parecía que eran para otra las tribulaciones de la inmadurez y la inexperiencia. Aguzó la vista, en lo más hondo de su corazón, y las palabras llenas de energía vital de la muchacha le hicieron saber cuánto había tardado en tener paciencia. Sintió un candor inmenso ante el cálido corazón de la niña-mujer, que le trajo recuerdos de ayer. Agradeció que se sentase lejana, en el transporte público. Una fugaz aparición que la llenó de confianza. La confirmación de que no estaba tan equivocada. La sosegada y banal charla sobre el horario, lo humano y la torpeza de transportarse.
Se contuvo, presa del síndrome “de un bien mayor”, y cayó víctima de la falacia de la recompensa futura…
VIEJA INFANCIA.
Miles de segundos de su vida se agolparon a su cerebro, conmocionado por la ignominia de la vida.
Segundos de infinita violencia, insultos, agresivas miradas, puños que chocaban contra su cara, contra su cuerpo…
Imaginó que ya nada de eso podía alcanzarla, llegado este instante de soledad, en Marte.
Suspiró por tanto amor no correspondido. Entregado al miedo a ser señalado. Sonrió ante tanta cobardía, pensando en lo fuerte y valiente que había sido, era y sería.
Ella.
La luz de una pequeña lámpara roja de cristal le anunció el periodo marciano, extraterrestre, pues su amor no tenía cabida en un planeta tan mezquino.
Un Mundo lleno de vapor, caliente y mugriento le decía adiós desde lejos, cada vez más lejos. Las pequeñas heridas de sus pies la saludaron. Le sonrieron las uñas pintadas con esmalte de color lila.
Siguió, y nunca se sintió sola. Suspiraba por encender un cigarrillo. Apurarlo como se apura la juventud. Lo tomó entre sus labios, y lo encendió con su mechero de color turquesa. Aquel instrumento banal, icono de una vida plástica, también la saludó desde su pequeña llama. El humo la hizo saborear la Soledad. La disfrutó placenteramente, mientras observaba sus sucias sandalias de goma.
Un mundo femenino, mal mirado. Criticado hasta la saciedad. Aborrecido en lo más hondo de sus tripas. Vomitado y expulsado en forma de mucosidades. Tanto daño le había hecho que se había convertido en su hermano. Aquel hermano añorado, inexistente. Buscado en mil y una pieles humanas.
Le gustaba su compañía. Final de algún trayecto. Sin recorrido cierto, aún. Echó de menos los pies del amado. Acostumbrada a que le abrieran el camino. Triste, deshojada vida sin sus pies. Voz grave, voz melodiosa, voz…
Ella, los hermanos y las calles.
Solía caminar sola, de noche, ansiando encontrar alguna cosa olvidada.
Caminó de madrugada en ciudades diferentes, distintos continentes.
Lenguas extranjeras, gentes coloridas, grisáceos rostros europeos. Hábitos norteafricanos, café con leche francés, te londinense. Cigarrillos italianos, bebidas francesas. Radios en todas las lenguas, la acompañaron en su periplo. Músicas, hoy pasadas de moda, habían alegrado su vida pretérita.
Conocer a los hermanos le devolvió el amor por lo nuevo, lo raro, lo extranjero. Hombres agradables, afables en el trato, cosa difícil por aquellos pagos. Sus sonrisas y rostros eran diferentes. Uno encantador y seductor, el otro tierno, infantil y melancólico. El vapor del narguile de uno de ellos animaba la conversación que iba de lo erudito a lo irrisorio, en un brillante ejercicio mental que les vino bien a los tres.
Uno de los hermanos preguntó si era Filóloga. Ella respondió que gitana, escondiendo su Filoxénia griega, su amor por lo novedoso, sin importarle de donde viniese.
Recordó, más tarde, insomne en su lecho, el amor de horas antes. Cuatro horas de felicidad la había situado en su vértice, de nuevo. Y añoró sus calles.
Calles brasileñas, londinenses, parisinas y romanas. Calles majoreras y grancanarias. Palmeras, gomeras y herreñas.Calles de Arrecife de Lanzarote, Olinda Pernambuco. Barcelona, Madrid Guipúzcoa y Córdoba. Málaga, Algeciras. Tánger y Agadir.
Siempre, el eterno martilleo de sus tacones, incansables, a la saga de su instinto, esta vez con zapatos de madera, con sonido de leño musical, uñas de los pies con esmalte rosa, recorriendo las calles.





