Desde muy niña se acostumbró al vértigo del levantar el vuelo de las aeronaves, en compañía de sus amorosos padres, que la mimaban hasta extremos insospechables.
Su primer despegue en aeroplano fue a los nueve años. Se dirigían a Gran Canaria a visitar a unos parientes muy queridos, magníficos anfitriones, prósperos familiares de su madre. Su padre siempre al tanto de las noticias, le prometió observar un eclipse de Sol que tendría lugar durante el corto viaje, que ella creía recordar en 1972.
Cuando la aeronave emprendió la veloz carrera para el ascenso, su estómago conoció una sensación nueva, una apoteosis de lo que más tarde se convertiría para ella en la Libertad. Se elevaron en el aire en un DC-9 de color ceniciento, decorado con un interior al estilo de la época .
Durante el momento en que vio el eclipse a través de un vidrio marrón de botella de cerveza, no pudo imaginar que vivía uno de los pocos momentos de total felicidad de su vida, y por ello jamás había olvidado la cálida presencia del padre, siempre amoroso y sensible con ella.
Ya en el aeropuerto, de regreso a casa pudieron contemplar el aterrizaje del majestuoso “Concorde” pintado de un verde muy suave, y ella y su padre no cabían en sí de tanta felicidad, asomados a la terraza del aeropuerto de Gando.
Años más tarde, y después de muchas sensaciones de despegue y aterrizaje que la hicieron amar las aeronaves, se encontraba por una aciaga casualidad, a bordo de un Fokker-27, pintado del mismo color ceniciento en su barriga y de azul en la parte superior. Subió muy tarde al aparato, la última pasajera en embarcar, rumbo a la paz que le daba la compañía de su padre. Amaba el ruido de las hélices de aquel remedo de pájaro que le hacía suspenderse hacia la nada, ausente de la realidad.
Ni en sueños hubiera imaginado jamás que a los dieciocho años, se enamoraría perdidamente, y como nunca volvería a hacerlo.
Ya era Febrero, en 1985. Volaba desde Barcelona a Tenerife, vestida con ropas de lujo, joyas muy valiosas, sobrero de una tienda de antigüedades de las Ramblas de Barcelona. Estaba muy feliz, pero la congoja que sentía por su acompañante, un hombre burdo y tosco, que sólo podía darle dinero, ensombrecía su corazón.
De repente se vio a si misma sola, en medio del Carnaval y tropezó con aquellos ojos de color miel, pintados con khool negro, mirándola de tal manera que la turbaron.
Le fue presentado por una amiga suya y ella le rechazó, por prejuicios infantiles, de los que se tienen a los dieciocho años, y de los que nunca se cansaría de avergonzarse.
A los pocos días recibió una llamada de teléfono de su amiga, y le pedía venir a su casa en compañía del hombre de mirada color miel. Ella presa de la turbación experimentada desde el primer instante en que él clavó sus ojos en los suyos, no pudo negarse, accediendo a la visita.
Estuvieron juntos en la casa familiar, fumando, y la humareda deliciosa se elevaba entre las llamaradas de sol que entraban por la ventana.
Su amiga inventó una excusa para dejarlos solos, dejándola aún más estupefacta que el efecto del humo.
Al final, los dos solos en la intimidad de su habitación acabaron besándose apasionadamente, ella ingenua y torpe, sin saber que ese sería el gran amor de su vida.
Entraron en un torbellino de amor, sensaciones mágicas y dulces abrazos juntos, a los que ella no estaba acostumbrada.
Durante la adolescencia había sido muy maltratada por todos, ella ignoraba el motivo, que sólo conoció años más tarde, cuando los años y la experiencia acumulada le mostraron el elevado valor de su raciocinio, que avergonzaba a cualquiera que se enfrentase a su poderosa y desafiante mirada de ojos verdosos, heredados de su amado padre. En su mirar se podía ver la insultante verdad sin tregua.
Vivieron juntos, y ante la oposición de su madre a que aquel hombre viviera allí con ella, huyó de la casa, durmiendo al raso, con un magnifico techo de estrellas para acariciar su amor.
Pasaron momentos difíciles, todos superados después de sumergirse juntos en una bañera de agua caliente, llorando mientras se besaban, de puro amor.
Un día quedaron para viajar a la costa y ella decidió ir con unos amigos en su coche, diciéndole él que se encontrarían en la plaza de aquel lugarejo perdido entre turistas y gentes del pueblo, toscos y poco acostumbrados a una presencia tan avasalladora como la que ella tenía a los dieciocho años.
Pasaron las horas mientras lo esperaba, vencida, a cada hora que pasaba esperándolo, por la pesadumbre.
Al final se hizo la medianoche, y supo que él había desaparecido. Lo que jamás imaginó es que había desaparecido para siempre.
Desde entonces sólo le quedaba el amor de su padre, el vértigo del despegue de las aeronaves y la impaciencia como compañera en la Libertad.
Treinta años más tarde tropezó por casualidad con la sentencia de Jane Austen: “Soy aquella que amó y perdió”.
En esos treinta años hubo miles de despegues y aterrizajes, y su padre emprendió el viaje eterno, dejándola completamente sola y desconsolada, ante una sociedad arpía, en la que podía confiar en muy pocas personas. La vida no había cambiado mucho desde la Inglaterra de 1800…