Vio sus propias arterias, huesos, cartílagos. Se adentró en sus glándulas, tropezó con una terminación nerviosa que hizo que su ceja izquierda se levantara, haciéndola mucho más atractiva. Quiso de esta manera, sanar al hermano mayor, haciéndole sentir en su sueño dolorido, cuanto le había dolido a ella todo el mismo proceso que le sumía en la niebla. La que está entre el sueño y la partida, aquella que conocía tan bien.
Deseó que supiese cuanto le admiraba en su afán de atesorar recortes de periódico, hoy día amarilleados por el paso inexorable de los años. Quería que supiera cuanto le agradecía haber conocido a Sir Arthur Conan Doyle, de su mano amorosa.
Aún resonaban en su tímpano aquellas maravillosas músicas que el hermano mayor ponía como banda sonora a su inicio por la senda de la vida, a bordo de un automóvil modelo años 30, a cuyos estribos había subido más de una vez.
De la mano de su amada, la Princesa del cabello oscuro, le habían abrazado e invitado a conocer trenes humeantes, aviones que surcaban el océano. Habían desvelado la magia de la imagen proyectada en un telón, en casa, haciendo que su mundo fuera infinitamente mejor y mucho más feliz.
Corrían los Años del Plomo, cuando la vida era gris, y el Hermano mayor y la Princesa de cabellos oscuros lo colorearon para ella, revelándole a Matisse y Gauguin, haciéndola bailar al ritmo de Chopin.
El tic-tac del reloj le hizo recordar que allá, lejos, el corazón del Hermano Mayor, latía apesadumbrado. En el fondo un “Hermano mayor” es como un padre, más si cabe ante la ausencia de este. Lo fue muchísimas veces y ella sólo esperaba que lo siguiera siendo por un largo tiempo, ahora que el padre ya no estaba.
Todos los mecanismos se pueden arreglar. El único y atesorado deseo que tuvo esa noche fue que se reparara el del Hermano mayor.