Ella, “Mal Nombre” y el aeropuerto de los Winter.

Deseó durante todo aquel largo día que la ignorancia no la alcanzase. Que la dejase de lado para siempre, como cuando te lanzan una piedra, y te inclinas para esquivarla.
De camino a la península de Jandía, había abominado ya de la mala compaña. Enervada, por aquellas toneladas de ignorancia y maltrato que poblaban la isla, supo que su destino era restar sola, con la única compañía de su loba Habiba, ahora distante, y había sido maltratada por un bando de asaltantes que había invadido su campamento mientras ella viajaba por Jandía.
Las mujeres de su tribu los habían expulsado, y ahora eran ellas quienes guardaban a la loba.
Se acarició con el paisaje desértico, abrazó las nubes para recordar besos pasados. 
Intentó abstraerse durante todo el día de aquel ser, que le hablaba con aquella triste voz de pato, con la que la Orixá Oxúm castiga a los ingratos, malvados, y de oscura energía. Procuró castigarla lo más que pudo, al saberla inalcanzable a su libidinoso paladar, y convirtió su día en un pequeño ensayo de lo que debía ser el Averno, o así pensó ella después de finalizar la jornada.

Anduvo por un sendero tortuoso, serpenteante, en compañía de aquellas palmípedas piernas, que la llevó al viejo aeropuerto que la familia Winter  había construido y  abandonado. Echó una mirada a la pista de tierra y fingió que la historia de aquella renombrada familia alemana, que se instaló en Cofete allá por los años cuarenta, no le interesaba, para no incitar al oscuro personaje con voz de ronco ánade. 
Pensó en el aciago sino que habría llevado a aquella familia a morar en el destierro de aquellas tierras inhóspitas…
Quizás, el mismo destino que la había atraído a ella a pasear su sombra desencantada por los arenales, por lo que se desnudó totalmente para zambullirse en el mar.

Con su sola piel por vestido, alzó un pañuelo de fino tejido, de color verde, haciéndolo volar a sus espaldas cual estandarte de su tristeza, dirigiéndose a la orilla.
Saludó a las Sirenas y Ondinas y se lanzó al mar helado del invierno sahariano. Nadó hasta alcanzar la zona profunda, alejándose de arrecifes y bancos de arena.
Allí entregó el pañuelo a las olas, para su Orixá Jemonjá, tras lo cual giró sobre si misma, bajo del mar, y empezó a nadar de espaldas, de una patada certera, contemplando como la ofrenda era aceptada, y tragada por las profundidades del océano Atlántico, esta vez al Norte de la Bahía de San Salvador, trayéndole recuerdos de otro fin de año antiguo…

De regreso al sótano dónde transcurrían sus días por aquel corto espacio de tiempo, vio un cartel que anunciaba el pueblo que se encontraba delante. Se llamaba “Mal Nombre”.

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