Mes: enero 2011
De Farah, Aneris y los demás chacales.
Farah huyó de Aneris, el jefe de los chacales y escondiéndose en el tronco de una palmera seca, rezó la surah 113 Al-Falaq, para alejar de sí la maldad, creada por Al Láh. Habiba, la lobezna fiel la acompañaba jadeando agazapadas las dos bajo el tronco que la providencia había transportado a la mitad del desierto. Farah había dejado atrás el pozo seco llamado “Del Amor” y buscaba, desesperada, donde abrevar sus bestias y beber ella misma, aunque fuera solo un poco de agua limosa, mezcla de arena y cal. Al enfilar la pendiente de una duna divisó las orejas de Aneris, el jefe malvado de los chacales, animal provisto por Anubis de un olfato capaz de oler las presas a miles de kilómetros en aquel océano de arena. La venían siguiendo desde que abandonase la hamada y chillaban en la noche sus nombres más ocultos, para así darle caza a ella, su rebaño de cabras y a la lobezna Habiba.
Desde que Farah había enviudado, pastoreaba su rebaño en soledad, en medio de aquella inmensidad que por la noche parecía el manto de su abuelo, bordado de millones de estrellas. La ley del desierto disponía que las viudas dispusiesen del ganado y las posesiones de su difunto marido. Así constaba en los mapas que habían trazado los “mesieú”, que habían cruzado sus tierras hacía más de tres Ramadán.
Farah lloraba todas las noches al recordar a su bello marido, sus travesías juntos por todo el país y la envidia que suscitaban al encontrarse con alguna caravana de conocidos o extraños.
Aneris, el jefe malvado de los chacales había despedazado su cuerpo, después de ser picado por tres escorpiones que murieron poco después. Así quedó sola, en compañía de la loba recién nacida, sus cabras y dos camellos. Sin hijos, rápidamente fue cortejada por varios hombres pero ella los rechazó uno por uno, mientras mecía un odre lleno de leche para hacer yogurt, escaso alimento que junto a los dátiles, y alguna cabra que ya no servía para dar leche, sacrificada en silencio, mirando a la Meca, como mandaban las leyes islámicas desde que su pueblo había llegado al Sáhara huyendo del Califa en su defensa de Fátima la hija de Muhammad.
Al igual que Fátima, la hija del amado Profeta al morir éste, le fueron arrebatados uno a uno todos sus bienes, por mucho que dijese la Ley no escrita del Sáhara, al no querer tomar un nuevo esposo. Llegada la noche encendía una lumbre para ahuyentar las alimañas y para calentarse, Farah y Habiba solas, navegando en pos de un sueño: ser libres y vivir en paz, tarea difícil desde que los hombres, sobre todo aquel profesor de la escuela coránica, bajito, calvo y con bigote, llamado Pilar, y la miríada de alumnos babosos que le rondaban siempre prestos a cumplir sus caprichos más repugnantes, habían azuzado contra ellas a Aneris, el jefe malvado de los chacales…
Farah mirando a la Luna.
La loba Habiba había recuperado sus ganas de corretear, ladrar y gruñir, y se sentía feliz de poder compartir con ella la vida. La miraba con grandes ojos saltones desde la alfombra del baño, mientras esperaba a que terminase de leer sentada en su trono de marca”Roca”. Leyó a Jane Bowles que se aprovechaba de un personaje de “Camp Cataract” para hacer una declaración de libertad: “…soy una gran admiradora de los nómadas, los vagabundos, los gitanos y los marinos…Me importa un bledo el sentirme parte de una comunidad, te lo aseguro…”
Aprovechó lo leído para asir su libertad y su feroz forma de conservarla. Contempló el armario que había terminado de pintar la tarde anterior. Se había pasado la puesta de sol contemplando la Luna, en su creciente, rodeada de un halo de humedad fantasmagórica. Intentó fotografiarla con su mini-cámara pero salía muy lejana, como si huyese de Farah.
Pensó, llena de presagios, en que esa tarde empezarían de nuevo sus clases, después de las vacaciones católicas a las que había asistido impasible, cual muñeco de nieve con una zanahoria por nariz. Deseaba estar con su compañera Marina para seguir su conversación eterna, que había comenzado el mismo minuto en que se conocieron. Pensó en los rudimentos de la frase, la colocación del tiempo verbal y se recogió en si misma, cual ermitaña.
Escuchaba un disco de Silvio Rodríguez, un disco muy viejo “Mujeres”, y su mente bailó con la entrada a la guitarra de “Río”, “hoy se que no hay nada imposible, anoche supe la verdad…”
Se sintió agotada en la espera de algún vaquero que la llevase a explorar el desierto de Nevada. Renunció a si misma tres veces, y comprendió que la mañana era su aliada para pintar, escribir, cocinar y salir a correr con la loba Habiba, su fiel compañera. Esperaría la noche para dirigirse a su instituto a enfrentarse a su destino, en forma de alumno despechado e inseguro, en forma de libro odiado y manoseado, en forma de profesor sin autoridad para contener aquel raudal de vagabundos, gitanos y marinos que su alma arrastraba desde la eternidad.
«Farah en el «sertâo bahiano». Idalicy, Mariana y Amarildo».

Cuando Farah llegó a aquella ciudad del «sertâo» de Bahía quedó muy sorprendida con la arquitectura, que aprovechaba la piedra del lugar y hacía con que las casas resultaran casi invisibles, confundiéndose con la roca de la Sierra Diamantina.
Sus amigos habían comprado una casa y la invitaron a pasar el carnaval para así huir de la ciudad de Salvador que se transformaría en un ruidoso tropel de gente, música, comida y detritos humanos.
La primera persona que conoció en la aldea, llegaron después de un tortuoso viaje en ónibus con parada del motor en mitad de la nada, fue a una anciana negra de noventa y siete años, que fumaba en cachimba y calzaba unas sandalias de goma que dejaban ver sus dedos torturados y sarmentosos de los pies.
Se llamaba Idalicy. Le habían llevado medicinas desde la ciudad y varios paquetes de café de aroma extra-fuerte. Farah contempló una botella de “Emulsión Sccot” y dos paquetes de café “Melitta”, muy común en Brasil.
La anciana puso agua a hervir, mientras avivaba el fuego de brasa soplando, sin parar de hablar, mientras daba pitadas a su pipa de fumar.
Farah contemplaba en silencio la cafetera del siglo XIX, época en la que aquella pequeñísima ciudad había quedado suspendida después del agotamiento de los yacimientos de diamantes de la región, allá por 1930.
La viejita cogió un tizón del hogar para encender su pipa y humeó varias veces para encenderla. Sujetaba su blanco cabello, de un color níveo, con un pañuelo atado detrás del cuello.
Hablaba un portugués muy antiguo y usaba verbos remotos como “torné a tomar aquella medicina…” y “vamos a tomar café sentados en la marquesa…”, nombre de un banco de madera, cuyo asiento servía de tapa a un baúl en el que la anciana guardaba el encaje de bolillo que hacía para vender.
Después del café fueron a visitar a otra institución de la ciudad de nombre Mariana, que era la mejor cocinera de palma, una hoja de cactus de aquella región semi-desértica del nordeste brasileño.
Tenía una casa distribuida en forma extraña para Farah, para acceder a la cocina había que bajar una empinada escalera de quita y pon, y allá pasaron siendo recibidos con la sonrisa iluminada de la vieja Mariana, cuyos cabellos canos llegaban a la cintura recogidos en una trenza enorme.
La tía Aninha, otra anciana del pueblo, estaba sentada en el comedor anterior al precipicio que daba a la cocina.
Tía Aninha tenía los ojos desorbitados y parecía decir incoherencias, que fueron cortadas de raíz por la voz de Mariana, advirtiéndole que, de no callarse la obligaría a irse…
Se dirigieron a llamar por teléfono al único lugar de toda la ciudad que lo tenía, un locutorio de aspecto vetusto regentado por un tal Amarildo.
La sala principal del locutorio estaba presidida por unos póster de “Xuxa” la cantante infantil, figura adorada por Amarildo, quien ejercía también de profesor de la escuela unitaria que existía en la ciudad llamada «Xique-Xique de Igatú», una pequeña aldea a la orilla del río «Paraguaçú«.
Había oscurecido por lo que debieron dirigirse a casa atravesando las callejuelas de piedra y tierra sin iluminar. Al día siguiente comerían una gallina del patio de Idalicy, la anciana de la cachimba, y Farah contempló el cielo cuajado de miles de millones de estrellas.

Fotografías de la autora, «Tefía-Fuerteventura«.
Farah, el modelo descarriado de vida y las notas para la Liberación.
Farah encontró las notas que había tomado mientras mantenía una conversación de más de un mes con su amiga Felicísima.
Leyó cosas olvidadas, supuestamente, sobre sus miedos infantiles, sobre el amor y como ella lo relacionaba con lo decrepito, en fin unas notas alucinantes que hablaban de si misma y del mundo.
Releyó “el modelo descarriado de vida” que ella había fabricado en la adolescencia, para sobrevivir en un mundo caduco que ya no ayudaba a avanzar a nadie.
Acabada la Dictadura militar, Farah percibió que existía un vacío de poder y que todo tipo de códigos morales y normas civiles habían muerto con el dictador. Comenzó así un periplo infantil, que la llevó a descubrir personas mágicas, que siempre habían vivido en libertad y no en aquel pequeño establo que los militares, policías y su legión de chivatos habían tejido para sofocar cualquier atisbo de vida en aquel país desolado.
Empezó a mudar su forma de vestir y de arreglarse, y esto suscitaba el escándalo de vecinos y demás ciudadanos, acostumbrados al modelo único propuesto por la pequeña gestapo que era la sociedad.
Su madre lloraba mucho al verse sometida al escarnio público por el comportamiento de Farah y sus amigos subversivos. Su padre asentía en silencio a todos sus movimientos, viendo en la niña-mujer reflejarse todos sus sueños de libertad y de conquista del mundo.
Tropezó con una banda de «amigas» que la invitaron a fumar hashísh y a beber grandes dosis de alcohol, que combinaban con el comportamiento más antisocial y destructor que se había visto jamás en aquella pequeña ciudad provinciana del norte de África.
Los muchachos de su edad la temían y la veían como un bicho extraño, un pingüino lejos de la Antártida, que con un graznido de trompeta obturada, recitaba los bienes de la hoz y el martillo, portando insignias con la efigie de Lénin y otros diseños constructivistas.
Sus amigas mas ñoñas huyeron de su compañía, al convertirse en un ser imprevisible que las dejaba en ridículo, ante sus comportamientos convencionales y aquella ansia que todas parecían tener por enamorarse y tener un muchacho imberbe a su lado.
Ella marchaba en un desfile casi militar, de nuevo orden, desafiando al mundo con una camiseta y unas medias panty-cristal que dejaban ver su ropa interior, y los hombres la sorprendían leyendo “Novedades de Moscú”, un periódico cubano que traducía al español todas las novedades de la capital del Imperio de los Trabajadores.
Iba a la playa más concurrida de la ciudad y se bañaba totalmente desnuda, para descubrir que tres toallas más allá estaban los vecinos de su edad, riéndose a carcajadas de su cuerpo delgado, huesudo, con un pecho pequeño y poco atractivo. Se sentía cada vez más sola, decepcionada y una rebeldía feroz empezó a sustituir aquella voz angelical que cantaba con voz de solista en el coro de la iglesia de su barrio.
Echó a andar, a pasear su figura triste y deprimida por todos los rincones del planeta Tierra, y allá donde llegaba, esa misma sombra oscurecía todo, para que su brillo pudiera hacerse manifiesto. Todos querían apoderarse de aquel fulgor incandescente de la inocencia de Farah…
Fotografía: «Mujer de Chechénia» alrededor de 1900, autor desconocido.
Farah, los presagios y el pasado
Farah se había levantado esa mañana de un humor extraño. No sabía como explicar la naturaleza de su estado de ánimo, que danzaba en la fina línea entre los presagios acerca del futuro y el trauma del pasado. El pasado atufaba a carne humana quemada, orquesta de swing prohibida en el Berlín de 1938, oliendo a miedo de los que estuvieron en fila desnudos, en el frío invernal, para morir, y atmósfera gris-uniforme de dictadura. El futuro se presentaba aterrador aquella mañana.
Pensó con dulzura en el precioso muchacho, que pasaba unos días en casa de las viejas tiranas de enfrente, e identificó al hombre incipiente como autor de todos sus presagios. Se refugió en el pasado, apestando a canibalismo, para superar cualquier tipo de ilusión por un extraño que no iría a ver más de cinco días en su vida y desterró la idea del torso hirsuto del dulce hombre-muchacho, seguramente algún familiar de las ancianas involucrado en su tiranía.
El día anterior había estudiado su forma de comportarse con Betty-Boop, su amiga-muchacha, y llegaron a la conclusión de que el comportamiento del joven era un poco extraño. Tres días sin salir de aquella casa repleta de carne vieja, solo unas furtivas visitas a la terraza, en ropa interior, para apurar unos cigarrillos que parecían casi prohibidos. Él se había visto sorprendido por la aparición de Farah en la terraza, su mirada directa y su desparpajo a la hora de mostrarse, exactamente iguales los dos. Farah, se mostraba siempre vestida desde que fue sorprendida, unos días después de mudarse, en bragas, siendo escudriñada por una especie de chino latinoamericano desde la acera de enfrente, mientras ella hablaba con Riccardo. El dulce hombre-muchacho se mostraba sin ningún pudor en calzoncillos blancos, mostrando unos muslos fuertes y virginales, mientras fumaba uno de sus tres cigarrillos diarios.
Pensó en Riccardo, su pasado más inmediato y en el reencuentro tres años después. Se había sentido tan decepcionada con su actitud al encontrarla, de nuevo, en la casa que habían compartido. La mente se le llenó de pensamientos antropófagos, y deseó tragarse a Riccardo entero, para que nunca más defraudase a ninguna mujer. Un hombre extraño, aquel Riccardo que aún calzaba las mismas sandalias de tres años atrás, cuando ella lo despidió de su casa. Le pareció que con él, el tiempo se detenía para siempre, en una extraña capacidad que el hombre poseía para engañar a las mujeres, ocultando así su propia inseguridad masculina y su poco savoir-faire en materia femenina. Hubo de despedirlo de manera tajante, para que no hubiese ninguna duda sobre la actitud de Farah para con él, y nuevamente le abrió la puerta para que saliese de su vida, ésta vez para siempre.
Amber, la vieja nerviosa, y Farah.
Amber era una mujer que rondaba los sesenta años. Enjuta y de pellejo fláccido, manos hinchadas de fregar y voz cascada. Su conversación revelaba que era una mujer inculta, supersticiosa y malpensada. Amber andaba todo el día detrás de otra vieja del barrio, que daba de comer a los gatos callejeros. La vieja arrastraba tras de si a una perra más vieja que ella, si cabe. Usaba faldas negras bajas, y su aspecto le hacía recordar ciertos grabados que muestran a ancianas Rôm.
Amber estaba nerviosa y deseosa de que el viejo del estanco de los periódicos le hiciera caso. Pasaba todo el día allí dándole cháchara y el viejo se revolvía de disgusto pero halagado al mismo tiempo, muy masculino todo. Cuando el viejo o la mujer del viejo la echaban con cajas destempladas ella rondaba la calle de arriba a abajo haciéndose la que “pasaba por allí”. Sus nervios llegaban a tal punto que atisbaba la puerta del estanco, para ver si era su amado el que estaba trabajando o su mujer, que la espantaba en un segundo.
El quehacer frenético de Amber le recordó a Farah al suyo propio en pos de los hombres. De repente se sintió enjuta y de piel fláccida, y recordó como atisbaba en su ventana cuando algún hombre le decía que la visitaría. Sentía pena de Amber y de que se pusiera en ridículo por aquel viejo maloliente. Ella seguramente haría lo mismo con aquellos hombres que ella encontraba tan atractivos. En el fondo sólo serían unos proyectos de viejo maloliente, que acabarían como el viejo del estanco. Por suerte a Farah aún no se le había presentado ninguna esposa ultrajada a espantarla y amedrentarla…Pensó en su ogro tatuado y lo felices que se habían hecho mutuamente. Pensó también en sus mentiras y su forma mal resuelta de inventarlas. Lo del cumpleaños de la nieta ya había sido el colmo. Mientras lo decía ella le miró lanzándole un pensamiento de “se que estas mintiendo” y puso una expresión en su cara de desinterés por la conversación y por él mismo, que captó de inmediato. Nada de aquello era necesario y no aparecía un sólo hombre que pensara lo mismo que ella al respecto. Miró el reloj y apuró su bebida de jengibre con hierba limón, mientras enrollaba un cigarrillo…
Farah y el consejo de las Gitanas
Atesoró en su corazón el consejo de las viejas y recordó que le dijeron que la persona que ella amaba nunca era la misma que la amaba a ella. Escuchó la triste melodía de Transilvania y se contentó con el gruñir de su loba, enferma pero aún con ganas de batalla, exactamente igual a ella.
Recordó con amargura los días pasados, las fantasías del amor imposible, según las viejas gitanas, y la seriedad de Atenea cerró sus labios.
Vistió su mono de pintura, silenciosa, pétreos sus labios y acabó de lacar la vieja silla de la cocina. Seguiría por la mesa y luego el armario, Recordó la palabra armario en árabe y se contentó con su música, de ángeles para ella: “Jisán Al-Malabis”. Deseó que fuera, al pintarlo, un armario mágico y que guardara para ella el tesoro más preciado. Seguramente lo sería.
Conservó en su mente la imagen de la Plaza de la Revolución, en Bucarest, húmeda y de un color gris verdoso, azulado según los días.
Volvió a pensar en la viejas adivinadoras y en como ellas sabían de antemano todo lo que sucedería en su vida, si estaría enferma, si un espíritu la rondaba, pero con respecto al amor siempre había ausencia de palabras. Empezaban a hablarle de lo feliz que era ella consigo misma, para acabar diciéndole que no veían ningún hombre en su vida.
Deseó dibujar en su mano un ojo grande con tinta azul, para lograr verlo, después de bañarse con hierbas y flores, trenzar su cabello, después encender una vela finita y pequeña que flotara en el río.
Recordó los músicos, el piano, el violín, el címbalo y la endiablada forma de bailar de una muchacha joven, que palmoteaba sus piernas, manos y tobillos al ritmo frenético de una danza… Recordó las palabras del guapo saxofonista, que le había dicho mientras ella leía las cartas para él en la mesa de su cocina: “una verdadera chica Rôm”.





