Farah se había levantado esa mañana de un humor extraño. No sabía como explicar la naturaleza de su estado de ánimo, que danzaba en la fina línea entre los presagios acerca del futuro y el trauma del pasado. El pasado atufaba a carne humana quemada, orquesta de swing prohibida en el Berlín de 1938, oliendo a miedo de los que estuvieron en fila desnudos, en el frío invernal, para morir, y atmósfera gris-uniforme de dictadura. El futuro se presentaba aterrador aquella mañana.
Pensó con dulzura en el precioso muchacho, que pasaba unos días en casa de las viejas tiranas de enfrente, e identificó al hombre incipiente como autor de todos sus presagios. Se refugió en el pasado, apestando a canibalismo, para superar cualquier tipo de ilusión por un extraño que no iría a ver más de cinco días en su vida y desterró la idea del torso hirsuto del dulce hombre-muchacho, seguramente algún familiar de las ancianas involucrado en su tiranía.
El día anterior había estudiado su forma de comportarse con Betty-Boop, su amiga-muchacha, y llegaron a la conclusión de que el comportamiento del joven era un poco extraño. Tres días sin salir de aquella casa repleta de carne vieja, solo unas furtivas visitas a la terraza, en ropa interior, para apurar unos cigarrillos que parecían casi prohibidos. Él se había visto sorprendido por la aparición de Farah en la terraza, su mirada directa y su desparpajo a la hora de mostrarse, exactamente iguales los dos. Farah, se mostraba siempre vestida desde que fue sorprendida, unos días después de mudarse, en bragas, siendo escudriñada por una especie de chino latinoamericano desde la acera de enfrente, mientras ella hablaba con Riccardo. El dulce hombre-muchacho se mostraba sin ningún pudor en calzoncillos blancos, mostrando unos muslos fuertes y virginales, mientras fumaba uno de sus tres cigarrillos diarios.
Pensó en Riccardo, su pasado más inmediato y en el reencuentro tres años después. Se había sentido tan decepcionada con su actitud al encontrarla, de nuevo, en la casa que habían compartido. La mente se le llenó de pensamientos antropófagos, y deseó tragarse a Riccardo entero, para que nunca más defraudase a ninguna mujer. Un hombre extraño, aquel Riccardo que aún calzaba las mismas sandalias de tres años atrás, cuando ella lo despidió de su casa. Le pareció que con él, el tiempo se detenía para siempre, en una extraña capacidad que el hombre poseía para engañar a las mujeres, ocultando así su propia inseguridad masculina y su poco savoir-faire en materia femenina. Hubo de despedirlo de manera tajante, para que no hubiese ninguna duda sobre la actitud de Farah para con él, y nuevamente le abrió la puerta para que saliese de su vida, ésta vez para siempre.