Farah huyó de Aneris, el jefe de los chacales y escondiéndose en el tronco de una palmera seca, rezó la surah 113 Al-Falaq, para alejar de sí la maldad, creada por Al Láh. Habiba, la lobezna fiel la acompañaba jadeando agazapadas las dos bajo el tronco que la providencia había transportado a la mitad del desierto. Farah había dejado atrás el pozo seco llamado “Del Amor” y buscaba, desesperada, donde abrevar sus bestias y beber ella misma, aunque fuera solo un poco de agua limosa, mezcla de arena y cal. Al enfilar la pendiente de una duna divisó las orejas de Aneris, el jefe malvado de los chacales, animal provisto por Anubis de un olfato capaz de oler las presas a miles de kilómetros en aquel océano de arena. La venían siguiendo desde que abandonase la hamada y chillaban en la noche sus nombres más ocultos, para así darle caza a ella, su rebaño de cabras y a la lobezna Habiba.
Desde que Farah había enviudado, pastoreaba su rebaño en soledad, en medio de aquella inmensidad que por la noche parecía el manto de su abuelo, bordado de millones de estrellas. La ley del desierto disponía que las viudas dispusiesen del ganado y las posesiones de su difunto marido. Así constaba en los mapas que habían trazado los “mesieú”, que habían cruzado sus tierras hacía más de tres Ramadán.
Farah lloraba todas las noches al recordar a su bello marido, sus travesías juntos por todo el país y la envidia que suscitaban al encontrarse con alguna caravana de conocidos o extraños.
Aneris, el jefe malvado de los chacales había despedazado su cuerpo, después de ser picado por tres escorpiones que murieron poco después. Así quedó sola, en compañía de la loba recién nacida, sus cabras y dos camellos. Sin hijos, rápidamente fue cortejada por varios hombres pero ella los rechazó uno por uno, mientras mecía un odre lleno de leche para hacer yogurt, escaso alimento que junto a los dátiles, y alguna cabra que ya no servía para dar leche, sacrificada en silencio, mirando a la Meca, como mandaban las leyes islámicas desde que su pueblo había llegado al Sáhara huyendo del Califa en su defensa de Fátima la hija de Muhammad.
Al igual que Fátima, la hija del amado Profeta al morir éste, le fueron arrebatados uno a uno todos sus bienes, por mucho que dijese la Ley no escrita del Sáhara, al no querer tomar un nuevo esposo. Llegada la noche encendía una lumbre para ahuyentar las alimañas y para calentarse, Farah y Habiba solas, navegando en pos de un sueño: ser libres y vivir en paz, tarea difícil desde que los hombres, sobre todo aquel profesor de la escuela coránica, bajito, calvo y con bigote, llamado Pilar, y la miríada de alumnos babosos que le rondaban siempre prestos a cumplir sus caprichos más repugnantes, habían azuzado contra ellas a Aneris, el jefe malvado de los chacales…