Atesoró en su corazón el consejo de las viejas y recordó que le dijeron que la persona que ella amaba nunca era la misma que la amaba a ella. Escuchó la triste melodía de Transilvania y se contentó con el gruñir de su loba, enferma pero aún con ganas de batalla, exactamente igual a ella.
Recordó con amargura los días pasados, las fantasías del amor imposible, según las viejas gitanas, y la seriedad de Atenea cerró sus labios.
Vistió su mono de pintura, silenciosa, pétreos sus labios y acabó de lacar la vieja silla de la cocina. Seguiría por la mesa y luego el armario, Recordó la palabra armario en árabe y se contentó con su música, de ángeles para ella: “Jisán Al-Malabis”. Deseó que fuera, al pintarlo, un armario mágico y que guardara para ella el tesoro más preciado. Seguramente lo sería.
Conservó en su mente la imagen de la Plaza de la Revolución, en Bucarest, húmeda y de un color gris verdoso, azulado según los días.
Volvió a pensar en la viejas adivinadoras y en como ellas sabían de antemano todo lo que sucedería en su vida, si estaría enferma, si un espíritu la rondaba, pero con respecto al amor siempre había ausencia de palabras. Empezaban a hablarle de lo feliz que era ella consigo misma, para acabar diciéndole que no veían ningún hombre en su vida.
Deseó dibujar en su mano un ojo grande con tinta azul, para lograr verlo, después de bañarse con hierbas y flores, trenzar su cabello, después encender una vela finita y pequeña que flotara en el río.
Recordó los músicos, el piano, el violín, el címbalo y la endiablada forma de bailar de una muchacha joven, que palmoteaba sus piernas, manos y tobillos al ritmo frenético de una danza… Recordó las palabras del guapo saxofonista, que le había dicho mientras ella leía las cartas para él en la mesa de su cocina: “una verdadera chica Rôm”.
que quieres que te diga, me encanta esta prosa porque me haces imaginar los sitios y las personas.
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