
Deseó ser especialista en “estratagemas”, como su amada “Amelie Poulain”, pero se sintió torpe, y desmañada. La prohibición islámica de “urdir” iba en serio, y así lo comprendió desde muy pequeña.
No sabía de componendas, y la dignidad impuesta por su padre la hacía bajar los párpados ante la menor insinuación masculina.
Jamás hubo en su casa habladurías o se juzgó a nadie por las apariencias, y eso la hizo diferente.
Enfrentábase por aquellos días al amor tosco, hecho con argucias, desprovisto del placer femenino, y eso hizo que su alarma sonara como en un bombardeo aéreo.
Agradeció la independencia y honra que su madre les había enseñado, a la hora de tratar estos asuntos íntimos, debido a la gran sincronía que había en la relación de pareja entre sus padres.
Lloró ante la imagen de un amor soñador y colorido, ante lo burdo del engaño pretendido, que había llegado demasiado tarde, cuando ella ya había girado el timón de su nave hacia el norte.