La Peste.

Cayó sobre ella de pronto. Avanzando paso a paso, con su humor infectado y oscuro.
Un día en forma de amante, otra vez embozado en amor fraudulento, al final convertido en sexo lúdico del norte de Europa.
Lloró amargamente, hasta la Fiesta de Yemanyá. Su destino de quedar ciega de amor se había cumplido, como en la letra yorubáde Odudduwa.
Entonces tuvo la certeza de que había muerto para el amor, y se refugió en su Templo sagrado. Rodeada de sus más íntimas y familiares almas, compañeras de sino.
Tomó el mando del timón, y se esforzó para que la nave de su vida no embarrancara para siempre. Agarró con sus delgados pero firmes brazos la rueda que dirigía el codaste, vestigio de sus nobles ancestros navarros, que lo impusieron a la flota de su Reino.
Giró la nave hacia babor y puso rumbo al Norte, donde reside la Creatividad, desde tiempos inmemoriales.
Deseó sentir el gélido aire en su rostro, para despertar de aquella enfermedad ponzoñosa, que le había sido inoculada por los hombres venenosos.
Hombres a los que amaba sin dejar de aborrecerlos y, abominó de sí misma. De su buena fe, una y mil veces pisoteada.
Ella, poniendo su cabeza, una y otra vez, en aquel cadalso maldito, que desterró para siempre de su senda.

Abrazó su vida, y salvó lo que pudo, que no era cosa baladí, avanzando hacia la inmensidad del océano, rumbo al norte.

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