Continuó estudiando aquel galimatías incomprensible en el que se le había convertido su pasión. Era imposible concentrarse en nada y dejar que aquel fraude gigantesco tomara cuenta de sus vidas para siempre. ¡Que mala suerte!, pensarían algunos, al no tener alguien que la promocionara en su ascenso hacia las cumbres del éxito…¡pobre muchacha! exclamarían sin saber que su felicidad era ser como aquellas santas del Sáhara, desnuda en medio de toda aquella inmensidad de arena. Sin más vestido que su corazón, herido de muerte por el amor inconcebible al que se había condenado por amar limpiamente, sin tapujos, sin esconder nada al amado. En silencio, repasó mentalmente sus andanzas en medio de aquella multitud que ya no le decía nada. Aunque le hablasen no llegaba a comprender nada, fuera de aquel ensimismamiento propio de un verdadero derviche. No le interesaba más su aspecto, ni su ropa, ni siquiera si sus cuentas estaba sin pagar. No podía pensar en nada más que en la falta de afecto y de coraje de cuantas personas la rodeaban y no podían entenderla. Una vez más arregló su cabello con aquel gesto tan familiar que le recordaba a su abuela, una campesina emigrada a la ciudad que trabajaba en un cine y no pudo nunca fijarse en la cara de Betty Davis o Layla Mourad, solo trabajar, trabajar y trabajar.
Decidida a no ser una víctima más de aquellos maridos insufribles, como el de su abuela, abandonó muy joven aquella ciudad despreciable, llena de gentes curiosas, sin cultura y lo peor de todo, sin corazón… Cuando regresó pasados algunos años, nadie pudo perdonarle haber abandonado aquella vida miserable y convertirse en el cisne árabe que les recordaba su fealdad y su diminuto cerebro sin pulir, casi sin contenido. Actos mecánicos conformaban sus tristes vidas en pos de engordar después de haber tenido cinco hijos y de que sus maridos empezaran a emborracharse y pegarles, era la norma en aquella ciudad. Ella con sus terribles ojos de mirada abrasadora les recordaba lo miserable de su existencia y fueron apartándola, cada vez más, de su lado. Sus amigas de la infancia ya no podían conversar con ella, ¿de que le hablarían? Después de pasar veinticinco años persiguiendo a un marido que las anulaba como mujeres y como personas, cuando tropezó con alguna de ellas en la calle le dijeron que aún estaban enamoradas , como el primer día… ella sonrió para sus adentros con una ira incontenible por lo profano que resultaba aquel amor servil enfrente de Maïmouna, la santa saharahui, que al ser interrogada sobre por que andaba desnuda por la calle respondió: Al-Láh conoce a Maïmouna y Maïmouna conoce a Al-Láh…
Sigue el relato por favor, Saharazah. Quiero, necesito seguir leyéndote.
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