O “Del amor de las lágrimas y los balbuceos”.
Lo conoció en un Bar.
Un inmigrante más.
Dificultades con la lengua le acercaron a ella.
Cuando se sentaron para hablar de su intercambio de idioma, los ojos de ambos brillaban de felicidad.
Era todo tácito.
Los dos acorazados se medían antes de la Batalla.
Él se soltaba un poco con la cerveza.
Ella, abstemia y observante de la norma musulmana del pudor-que asumía en secreto- se revolvía cuando los dedos de él rozaban los suyos.
Así, quedamente, entre normas gramaticales, llegaron las confesiones, cada vez más íntimas.
Poco a poco, un hilo brillante iba de los ojos de él en dirección a los de ella.
Ella bajaba los párpados, o fingía una desenvoltura propia de su extrema timidez.
Se revelaron el uno al otro como seres vulnerables y sensibles.
Experiencias casi idénticas en el amor hicieron que él se derramase en lágrimas.
Ella, estupefacta, no comprendía que un hombre llorase sin ser en la intimidad.
No estaba acostumbrada y desafiaba la moda antropológica de su cultura.
Así era ella.
Pasaron los días.
Las semanas.
Ella se ausentó por un tiempo.
Él volvió a su vida, que continuaba siendo un misterio para ella.
Volvieron a verse, y los ojos de ambos brillaron cada vez con más intensidad.
Cada vez más profundos y con más capacidad de verse el corazón desnudo.
Ella le dijo que empezaba a sentir una atracción muy fuerte por él, y que había levantado un muro entre los dos, que ella jamás franquearía.
Él lloró, de nuevo.
Al improviso, él la besó.
En los labios.
Ella se enfadó mucho, y así lo manifestó con voz firme, contundente, pero en tono bajo.
No había discusión.
Ella se marchó sola a casa.
Él la despidió con ojos desesperados.
Ilustración «Fatima Mellal», artista plástica amazigh.